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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
Reseña de la Escuela al Campo

Por María Argelia Vizcaíno

La mayor violación a la Patria Potestad de los padres y el abuso sistemático físico y emocional con la niñez en la Cuba bajo el totalitarismo de los hermanos Castro. Las Escuelas al Campo y en el Campo es una forma de explotación de los niños y jóvenes que muestra la mentira de la enseñanza que el tirano dice ofrecer “gratuitamente”. El colmo es que el gobierno de Castro es firmante del Convenio Internacional contra las Torturas y los Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes, de lo que casi nadie del pueblo cubano tiene conocimiento porque la prensa oficial no ha divulgado nada al respecto, y de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que defiende el derecho preferente de los padres a escoger "el tipo de educación que habrá que darse a sus hijos" y que la constitución socialista de Cuba niega.

«Es un encanto, mi escuela en el campo» .
FRANK PEREZ (Estribillo de la Canción «Mi escuela en el Campo»)

La escuela al campo

Parte I de V- Introducción

DESDE el principio de la revolución dirigida por Fidel Castro (1959), en cuanto tomaron control de todo en Cuba y decomisaron los centros educacionales privados, se instituyó que los estudiantes tenían que participar gratuitamente en las labores agrícolas y los llevaban «voluntarios», unas veces en ómnibus y otras en camiones, primero los sábados y domingos, a los campos a recoger viandas (tubérculos) o tomates, dependiendo del lugar y la cosecha. Esto fue para algunos como la gran diversión estudiantil, para otros, que se daban cuenta de la presión ejercida para obligarlos a ir, fue la gran humillación de la que jamás imaginaron sus proporciones.

A los primeros que se les impuso estas tareas fue a los becados. Estos eran los estudiantes que vivían dentro de la escuela, como estaban anteriormente «los colegios a pupilo» y que el gobierno les hizo creer que era el benefactor al que había que rendir todo tipo de pleitesía por agradecimiento.

Por ese tiempo se dieron a la tarea también de crear nuevos maestros, no sólo porque muchos se les habían escapado hacia el exilio, otros retirados o encarcelados, sino porque había que formar al sabueso incondicional para que inculcara los nuevos dogmas a los niños desde la edad preescolar.

Inventaron para embullar a los más jovencitos aquel grupo de ‘Maestros Makarenkos’, (nombrados así en honor del pedagogo soviético Antón Semionovitch Makarenko) que con gran publicidad los hacían subir al Pico Turquino, (la mayor altura del país) y a recoger café en Minas de Frío, provincia de Las Villas, para más tarde terminar la enseñanza y la práctica, en el campamento de Tarará, donde antes de las confiscaciones existía una de las más bellas playas privadas de la capital, que después de este otro fracaso del castrismo, o sea los ‘Makarenkos’ —en la década de 1970— convirtieron en la Ciudad Infantil, donde albergaban a miles de niños de enseñanza primaria, que «premiaban» permitiéndoles asistir al casi único parque de diversiones de esta clase que quedaba en el país (el otro, carísimo y con colas interminables al sudoeste de La Habana, el Parque Lenin). El gran «premio» consistía en no estar con su familia, por lo menos por dos semanas, solamente permitían unas horas de visita los domingos. Allí las condiciones no eran muy diferentes a las «Escuelas en el Campo»: comida mal cocinada y deficiente, poca agua para tomar y bañarse, ambas a temperatura ambiente y contaminada, no importaba si estaban enfermos; predominando la falta de higiene por la escasez de todo lo elemental para limpiar, hasta la imprescindible pasta de dientes.

«La Escuela al Campo» y «En el Campo» —dos términos parecidos pero diferentes que explicaremos más adelante—tenían el mismo propósito que este parque «privado del gobierno»: alejar a los muchachos de la influencia paternal, ya que puesta la cortina de hierro con el exterior, y el control absoluto de todo, nadie podría abrirle los ojos a las nuevas generaciones, así la mentira que forjaban podían hacerla creer más rápido. Con seguridad de ahí nació el mito de los «logros de la revolución» en el campo de la educación y la salud. Amordazado todo medio de comunicación, nadie podía desmentirlos. Muy pocos eran como mis padres, que al oírme repetir las mentiras que me enseñaban repostaban con la verdad. Muchos padres creían conveniente callarse, porque «total si se van a quedar en Cuba, es mejor que vivan creyendo aquello», otros temían que los propios hijos después comentaran en las escuelas que ellos los contradecían y las autoridades los acusaran de confabular en contra del gobierno, como pasó en muchos casos que pagaron con la cárcel y perdieron a sus muchachos. De todas formas, subyugados a esa infamia perderían más rápido a sus hijos, ya que les hacían creer que a los únicos que había que amar y obedecer era al gobierno y a su repugnante guía.

Mucha razón tenían aquellos padres que desesperados en los primeros años del castrismo mandaron solos a sus hijos para los Estados Unidos bajo el auspicio de una agencia católica, lo que se conoce como la Operación Pedro Pan. Aunque la «Patria Potestad» no se perdió como ellos decían, de que le iban a quitar a sus hijos para educarlos en Rusia, sí se llevó a efecto, en el mismo suelo patrio y delante de sus ojos; muchos padres vieron pasivos e impotentes cómo perdieron el dominio sobre sus hijos, que le lavaban el cerebro y convertían en sus propios enemigos.

Esto ningún agente de Castro, ni tonto útil que pulula en este exilio puede negármelo, porque aunque no aparece en ningún libro, puedo darle nombres, apellidos, fechas y direcciones, de muchos de estos deplorables casos que conocí personalmente. Los padres en Cuba castrista no pueden decidir adonde enviarán a sus hijos a estudiar, ni podían negarse abiertamente a que fueran a los trabajos “voluntarios” o a las manifestaciones que convocara el gobierno, una negativa de esta índole no sólo puede costar perder su puesto de trabajo también la tutela directa de su muchacho, pues de ser encarcelado por manifestarse contrario a los métodos gubernamentales, puede considerarse como un sujeto peligroso y le costaría ser separado de su hijo hasta la mayoría de edad o para siempre.

El terror sembrado desde la infancia, fue la principal instrucción que aplicaron en las escuelas y la desinformación. Porque en la enseñanza de los gobiernos de verdadera línea autoritaria –como los izquierdistas—se le infunde a los niños valores ideológicos para que alcancen lo que ellos llaman Madurez Política, que en realidad lo que pretenden es que lleguen a ser parte de una población anestesiada, amaestrada, sometida, sin preocuparle el futuro, por el contrario llenos de miedo ya sea a ser expulsados de su centro de estudio o a perder el trabajo, sobre todo miedo a la cárcel y a que no lo autoricen viajar cuando se le presente la oportunidad de salir al exterior a trabajar, que en realidad es la única esperanza que los sostiene.

«Esta es la nueva escuela, esta es la nueva casa...»
SILVIO RODRIGUEZ (Fragmento de la canción dedicada a la Escuela en el Campo)
La escuela al campo


Parte II de V- La Primera Vez.

SON varios testigos los que hemos entrevistado para poder escribir esta Estampa, porque no he encontrado ningún libro que diga nada en absoluto de este otro horror del sistema comunista cubano: La Escuela al Campo, y en el campo. Desde luego, comparado a tanto genocidio vivido en la patria de Martí, éste pasa como un caso sin importancia sin embargo, sí la tiene, por tratarse de la niñez y todo lo que esta conlleva. En el extraordinario libro Cuba: Mito o realidad, del Dr. Juan Clark --donde único encontré algo al respecto--se trata someramente y no está incluida en el capítulo de los métodos de represión.

Al principio, comenzaron a llevar a la agricultura algunas escuelas escogidas, por una semana, después aumentaron a dos semanas, seguidamente un mes, hasta llegar a establecer para todo el sistema escolar de la nación, 45 días para la secundaria y 3 meses para los Preuniversitarios (del 10mo. al 12vo. grado).

Me contó mi amigo Tony Graells, quien fue de los primeros en asistir al principio como alumno (1964-65) y después como maestro, que en su inicio le tocó ir, cuando apenas era un adolescente imberbe, al Municipio de Ariguanabo, con la Escuela Secundaria Felipe Poey, anexa a la Universidad de La Habana. Después de un largo viaje, como de costumbre bien desorganizado, llegaron al albergue: un establo de vacas, que lo único que habían hecho era barrer el estiércol que yacía en el piso de tierra por años, poniéndole encima un poco de hierba molida que suavizaba el desagradable mal olor. De los horcones que sujetaban el viejo y agujereado techo de guano de palma real, hacia unas barandas, amarraron las hamacas de saco de yute para poder dormir. Las paredes no existían, así que en los días siguientes tuvieron que cubrir el local con otros sacos —el único material que tenían— para poder soportar un poco el frío. Y como era frecuente, después de tan largo e incómodo viaje, allí no había comida. Las noches fueron bien desagradables sin electricidad, con unos pocos faroles chinos de queroseno, que con tanta oscuridad se hacía impotente la poca luz que brindaban, para colmo, la madre naturaleza se empeñó en castigarlos más, enviándoles un fuerte aguacero de los que dan comienzo al invierno, así que amanecieron hambrientos y mojados.

El desayuno consistía en un pedazo de pan frío con un cucharón de leche en polvo caliente mezclada con algo parecido al café, que servían en un jarrito de aluminio que cada cual tenía que llevar, sino no tomaba nada. Después, los montaban en unos camiones rusos sin asientos y sin techo para encaminarlos al campo de cultivo. Unas veces a recoger papas, otras, a guataquear campos de caña. Con ellos cargaban tres tanques de latón de 55 galones con agua (del tiempo y sin filtrar) para beber.

A la hora de almuerzo, como no había comedor, iba un camión hasta el lugar de labor, sacaba unos tambuches de aluminio con el alimento: arroz siempre sucio, chícharo con gorgojos, un pedazo de boniato o papa sancochados y un aporreado de carne rusa de lata, unas veces de puerco y otras de res. El menú no variaba, además de ser de la peor calidad y estar mal condimentado. Sin mucha diferencia con los que repartían a los que padecían el Servicio Militar Obligatorio y las cárceles (sé que ésto algunos que no vivieron la barbarie de estos años, no me lo van a creer, aunque en la cárcel para los políticos, con seguridad era mucho peor). Cada cual tenía su «blue plate» (una especie de bandeja de aluminio con compartimientos), se hacía la «infaltable» cola para recibir aquello a temperatura ambiente, a veces medio descompuesto por el calor y la humedad, y se sentaban en una piedra, debajo de un arbusto, si lo encontraban, o donde pudieran. Muchas veces la comida no alcanzaba para los últimos, otras veces le servían muy poco a los primeros y los últimos cogían «reenganche» (doble).

Cuando regresaban, cansados, hambrientos, quemados por el intenso sol caribeño (por no usar previamente loción antisolar), sucios, desesperados por un baño, había que esperar su turno pues eran llamados por el número de su brigada y albergue donde estaban ubicados para dormir. Allí en ese inhóspito y apartado lugar, —como eran todas las escuelas al campo— aprovecharon las turbinas de agua del Batey (que era el motor que halaba el agua del pozo hacia fuera), pusieron unos sacos de yute para darles un poco de privacidad, y mediante una llave, un fuerte chorro de agua les caía desde arriba, no importaba a cuantos grados estuviera la temperatura exterior, siempre el agua estaba fría.

Con todo en tan precarias condiciones es de esperar que los servicios sanitarios estuvieran iguales. Se componía de cuatro sacos de yute en forma de cubículo, con un cajón de madera en el piso para poner los pies y un hueco para que cayera el excremento.

El inicio de llevar la escuela al campo no varió mucho de los años que siguieron, excepto que antes dividían el tiempo en dar clases y trabajar, después solamente no sólo se trabajaba y no se estudiaba, sino que las metas a cumplir las hicieron más fuertes y se presionaba más para que todos los estudiantes asistieran.

Aunque la economía agraria del país se afectó seriamente en parte por estos inexpertos agricultores, el trabajo ideológico sí surtió efecto, tanto, que muchos hoy en el exilio que dicen ser anticomunistas todavía están sufriendo por su materia gris dañada, que los convirtieron en NO PENSANTES, incapaces de comprender el verdadero sentido de la democracia, sin atreverse a objetar, con miedo a encontrar otras opiniones contrarias, y lo peor, confundidos creyendo todavía las historietas que les inculcaron de “las maravillas de la educación y la medicina con Castro”, incapaces de buscar la verdad absoluta por sí mismos. Todavía creen que la educación que le dieron fue gratis, para ellos no cuenta todo lo que los explotaron en las escuelas al campo.

«Cuestan menos las escuelas que las rebeliones»
JAMES ABRAHAM GARFIELD
La Escuela al Campo

Parte III de V - También para muchachas.

«LAS Escuelas al Campo» fueron hace tantos años instituidas por el régimen tiránico de Castro, como el Servicio Militar Obligatorio, que ya nadie ve fuera de lo normal su existencia, pero ambos sistemas represivos han sido prueba patente de otra de las violaciones de los derechos humanos que se han cometido constantemente en Cuba, especialmente con nuestros adolescentes, jóvenes y hasta niños.

En el curso escolar 1966-67, mi cuñada Teresa Vizcaíno, a los quince años, fue a la escuela al campo con sus compañeritas. Desde la Secundaria Básica Enrique Hart, de Guanabacoa, las llevaron en tren y después transbordaron para unos camiones del ejército cubiertos con lona, hasta un campamento en Viñales, provincia de Pinar del Río. Paradójicamente al lugar de nacimiento de su papá, que gracias a la libertad que ofrece el capitalismo y buscando la superación, salió de allí y conquistó la civilización, para dar un mejor futuro a sus hijos, pero Castro tronchó sus aspiraciones, y su hija tuvo que trabajar la tierra, que nunca antes sus hermanas ni su mamá, nativas de aquel hermoso campo, tuvieron que cultivar, por ser una labor rústica y pesada para mujeres.

Allí, junto a todo el grupo de muchachitas, las alojaron en lo que fue una granja avícola, que apenas unos días antes habían sacado las gallinas dejando sus plumas y excremento seco, pero apestoso. Las paredes de madera, con sus acostumbrados agujeros, techo de guano sin faltarles las goteras, piso de tierra apisonada y ventanas de saco de yute, las pusieron a dormir en hamacas también de saco, y por consiguiente sin electricidad, solamente en la cafetería.

No por ser del sexo débil el trabajo les tocaba más suave, tal parecía que lo guajiros encargados de guiarlas, fieles al mandato del «Comandante en Jefe», se encarnizaban y trataban de hacerlas sufrir más. A las 5 a.m. les gritaban: «¡De pie compañeras!», para darles el invariable desayuno del cucharón de leche en polvo caliente y el pan frío. Después las maestras jefas del campamento «pasaban revista» (al estilo militar) para ver si todo estaba en orden y a las 6 a.m. las montaban en una carreta para llevarlas a sembrar pinos. De 12 m. a 2 p.m. regresaban al campamento para almorzar, lo acostumbrado: comida rusa enlatada, arroz con gusanos, potaje de chícharos con gorgojos (estos indeseables animalitos eran tan familiares, que se conocían en las cárceles y en el Servicio Militar como «chícharos o arroz con proteínas»). A veces, e increíblemente variando en algo el menú, le daban huevos sancochados. Y después, volvían de nuevo al campo hasta las 5 p.m.

Si amanecía lloviendo fuerte, era la mejor excusa para no ir a trabajar, pero si les cogía el aguacero en el campo, se tenían que mojar, a no ser que encontraran dónde meterse, con lo peligroso que es pararse debajo de un árbol en esas condiciones del tiempo. Por suerte para ellas, casi nunca en el campo de cultivo tenían nada donde meterse y los camiones y carretas donde las transportaban eran sin techo. Así que la lluvia tropezaba con sus espaldas sofocadas por el trabajo y el calor tropical.

Por eso, cuando terminaban la jornada de 45 días a 3 meses de trabajos agrícolas, regresaban desnutridos, enfermos con catarro, vómitos, diarreas, parásitos, llenos de picadas de diferentes insectos, heridos, lastimados, faltos de peso, contagiados de alimañas que ya la población cubana casi desconocía (chinchas, piojos y ladillas) y lo que casi nadie notaba: ásperos de carácter, por el encierro junto maltrato físico y síquico. La falta de comunicación con los padres y del calor familiar era lo más desesperante.

El único incentivo era que daban una muda de ropa, esto servía de «gancho», aprovechando la escasez que existía y la imperiosa necesidad de los jóvenes de desear usar algo nuevo. Consistía en un pantalón de mezclilla (bluejeans o pitusa), una camisa de mangas largas de algodón gris (que las muchachas bordábamos o pintábamos para personalizarlas con lemas o frases de amor) y un par de botas de lona o vinilo sin mucha variedad ni tallas para escoger igual que con la ropa. También nos daban un jabón de baño y uno de lavar, y esto ayudaba a la casa, ya que era algo extra de los que tocaban mensualmente por la libreta de racionamiento. Y los primeros años daban sombreros, pero cuando me tocó a mí, en el curso escolar 1968-69, ya no habían, ni los vendían por ninguna parte del país.

Lo peor, para el grupo de jovencitas que fueron junto a mi cuñada, no era solamente el duro trabajo con sus altas metas por cumplir, ni siquiera la escasa y mala comida, sino que a parte de la falta de electricidad y de higiene básica, no tuvieron visitas familiares durante los 45 días, por lo difícil que era conseguir transporte que los trasladaran a tan incomunicado lugar y los pocos caminos transitables. Pero esto es lo que se proponía el gobierno, matarnos el amor paternal, además de que ellos nos estaban cobrando, y bien caro, la tan cacareada «educación gratuita».

«El objeto de la educación no es hacer máquinas sino personas»
PAUL JANET
La Escuela al Campo

Parte IV de V - Mi experiencia personal.

EN el mes de octubre de 1968, fui con mi escuela (Secundaria Básica Enrique Hart, de Guanabacoa) al campo. Me unía a un grupo de mis amigas que se iban del país por el «Puente de la Libertad», porque decían que si no cumplían con las labores agrícolas no las dejarían irse, y aunque la salida definitiva de mi familia tuvimos que renunciarla, porque a mi hermano no lo dejaban emigrar al tener la edad militar, pensé en el futuro.

Nos mandaron en ómnibus a San Nicolás de Bari. El campamento de los varones se llamaba «La Tinaja» y como un kilómetro más adentro, el nuestro: «Guadalupe». Me tocó el albergue #4 y la brigada #7, la de las «burguesitas», como solían decirnos porque sabían que casi todas éramos «gusanas» (anticomunistas) que nos queríamos ir del país.

Mi escuela tuvo la «suerte» de caer en un campamento que construyeron para el Servicio Militar Obligatorio los mismos reclutas y contaba con paredes de bloque, techo de fibrocemento con sus goteras para refrescar y las hendijas en el alero, para que las ranas y los ratones pudieran convivir con nosotras, además de que corriera el aire y entrara agua cuando llovía, aunque tenía ventanas de persianas de madera, casi todas rotas, que el aire y la lluvia las traspasaba.

El baño ‘sólo para bañarse’ era de «lujo», porque contaba con paredes de ladrillo, igualmente con huecos en el techo para poder enfriarnos con la temperatura ambiente. En esa época ya no existían las cortinas ni de saco de yute, y algunos tubos a imitación de duchas o regaderas no funcionaban, por eso había que hacer las popularmente llamadas «duchas portátiles»: un cubo de agua siempre fría con una latica. El piso era de concreto como el del albergue, pero los tragantes siempre tupidos imitaban una pequeña poceta que hacía muy difícil que los pies quedaran bien limpios. El baño ‘para las necesidades fisiológicas’ es cosa aparte, pero a diferencia de los primeros años contaba con paredes de ladrillo y piso de cemento, pero sin agua corriente, sin electricidad como todo allí, sin papel higiénico y sin tasa donde sentarse desde luego, los animales no necesitan mucho más y los esclavos no pueden protestar por sus derechos humanos violados, mucho menos los niños indefensos que no sabían qué era éso y veían normal estas condiciones.

Allí en ninguna parte había electricidad, y los faroles que asignaron no eran suficiente, así que se turnaban y todos las noches quedaba uno de los albergues oscuros, sin la alternativa de algún sustituto, porque ya en las tiendas no vendían linternas ni baterías, así que pronto aprendimos a ver como los gatos, sin perder el miedo que esto produce, y para ir a las letrinas, que estaban retiradas, nos reuníamos un grupo y alguna maestra nos acompañaba.

A medida que pasaban los días, habían menos maestras (ellas inventaban una excusa, se valían de algún certificado médico de un padre o un hijo enfermo o de que no tenían quién se lo cuidara y se iban definitivamente, sólo quedaban al final de la jornada, las simpatizantes del gobierno, las que no tenían excusas o las más cobardes que temían una represalia). Así que ideamos una lata de dulce vacía para en la noche hacer lo de mayor prioridad. Lo otro costó a la mayoría, semanas de estreñimiento.

El trabajo consistía en la recogida de malanga y la siembra de ajo (que no vendían a la población, por lo que las muchachitas se los robaban como podían para dárselos a su familia el domingo, día de visita). Yo no pude ir a trabajar la tierra, porque tenía un certificado médico que me impedía hacer esfuerzos físicos por tener una lesión cardíaca debido a una fiebre reumática que no me detectaron los médicos de la revolución. Así que me ubicaron junto a otras en situación parecida, en las tareas del campamento.

La primera semana me tocó en la cocina y el trabajo era tan duro como en el campo. Eramos las primeras en levantarnos y las últimas en acostarnos. Había que servir el desayuno, leche en polvo hirviendo con sabor a chocolate y el pedacito de pan zocato. Después fregar, picar los plátanos verdes del almuerzo, que inexplicablemente siempre quedaban duros, escoger aquel arroz que no se sabía si había granos entre tantos gorgojos y gusanos, total mezclados con la carne rusa se iban confundiendo, así que optamos por quitar las pelotas pegajosas más grandes que hacían los gorgojos, sino, no acabábamos nunca o no quedaba arroz. En lo que la comida la cocinaban los guajiros que vivían en el batey, teníamos que limpiar la cocina y el comedor que al menos contaba con bancos y mesas, y preparar todo para almorzar rapidito, para después servir a las demás que llegaban del campo extenuadas y quemadas. Al finalizar el almuerzo, teníamos que fregar las bandejas y volver a escoger el arroz con «proteínas» de la cena o la harina de maíz que venía en las mismas condiciones, y picar los plátanos siempre verdes y duros. Los 45 días el mismo menú.

Por suerte para mí, en la noche fregaban las bandejas las muchachitas que estaban de castigo, por no cumplir las metas del día, buscar pleitos con otra o faltarle el respeto a las maestras, entonces podía irme con las demás a descansar, a cantar en la oscuridad, a hacer cuentos o alguna maldad propia de la edad.

La segunda semana me tocó en la brigada de la limpieza de los albergues, que tragaba mucho polvo al barrerlo y me dolía la garganta después, también la espalda, de cargar tantos cubos de agua para el baldeo del piso de concreto. Las últimas semanas me mandaron a limpiar las letrinas, el más desagradable de todos los trabajos, pero que yo prefería porque requería poco esfuerzo y era al que menos horas había que dedicarle.

Muchos de los que fuimos al campo con la escuela cuando éramos adolescentes por querer abandonar el país, llegamos a Estados Unidos largo tiempo después, casadas, con hijos, como le pasó a Dalia Piquera, Maritza Cabrera y a mí, cuando ya no exigían este requisito para emigrar.

«Recordad que el objeto de la educación es formar seres aptos para gobernarse a sí mismo, y no para ser gobernados por los demás.»
SPENCER
La Escuela en el Campo

V.- Conclusión

EL EXPERIMENTO de «La Escuela al Campo» al parecer no rindieron los frutos económicos que el gobierno deseaba, por el contrario, disminuyó la producción y las técnicas de cultivos fueron seriamente dañadas, pero esto bien poco importó a los comunistas, ellos había logrado el principal propósito: alejar a los adolescentes de la influencia de los padres, subyugarlos a su voluntad y lavarles el cerebro.

Por eso, en la década de 1970, comenzaron el proyecto más acariciado: tener todas las escuelas en el campo. Sin dejar de llevar «la escuela al campo», comenzaron a fabricar «las escuelas en el campo», y valga la redundancia. O sea, que los estudiantes vivirían en el colegio todo el curso escolar, los padres no irían de visita semanalmente a supervisar cualquier irregularidad, sino que los muchachos son los que salen de pase el sábado y regresan los domingos. Después, no les quedó más remedio que permitir que algunos de los padres fueran los miércoles una hora en la noche. Los hijos al recibirlos, sin ni siquiera saludarlos y saber cómo estaban, todos les hacían la misma pregunta: ¿qué trajiste de comida?.

Las «escuelas en el campo» no tienen mucha diferencia con las que ya les hemos relatado, a no ser en las condiciones de la edificación, un poco más agradable a la vista, con aulas para las clases, electricidad, campos deportivos, pero la falta de higiene y la mala alimentación son basadas en el mismo patrón, casi siempre faltaba el agua o si no los ingredientes para limpiar. Además de los «mira huecos» o «rescabuchadores», que se hicieron más populares en estas escuelas en el campo que tenían albergues mixtos.

Siempre he sentido pena por la juventud y la niñez de Cuba comunista, los que más sufren la ineptitud del sistema y su constante represión, a la edad que en la mayoría de los países libres están llenos de ilusiones y sueños, cuando se comienza a labrar el futuro y disfrutar de la independencia que ofrece el capitalismo, —aunque algunos no la sepan interpretar correctamente.

Me duele que todavía en mi país se abuse de esta forma de los niños y jóvenes para colmo, la prensa controlada castrista tuvo el cinismo de publicar que en el curso escolar de 1996-97, 700,000 niños de primaria irían a la escuela en el campo para cumplir con las labores de la limpia y siembra de la caña de azúcar, que son niños menores de 12 años. Cada día recrudecen las metas y bajan más la edad para mandarlos a trabajar, ya hasta los niños de primaria son expuestos a trabajos tan abusivos, y ninguna organización mundial de las que se dedican a vigilar la explotación de la niñez ha acusado tan denigrante sistema en Cuba.

A algunos niños y jóvenes que los padres pudieron sacar al exterior a tiempo, librándolos de semejante atropello, los he escuchado muchas veces quejarse de lo que sufrieron en el exilio, acusando a sus progenitores por ésto sin embargo, debían estar eternamente agradecidos de haberlos librado de este horror, y de muchos otros que allí han padecido sus compatriotas.

La escuela ‘al’ campo y ‘en el’ campo nos prueba una vez más, que los comunistas son unos mentirosos consuetudinarios, que las maravillas de la educación es un mito, y el cacareado estudio gratuito ha sido un cuento más de los que ellos acostumbran a hacer, porque se lo sacan al estudiante con creces.

Me contó Ana María Mirabales que en la década de 1980, en el interior de la isla en los pueblos pequeños como el de ella (Guayos, Las Villas) se quitó los preuniversitarios y el que quería estudiar una carrera universitaria, tenía que ir obligatoriamente a la ‘escuela en el campo’. No bastándole ésto, después de graduarse de la universidad trabajosamente o de un curso técnico, los hacen cumplir dos años de servicio social en el campo (siempre el campo) lo que se llama el pos-graduado que a veces es más tiempo, para ganarte más adelante un puesto de trabajo donde lo dispusiera el gobierno. Muchas veces el empleo único que consiguen no tiene nada que ver con lo que estudiaron, mucho menos independizarse y tener esperanza de poner un negocio propio, pues el dueño de todo es el Partido Unico y su guía.

Ya a finales de la década de 1980 a los estudiantes de los preuniversitarios los separaban o expulsaban si no participaban del plan La escuela al Campo. Para estos casos aplican la resolución 715, que bien claro obliga a los que no laboran gratuitamente en el campo no pueden seguir estudiando, por eso se ha repetido hasta el cansancio La Universidad es para los revolucionarios.

Si a los niños y jóvenes de la Cuba Castrista se le hubiera dado la opción de escoger, nunca estuvieran pagando por sus estudios con el agobiante trabajo en la agricultura y reclamarían una enseñanza verdaderamente gratuita como se instituyó en la era de Cuba republicana antes de 1959. Leer lo que quieran, escribir lo que les inspire, creer lo que sientan, hablar sin miedo, pensar e ir a donde les plazca, soñar con un futuro mejor, tener ilusiones propias de la edad, todo esto está vetado desde que Castro llegó al poder por eso, es que pierden la dignidad, porque se les humilla obligándolos bajo la voluntad de lo único que autoriza el poder totalitarista. Con este sistema los padres pierden su Patria Potestad, pues no pueden decidir qué es lo mejor para sus hijos, ni prohibir siquiera que los abusen física y sicológicamente. Véase específicamente los artículos 35 y 38 de la Constitución socialista, en sus capítulos IV "Familia" y V "Educación y Cultura" y en el 39 incisos a y c. Se pueden revisar además los estatutos de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) y las disposiciones del Código Penal y Código de la Niñez y la Juventud, por si fuera poco se viola de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la que Cuba es firmante, especialmente el artículo 26 inciso 2.

Concluyendo. Mi amigo Tony, terminó el primer año increíblemente con «ladillas», mi cuñada Teresa regresó picada de chinchas, y yo además de amebas en los intestinos, tuve hongos en los oídos y se me reventó la cabeza por el polvo de DDT que me pusieron para combatir la epidemia de piojos que se desató, algo inadmisible para mi madre, que siendo campesina por naturaleza nunca los conoció antes de que Castro tomara el poder, además, de que jamás trabajó la tierra, porque eran labores para los hombres solamente. Esto también prueba dos cosas más, primero, que las mujeres no eran tan avasalladas por los capitalistas como nos decían en las escuelas castristas y como son humilladas bajo su yugo, y segundo, que en salud pública ellos también les han tomado el pelo a los ingenuos o a los desconocedores de la verdad.

Desde antes de Fidel, el estudio fue gratuito en toda Cuba, hasta en los últimos rincones del campo, como donde vivía mi madre, —aunque tenía que caminar 4 Km— allí le regalaban la merienda. Nunca le exigieron, ni siquiera le pidieron, que limpiara la escuela, mucho menos que hiciera trabajos agrícolas. Esto lo repito para aquellos que como yo, tuvieron la desgracia de ser educados bajo los dogmas marxistas, que la verdadera historia se cambió a su conveniencia, y no han tenido la oportunidad de enfrentarse con la realidad.

Siento mucho que todavía no existan libros que hablen de estos lamentables hechos. Es algo ilógico que a través de tantos años se vea todo esto como algo natural y hasta maravilloso, cuando ha sido apabullante, desquiciante y brutal.

Con las ‘escuelas en el campo y al campo’ pasa lo mismo que con el Servicio Militar Obligatorio, se pueden llenar largos tomos de historias increíbles, de niños que perecieron por negligencias, por falta de atención médica, por los abusos y los excesos cometidos. Algún día tienen que ser registrados por la historia. No pueden quedar en el silencio eterno.


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