Por
Leonardo Rodriguez
Es
melancólico, por no decir deplorable, que el destino
de un poeta sea valorado más en términos políticos
o históricos que propiamente poéticos.
A Heberto Padilla le ha tocado en suerte esa ingrata valoración,
mucho antes por cierto de su reciente muerte. Cuando alguien
lo entrevistaba o se refería a él, era inevitable
el comentario acerca de aquella ridícula y degradante
escaramuza del gobierno castrista que fue encarcelarlo por una
supuesta, impuesta traición a la patria: emitir opiniones
y críticas adversas al "proceso", de modo velado
(¿desvelado?) en sus poemas y de forma dizque alevosa
entre visitantes.
Primero
la sentencia y luego el veredicto, dicen que dijo el barbudo
rey rojo de verde oliva. Eso ocurrió en 1971, y significó,
como se ha dicho hasta el hartazgo, el cisma entre muchos intelectuales
y la revolución caribeña. También —nada
de qué asombrarse— sembró enconos e inquinas
entre escritores. (¿Habría que decir entre cándidos,
cínicos y desengañados?) Es un episodio sin duda
insoslayable en la historia intelectual de Latinoamérica,
pues reveló, con santos, señas y santones, la
catadura moral de más de uno —incluyendo por supuesto
al poeta cautivo—. Ya en 1961, con la prohibición
de un documental de la noche habanera, cautiva de sones, y del
suplemento cultural Lunes de Revolución, dirigido por
Guillermo Cabrera Infante, el hacha del nuevo censor comenzaba
a afilarse. En la tristemente célebre "Reunión
con los intelectuales" (donde se dijo aquello de "Con
la revolución todo, contra...", etc.), la voz temblorosa
de Virgilio Piñera habló por unos cuantos: "Yo
sólo quiero decir que tengo miedo".
Padilla vivió casi diez años en lo que él
llamó el inxilio, exilio interior, custodiado día
y noche por la Seguridad del Estado, hasta que en 1980 (el mismo
año en que salió en el Mariel Reinaldo Arenas),
después de numerosas gestiones y humillaciones, se le
permitió salir de la isla. En la hora de su muerte en
Princeton, donde daba clases y sobrevivía a la sobrevida
que ya traía a cuestas, no hubo noticia que no estuviera
encabezada, o hasta íntegramente signada, por el escorzo
político. Su poesía pasó a un respetable
segundo plano. Es cierto que muchos parecieron —y parecen— no
darse por enterados de lo que indicaba aquella situación,
o la quisieron entender como una excusable "crisis de crecimiento",
pero el anecdotario de cualquier escritor, por significativo
que nos parezca, nunca debiera opacar lo que en realidad cuenta,
los poemas, los escritos, la palabra bajo ninguna servidumbre.
Los poemas de Padilla, como los que figuran en El hombre junto
al mar o El justo tiempo humano, descreídos, irónicos,
descaradamente tiernos —¿o es tiernamente descarados?—,
son no sólo atendibles sino muchas veces maestros y conmovedores.
Padilla es una rara ave en la poesía y la literatura
de su país, donde el desenfreno barroco, convertido hace
rato en "banquete canónico", tiene
sazones tan ricas y diversas como las de Martí, Lezama
Lima, Cabrera Infante o Severo Sarduy. A quien más se
acerca en ese ámbito insular, y es cercanía más
de gustos y filiaciones que de registro y expresión,
es a Emilio Ballagas, el poeta —tan olvidado— de
aquella hermosa, sensual "Elegía sin nombre".
La palabra de Padilla no es proliferante y excesiva (hipertélica,
diría Lezama, hablando de la palabra que trata de ir
siempre más allá de sus límites) como la
de la mayoría de sus coterráneos, sino sosegada
y precisa, con cadencias de lengua hablada y vívida iconografía
de la memoria —compasiva, despiadada hilandera—. El otro destino
de Padilla está en ese almanaque deshecho de poemas,
que aun después del poeta haber salido del juego de la
vida siguen diciendo su verdad —y siempre algo más que
la verdad—.
La
memoria debe ser como un lienzo
cuarteado.
Todas aquellas caras son brochazos.
Mis ojos
se hunden en una luz grasienta, de óleo.
.......
¿Los recuerdos son cuadros?
¿O uno quiere que sean como cuadros?
Y si lo fuesen
¿no serían más bien
lienzos abandonados entre la telaraña?
Pero mi madre es real
—sólo ella—,
metida en esa luz difícil, trabada
en líneas imborrables,
tendiendo los manteles
para una cena a la que nadie irá.
("Álbum para ser destruido por los indiferentes",
en El hombre junto al mar.)
Esa
cena en que la madre es la solitaria maestra de ceremonias,
como las evocaciones y las despedidas de la infancia o el amor
que resiste a "vientos acres, como salidos de las ruinas",
nos habla desde una esencial compasión hacia la vida
y sus afectos fundadores, pero también de una no menos
elemental impiedad del tiempo —ese titán—
y otros avatares. La memoria debe ser como un lienzo cuarteado.
Sería ocioso levantar el inventario de escritores y artistas
que se han visto devorados por el prurito historicista aludido
al comienzo, que los desarraiga de su ámbito y los convierte
en gente de cuyo oficio es mejor no acordarse. Menos habitual
es el comentario acerca de la imagen del poder en la literatura.
Desde Scherezade, acuciada de muerte por aquel sanguinario sultán,
hasta el pataleo del escarabajo kafkiano, el poder es visto
como obstáculo, amenaza, sofocación o terror.
Lo que para la narradora memoriosa y fabulante de Las mil y
una noches era el sultán, o para Kafka el orden mismo
del mundo, para Heberto Padilla era la Historia, diosa abstracta
pero no menos opresiva.
A veces ese sultán es uno de los nombres del tiempo,
a veces Scherezade cuenta un solo cuento en el que habla a solas
con las voces y presencias que lleva consigo, que la unen —nos
unen— a la vida, como una respiración.
Los dones del tiempo humano —como lo siente y ve Padilla—
no sólo no han sido justos sino, a menudo, despiadados.
No es el tiempo del abrazo sino del exilio, de la errancia.
De allí que las figuras míticas que aparecen reiteradamente
en sus poemas, incluso en los momentos de mayor ilusión
con el advenimiento del justo tiempo humano, sean desplazados,
no sólo geográficos sino espirituales: el errante,
el saltimbanqui, el juglar. Si "en el errante está
el dolor", el bufón aparece haciendo burlas a cualquier
juicio, y el juglar, conjugando en sí mismo los retazos
de voces errantes. Pero no sólo ellos, también
el niño, el fulano enterrado dentro de nosotros mismos,
da voz al desconcierto.
No te fue dado el tiempo del amor
ni el tiempo de la calma. No pudiste leer
el claro libro de que te hablaron tus abuelos.
Un viento de furia te meció desde niño,
un aire de primavera destrozada.
¿Qué viste cuando tus ojos buscaron el pabellón
despejado? ¿Quiénes te recibieron
cuando esperabas la alegría?
¿Qué mano tempestuosa te asió cuando extendiste
el cuerpo a la vida?
No te fue dado el tiempo de la gracia.
No se abrieron para ti blancos papeles por llenar.
("Dones", de El justo tiempo humano)
En un poema de El hombre junto al mar habla de dos figuras míticas
contrapuestas: el general y el juglar. El primero tiene sus
órdenes y sus ejércitos, el segundo su palabra
y su canto. Al juglar de Padilla no se le escapa
que se trata de un "combate teatral", de una representación
que puede ser dramática, farsesca, trágica o cómica,
o todas esas cosas juntas. Dice al final del poema: "General,
yo no puedo destruir sus flotas ni sus tanques/ ni sé
qué tiempo durará esta guerra;/ pero cada noche
alguna de sus órdenes muere/ sin ser cumplida/ y queda
invicta alguna de mis canciones." Si no es el mejor poema
de Padilla —yo recuerdo con admirada conmoción
otros como "La promesa" o "Casas"—,
presenta ese conflicto que encontramos en casi toda su poesía,
un nudo que más que desenlace tiene amarras con eso que
aparece invicto en la canción: el afecto amoroso, las
voces mudas de la infancia, ese territorio de apariciones y
del primer exilio.
Ni
vencedor ni profeta, el juglar se conforma orgullosamente con
ese talego de voces que es lo primero que se lleva de sus mudanzas,
de su tránsito. "Nunca puedo evitar que en las horas
menos pensadas/ reaparezca una casa donde viví de niño.
[...] Siempre mudándonos de casas/ (en la infancia y
después)", dice en "Casas", también
de El hombre junto al mar.
Hace poco leí que Stalin, al tomar plena posesión
de su trono, mandó matar a los cantores ciegos que deambulaban
por Rusia. Es la imagen casi arquetípica del tirano acallando
voces errantes, desbaratando memorias, vaciándolas o
sepultándolas. El juglar tenía fama de "cantarle
las cuarenta" a los poderosos, de profanar los oficios
o rituales más solemnes —no por azar ha sido también
bufón, fool, con frecuencia de cuerpo y alma contrahechos.
También de ser vehículo propicio de propaganda.
Lo vemos ensalzando banquetes, llevando y trayendo viejos y
nuevos cuentos, dándole voz tanto a las fiestas de guardar
como a las de solazar. Su canto es a veces de mendicidad e indigencia,
como el de los cantores ciegos, otras de jubiloso o melancólico
cortejo, alguna vez de lirismo o épica de corte. Si bien
la figura no ha perdido esa ambigüedad (no hay gobierno
que no tenga su cantor, su poeta y su intelectual), Padilla
miró al aspecto más íntimo y desacralizador
del juglar.
Frente al poder, cualquier poder, las palabras juglares juegan
un papel disolvente, demistificador, con el solo hecho de hablar
de pasiones, visiones y situaciones ajenas a sus valores. "Dios
dio al Pope; el diablo, al juglar", dice uno de los monjes
de Andrei Rublev, la película de Andrei Tarkovski, al
presenciar las obscenidades y las burlas macarrónicas
de un bufón a quien luego unos guardias se llevan preso.
La vieja imagen del poeta desterrado de la República
platónica es bien significativa. El poeta, ante la rígida
univocidad del legislador, miente, urde cuentos que son siempre
de fantasmas y está tan loco que a veces hasta parece
que habla solo. Escribir, a menudo, es aprender a hablar solo,
hablarle al intruso, o los intrusos, que nos habitan y habitan
la lengua de nuestros hábitos, y hacen de vez en cuando
su excursión en el poema, en las mil y una noches del
decir. Pero en realidad el poeta nunca está del todo
solo entre las palabras. La poesía colinda con la comunión
y la fiesta, aunque de un tiempo para acá la duda, santo
y seña del que se sabe entre equívocos y ambigüedades,
dejó de serle un pariente lejano. A menudo saca la lengua
para retorcerla y decir las cosas al revés
o a medias o entre comillas o, incluso, entre silencios. Sus
palabras no hay que tomarlas al pie sino en la danza y andanza
del decir, en lo que mueven y remueven.
La antigua noción de que la poesía es un trastorno
del espíritu y el poeta un loquito que habla cuando alguien
le habla al oído, ya sea ángel o demonio, quizá
no esté del todo descaminada. (Aquí también
podríamos hablar de cierto ratón fantástico
de una canción caribeña, cuyo estribillo dice:
"Échale semilla a la maraca pa'que suene".)
En todo caso, el contacto sensitivo y gozoso con la palabra
nos descubre que quien habla por boca de un poema es otro —las
semillas, si hay maracas y si hay semillas, de la lengua—.
Pero si el yo del poema o de la novela es otro, rompiendo nuestras
habituales señas de identidad, el poeta o el novelista
es, como dice Octavio Paz, un don nadie —o un difuso,
infuso, intruso maestro de ceremonias—. Su decir, su vivir
(dar voz poética o ficcional al otro) es también
una representación —o una presencia hecha de palabras,
una voz—.
A quien esto parezca mistificar en tierra abonada, sólo
piense en lo mal que la han pasado aquellos que en regímenes
totalitarios, y aun en muchas sociedades democráticas,
han logrado decir y transfigurar lo más común,
íntimo e imponderable, que es siempre lo excepcional.
Los personajes de Milan Kundera, digamos, con su humor y su
memoria de afectos, amores, desamores, vacíos y exilios,
lo saben muy bien. Esa memoria es, frente a la Historia que
borra nombres y acalla voces, una mala memoria. Heberto Padilla
vivió ese conflicto en carne y palabra propia. Su poesía
es el testimonio de una vocación que se confunde con
un desamparo y también con la ambigua, perpleja carcajada
del bufón que sólo tiene que decir lo que casi
nadie quiere escuchar |