Por
Ángel Santiesteban
Era
un mediodía del verano de 1991 y el poco aire de mar
que entraba por la callejuela del puerto levantaba una brisa
caliente que se entretenía jugando entre las grandes
columnas del casco histórico de La Habana, para luego
subirse a los árboles de la Plaza de Armas; traía
olores de salitre, petróleo y pescado rancio que iban
a confundirse con las fétidas aguas del foso del Castillo
de la Fuerza. Varios jóvenes que asistían, como
cada año, al Seminario de Verano para narradores, los
escritores noveles del país, aquellos que después
llamaron novísimos, estaban sentados en un banco del
parque. Tenían la mirada perdida y el rostro tenso. Quizá
observaban la Giraldilla, el Cristo, los cañones de La
Fuerza, o la gran muralla de La Cabaña, tal vez mirándose
adentro, buscando qué otra cosa hacer para darle sentido
a la vida: "el cuento se les había acabado".
El
Período Especial sacudía el país con una
potencia de cinco en la escala de Richter, en La Habana, y de
siete para las demás provincias. Lo más importante
para el Estado era, objetivamente, garantizar a la población
un pedazo de pan y alguna vianda. La era de los libros quedaba
atrás, las imprentas cerraban, editores y linotipistas
aguardaban en sus casas tiempos mejores.
El
grupo de muchachos, que no rebasaban los veinticinco años,
sentía que la vida y los sueños se escapaban sobre
una balsa más. Tenían las gavetas llenas de obras
inéditas y todo tiempo futuro prometía ser peor.
Hablar de “literatura” se había convertido
en un lujo cada vez menos permitido.
Alguien
caminó hasta el restaurante La Mina y los otros lo siguieron,
miraron hacia la calle Obispo abarrotada de personas que transitaban
como hormigas en busca de algún alimento para llevar
a casa. Tomaron asiento. El mesero se acercó y dijo que
para estar sentado había que consumir, y para ofertar
sólo tenía infusión. Varios movieron los
hombros, alguno asintió, y el hombre con el delantal
sucio se retiró.
Amir
Valle preguntó qué hacer y el resto quedó
callado. La respuesta era difícil y, evidentemente, todos
la temían, pues asumirla podría cambiarles el
futuro.
Daniel
Morales miraba obsesivamente el agua de la bahía a través
de un angosto callejón. Tenía un sueño
recurrente: aparecía sobre una balsa y siempre despertaba
desesperado porque no sabía dónde estaban su mujer
y su hijo; hasta en el sueño evitaba pensar que habían
caído al mar y abría los ojos antes de que sucediera.
Alberto
Garrido aseguró que el mar no era el camino; la clave
era buscar, afianzarse a algo más sólido. Guillermo
Vidal interrumpió para agregar que, por lo menos, a algo
más espiritual.
Días
antes habíamos ido con Garrido, en un viaje imprevisto,
a despedirse de su padre. De regreso, venía triste, miraba
hacia lo lejos a través de la ventanilla del ómnibus.
Inútilmente intenté alcanzar qué le llamaba
la atención, su vista se perdía como un barco
a la deriva. Nos contó la manera en que soportó
que su padre se largara de la casa. Ahora se iba de la casa-grande.
No pudo decir cuál momento le dolía más.
Ángel
dijo que no escribía para publicar, pues a la mayoría
de los escritores no les publicaban en vida. Sindo Pacheco hizo
un gesto de fastidio: así no tenía sentido escribir.
Torralbas lo apoyó. Ronaldo Menéndez comenzó
a disertar sobre el movimiento de la plástica, el cual
se encontraba en peores condiciones que el nuestro. Roger Vilar
lo interrumpió para preguntarle a Marcos su criterio
y éste respondió encogiendo los hombros: estaba
muy entretenido con un viejo medio enloquecido que cambiaba
una moneda con la imagen del Che por un billete con la de Washington:
“one dollar, carita del Che”, ofrecía como
intercambio de recuerdo, y los turistas se alejaban del anciano
que los perseguía con voz temblorosa. Marcos sonreía
ofreciendo la sensación de que nada le importara. Roger
aseguró que cualquier alternativa era mejor que la actual.
Agustín aprovechó para hacernos saber que negociaba
con antiguos relojes de péndulo.
El
mesero regresó con la infusión y fue depositando
los vasos delante de cada uno. Calcines hizo la historia de
su detención, cuando lo confundieron con un delincuente.
Michel Perdomo propuso hacer una declaración de principios
y recoger las firmas de los intelectuales. Guillermo alertó
que no debíamos confundirnos, el arma de los escritores
es la literatura.
En
esta ocasión, Guillermo había llegado alarmado
a La Habana. Tras terminar la universidad, su hija no quería
regresar a la provincia. Demasiada miseria, le dijo al padre,
y se mantenía alquilada en un barrio de Playa. Por esos
días, no tenía cómo pagar el arrendamiento,
así que esa tarde nos vaciamos los bolsillos y saldamos
la deuda, más dos meses de pago por adelantado.
Luego
de un silencio profundo, Camilo Venegas, como si encontrara
la solución mágica, aseguró que sólo
quedaba una puerta: el exilio es como un tren que llega de imprevisto,
y, luego de bañarnos de vapor, parte, hasta que se nos
pierde de vista el andén, aseguró. Para Camilo
éramos sólo una corriente de agua que cruzaba
varias generaciones. Mencionó a Cabrera Infante, Gastón
Baquero, Padilla, Reinaldo Arenas, Abilio Estévez y tantos
otros, que si fueran gotas de lluvia, podríamos hacer
una tormenta, dijo. Generaciones que se nos mueren, transitan
su vida hacia el último exilio. Somos la cuarta generación
de emigrantes, y terminó Camilo con voz apagada.
No
quiero irme, dijo Amir. Hacía pocos meses sus padres
habían vendido su casita en Santiago para ir tras él,
ya en La Habana desde unos años antes. El dinero de la
venta no alcanzaba para comprar algo pequeño en la capital.
Vendimos algunas cosas importantes que, ante la urgencia, dejaron
de ser trascendentes: reunimos lo que faltaba y logramos que
se quedaran.
Sindo
extrañaba a su familia y deseaba regresar a Cabaiguán;
su recién descubierta diabetes lo trastornaba; de repente,
extrajo una jeringuilla, con rara habilidad le colocó
una dosis de insulina y se pinchó la barriga. Michel
no quería mirar aquel ritual y rompió el silencio
para asegurar que no tenía sentido aquel Seminario de
Verano, era el intento fallido de una cultura que languidecía.
Cuando
Sindo venía con su mujer a los turnos médicos
y se quedaban en nuestras casas, en tiempos donde no se podía
adivinar qué comeríamos ese mismo día,
el resto de los escritores amigos nos manteníamos atentos
a su dieta balanceada. También se quedó en nuestras
casas cuando esperaba una lancha que vendría por las
costas cercanas a la capital a recogerlo con su familia. La
lancha, como los sueños, nunca llegó.
Para
Jorge Luis Arzola, siempre alegre de venir a “la gran
ciudad”, ya no le era una fiesta, como siempre reiteraba
cuando lo paseábamos. Aseguró que nada sería
igual. En esta visita lo acompañamos a varios turnos
médicos. Quería cerciorarse de que los golpes
recibidos de la policía, mientras participaba en un evento
literario, no le dejarían secuelas. Vimos los moretones,
las marcas de los dedos y nudillos que parecían tatuajes
en su cuerpo deshecho. Contó cómo después
de encerrarlo en una celda, en plena noche, un policía
lo sacó y volvió a golpearlo hasta dejarlo sin
conocimiento.
Nunca
más fue el mismo. El rencor se le metió dentro
y la herida no se cerró.
Ángel
recordó que a las dos debíamos regresar al seminario.
Seguramente nos estaría esperando algún escritor
mediocre, de aquellos a los que nunca tomaron en cuenta. Todos
sabían que los verdaderos, los maestros, de alguna u
otra forma se agenciaban viajes al extranjero para paliar la
crisis. Los jóvenes decidieron no regresar, caminarían
por el Malecón hasta cansarse. Se sorprendieron con los
ojos humedecidos. Michel habló de un brindis con lágrimas
por una literatura difunta; quiso reír pero le salió
una mueca. Nadie en la multitud reparó en aquellos jóvenes
con el rostro húmedo. Nadie supo tampoco que era una
despedida.
En
el espacio que separaba la casa de Michel Perdomo de la de sus
colegas más cercanos, se hizo cotidiano el intercambio
de alimentos. A veces, venía con dos huevos, otras, le
llevábamos pescado. En las tardes, sobre la azotea de
su casa, compartíamos nuestros últimos cuentos
hasta que nos sorprendía la oscuridad. Michel siempre
estaba triste. La insatisfacción se apoderaba de su ánimo
hasta crearle una mirada rencorosa que luego volcó sobre
todos y sobre él mismo.
En
un intento casi desesperado por levantarnos el ánimo,
Amir habló de la posibilidad de tiempos mejores y mencionó
su experiencia literaria con los testimonios de los palestinos.
Guillermo aseveró que escribir era la única forma
de esperar. Daniel dijo que en algún momento se aborrecería
a sí mismo por andar escondido como un caracol; la función
del escritor es social. Nada puede hacerse, afirmó Calcines;
demasiada realidad. Después, todos se fueron levantando.
El mesero, extrañado, los vio marcharse en dirección
al mar, “siempre el mar”, recogió el dinero
y los vasos sin probar y los llevó a otra mesa.
De
aquel encuentro han pasado casi veinte años. Cuando en
la década de los 90 pensábamos que la prisa de
nuestras vidas y las catástrofes sociales habían
llegado al límite soportable, desconocíamos que
sólo nos hallábamos al comienzo de una espiral.
Quizá
sea cierto que el de 2008 sea el último verano para muchas
cosas en La Habana, aunque la experiencia de los últimos
50 años nos obliga a ser escépticos. Nadie puede
saberlo, porque la velocidad de los acontecimientos no permite
reparar en los del día anterior.
El
calor en la ciudad continúa siendo intenso. El vaho caliente
que entra por las callejuelas del puerto sigue levantando una
brisa que abraza las fatigadas columnas del portal del Palacio
del Segundo Cabo, devenido Instituto Cubano del Libro, y acaricia
los viejos adoquines. Otra vez, su pórtico recibe la
llegada de una nueva obra: el lanzamiento al mundo de las letras
de un posnovísimo es el acontecimiento más importante
del día. A mi alrededor, resguardándose detrás
de una columna, me acompaña un grupo de intelectuales:
los más viejos y comprometidos, y los más jóvenes,
aún sin las alas desplegadas, pero con miradas intensas
y ambiciosas. Me recuerdan una vieja foto de mi generación
o, tal vez, las de toda generación que comienza.
La
editora hace un largo paneo por nuestra historia literaria y,
por supuesto, salta de esa generación comprometida que
hoy asiente con la cabeza en cuanto los mencionan, a la del
autor del libro que se presenta. Y pienso en los “innombrables”,
en ese grupo de escritores que compartimos más que nuestros
sueños por la literatura, cada idea por encausar una
adolescencia que, desde entonces, pugnaba por jugar con nuestro
destino.
Y
miro los bancos del parque, ahora vacíos. Observo la
Giraldilla, el Cristo, los cañones del Castillo de la
Fuerza y la gran muralla de La Cabaña y, como tantas
veces, vuelvo a mirarme adentro, buscando mis ruinas.
El
Período Especial continúa sacudiendo el país,
ahora con un grado menor en la escala de Richter si lo comparamos
con los años 90. Probablemente, ya nos hayamos resignado
a un temblor perpetuo. Las imprentas han reabierto, y los editores
inauguraron la era de las Riso. Los libros han vuelto a aparecer,
y la Feria se ha extendido por todo el país en la gran
fiesta que es.
El
viento continúa oxidando los cañones y desgastando
la muralla de las fortalezas. El tiempo sigue pasando sobre
nuestras vidas; pero, en su mayoría, el grupo de muchachos
de mi generación ya no está dentro de la Isla.
Reabiertos ahora los debates sobre aquel funesto período
de los años 70, el quinquenio gris, quiero recordar que
muchos años después nuestra generación
también ha padecido las consecuencias de una errónea
“política cultural”. Y no me acostumbro a
la ausencia de aquellos jóvenes narradores. Siempre los
recuerdo:
A
Daniel Morales, unos meses antes de decidir que se iría
del país, de su querido Camagüey, lo sacaron detenido
de su casa para interrogarlo: cometió el delito de ser
visitado por muchos de los intelectuales de la ciudad; mientras
lo iban bajando por la escalera, su esposa, con el niño
en brazos, le gritó que se portara como un hombre. Luego,
lo de siempre: ya no pudo dormir sin sobresaltos. La prosa dejó
de fluir. No abría la puerta cuando sus colegas querían
conversar, y las discusiones con su esposa sobre la oscuridad,
el miedo y la insoportable vida oculta se acrecentaron.
Carlos
Calcines jamás había pensando irse de la Isla,
hasta que él y su hermano fueron detenidos por la policía
en la calle G, en una redada contra homosexuales y conducidos
a una estación de policía. Por mucho que explicaron
que estaban de vacaciones, pues estudiaban en la Unión
Soviética, siguieron mirándolos como inmorales.
A Carlos, un pánico se le metió dentro, tanto,
que cuando nos contaba lo sucedido, sentíamos que nada
peor podía ocurrirle; tan creíble era aquel miedo
a nuestros veinte años.
Después
de tantas entrevistas y persecuciones, a Marcos González,
que pertenecía a los “Seis del ochenta” (1),
lo abandonó el narrador que llevaba dentro. En un evento,
a finales de los 80, lo convencimos para que escribiera algo.
Se acostó en su cama y lo vimos crear un capítulo
de una supuesta novela que nos pareció fabulosa. Antes
de dormir nos leyó el texto. Su prosa, tan fresca y profunda,
nos alentaba a escribir más y mejor. Y felices conciliamos
el sueño.
Al
amanecer, me desperté con sus sollozos.
—¿Qué
pasa, Marquito? —le pregunté.
Levantó
los hombros y se quedó mirando fijamente al piso. Allí
estaban las hojas hechas pedacitos.
—No
puedo —me dijo.
—Pero
si ya estaban escritas —intenté protestar.
—Entonces
no debo continuar… Es mejor así, por el bien de
todos.
Eso
fue lo último que leímos de él.
A
Michel Perdomo lo invitaron a un congreso de escritores en España,
pero debía pagarse el pasaje. Desde Miami, su padre,
emigrado unos años antes, le advirtió que sólo
podía contar con él en esa oportunidad. Si no
la aprovechaba y regresaba a la Isla, podía dar por seguro
que se moriría de hambre, porque no lo ayudaría
más; se negaba a pasarse el resto de su vida manteniéndolo.
Michel sabía bien lo que era el hambre. Se fue del país
en su mejor momento como escritor.
Por
esos meses, Agustín enloqueció como consecuencia
del Período Especial; la poesía le comenzó
a parecerle intrascendente. Un día, se echó alcohol
sobre el cuerpo, quiso encender un fósforo para luego
tomar una determinación, decidir en el último
momento; pero al primer contacto con la lija, una ínfima
chispa lo hizo despertar de su enajenación. Ya no pudo
hacer nada.
Guillermo
Vidal, el narrador más constante y publicado de nuestra
generación y el más importante de su provincia,
Las Tunas, se reía, a pesar de los pesares, de cada humillación
que le hacían. Era profesor, y no lo amilanó que
en los años 80 lo expulsaran del Instituto Pedagógico.
Su escritura continuó creciendo a pesar de los pronósticos
oficiales. No le importaba ser obviado allí, en su tierra,
por quienes entonces dirigían la cultura. Él seguía
divirtiéndose con todas esas miserias humanas. Luego,
cuando aún no se sabía enfermo, lejos de su familia,
ingresado en un hospital de La Habana, no le faltaron amigos
ni comida. Él sabía muy bien que aun después
de su muerte, esos que lo habían despreciado, tendrían
que seguir cargando con sus libros.
José
Mariano Torralbas, otro de los “Seis del ochenta”,
apenas escribió después de los muchos sustos que
le dieran sus perseguidores. Cansado de sí mismo y de
todos, cogió por el cuello al político de la escuela.
Lo expulsaron inmediatamente. Y dedicó seis años
de su vida a vender paleticas de helado; entonces, como en su
conocido cuento, temiendo dejar marchar su último tren,
aunque el destino no fuera Londres, pidió ayuda a los
amigos, vendió su televisor, y se pagó un pasaje
a Las Vegas.
Sindo
Pacheco, en lo que era para muchos su mejor momento, se había
alzado con el Premio Casa de las Américas; se convirtió
en el primer escritor cubano en cobrar en dólares, toda
una fortuna para esos años de miseria; pero nada mermaba
su obsesión de irse del país; era como una asfixia
que cada vez lo sofocaba más. Cuando le otorgaron la
medalla por la Cultura Nacional, en reconocimiento de su labor
intelectual, ya no le interesaba recibirla. Un viaje le apremiaba.
Cuando en el acto oficial dijeron su nombre, todos miraron a
ambos lados. Ya no estaba en la Isla.
A
Amir, el más prolífico de nuestra generación,
también perteneciente a los “Seis del ochenta”,
no le importó nunca ser sacado de las aulas de la universidad
para ser interrogado y escuchar qué se podía hacer
y qué no; pero, sobre todo, qué se podía
decir y qué no. A pesar de los pesares, escribía
desaforadamente en un cuartico de Centro Habana, tan reducido
como su espacio de publicación en la Isla. Con la espada
de Damocles sobre su cabeza, poco podía hacer. Al final,
lo abandonó todo. Hizo lo que menos quería: marcharse.
Con
Camilo Venegas fuimos al paradero de San Fernando de Camarones,
su amado pueblecito, recogió el viejo farol que tantos
trenes había visto partir y nos alejamos, lloroso él,
como presintiendo que tardaría muchos años, casi
la eternidad, en regresar. Antes de marcharse, pidió
pasar por el cementerio de Santa Isabel de las Lajas. No se
iría sin despedirse del Benny.
Si
tuviéramos que ubicar en un mapa a los escritores de
mi generación, que ya peinamos nuestras primeras canas,
se nos haría muy engorrosa la tarea:
Daniel
Morales se fue a Texas, y después de algún que
otro intento por escribir, desistió. Fueron locuras de
otros tiempos, dijo en una carta.
Alberto
Garrido se refugió en la religión como en una
coraza que lo protegería de cualquier maleficio humano.
Ahora es pastor de su iglesia y, como el último de los
mohicanos, continúa disciplinado en su oficio literario.
Por estos días, intentaron negarle el permiso de salida
cubano para viajar a República Dominicana, en visita
misionera y evangélica. Su literatura no es contestataria.
Su único delito es, quizá, la ingenuidad de creerse
en comunicación directa con Dios. Por último,
le exigieron, lo obligaron, a desarmar la iglesia, una casita
de madera vieja donde en las noches podían verse las
estrellas a través de cada hendija dispersa por el techo.
Temo que en cualquier momento me llegue la noticia de que abandona
el país definitivamente.
Sindo
Pacheco se fue a Miami, trabaja en un restaurante y escribe
hasta que el sueño lo vence, o quizá hasta que
un segundo infarto lo sorprenda.
A
Jorge Luis Arzola no le importó el nuevo apartamento
con luz eléctrica otorgado después de su premio
nacional. Hace su vida en Alemania.
Carlo
Calcines sigue por Brasil, alguien dijo que, a veces, venía
a visitar a su madre y que es un hombre rico.
Marcos,
el más loco y talentoso de nosotros, es un furibundo
economista, vive encerrado en una oficina atestada de papeles
llenos de números, con toda seguridad, para no sentir
la tentación de crear. Irónicamente, trabaja en
la sede del Instituto Cubano del Libro. Nunca más ha
conversado de aquella tan esperada novela; mejor leer a los
amigos, dijo para sellar el tema.
Michel
Perdomo, ahora, es un gordo que vive en Madrid con dos hijos.
Aún guarda su rencor.
Agustín
Medina vive perturbado con las quemaduras en su piel. Nunca
he vuelto a leer un texto suyo.
Guillermo
Vidal fue vencido por un cáncer en los pulmones. Por
mucho que luchó, supo que era el único combate
imposible de ganar.
Roger
Daniel Vilar, luego de convertirse en un exaltado militante
religioso, desistió y se casó con una señora
del Distrito Federal.
A
Ronaldo Menéndez, irreconocible en la última Feria
del Libro, pudimos identificarlo por la bondad de sus ojos grandes
y la ternura de su sonrisa; ha triplicado su peso. Contó
que es todo un profesor de una universidad española.
Torralbas
trabaja en un casino de Las Vegas y, hasta donde sabemos, no
escribe.
Amir
Valle vive en Europa y, ahora, según leemos por noticias
de alguna prensa digital, vende muchos libros y ha ganado varios
premios. Hizo declaraciones en España porque deseaba
regresar y las autoridades cubanas no se lo permitían.
Karla
Suárez cruzó, sin utilizar balsa, de Italia para
Francia, y tiene éxito con sus libros.
Ena
Lucía Portela vive su insilio en La Habana, como un fantasma
que nadie ve. Y lucha contra el tiempo que vence a golpes de
excepcional literatura.
Después
que lo despidieran de su trabajo, Roberto Uría quería
una sociedad donde pudiera llorar como Leslie Caron. Alguien
dijo que anda por Miami.
En
un encuentro de intelectuales en la sede del Instituto Cubano
del Libro, a Rolando Sánchez Mejías le prohibieron
la entrada, y nosotros, que no supimos reclamar su derecho,
vimos perderse en silencio su corpachón entre los árboles
del parque de la Plaza Vieja. Vive en Barcelona.
Andrés
Jorge también está en México, publica en
Alfaguara y dirige la revista Selecciones.
A
Antonio José Ponte lo separaron del gremio de escritores
por pertenecer al Consejo de Redacción de la revista
Encuentro. Ahora anda por España y alguien me ha dicho
que, finalmente, dirige esa revista.
Ricardo
Arrieta se fue a Estados Unidos.
Yosvani
Medina, después de convertirse en uno de los mejores
dramaturgos de Martinica, se fue para Miami y trabaja en una
editorial.
Verónica
Pérez Konina regresó a Rusia.
Alejandro
Aguilar vive en Nueva York.
A
José Manuel Prieto, lo encontramos en Madrid durante
el lanzamiento de una antología de Michi Strausfeld publicada
por la editorial Siruela.
David
Mitrani se fue a Italia un tiempo después de recibir
de manos del presidente un reconocimiento por su destacada labor
como joven escritor.
Odette
Alonso siempre envía un presente fraternal desde México.
Luis
Rafael Hernández se fue a España.
Alberto
Guerra, negro comunista con carné, hace mucho tiempo
renunció a su militancia, después que lo botaran
del lobby de un hotel por ser cubano. Iba a entrevistarse con
unos editores extranjeros. Al final, decidió ser como
su abuelo mambí, que luchó por la libertad; él
lo haría por la literatura, que es lo mismo.
Camilo
Venegas vive en Santo Domingo; añora sus trenes que guarda
con celo en la computadora o los sustituye por juguetes regados
en la repisas de su casa; rememora el vapor de las locomotoras
y el sonido de sus máquinas alejándose hasta perderse
con su largo silbato y sus vagones llenos de sueños,
frustraciones y de amigos. Sólo le queda el viejo farol
que alumbró generaciones de ferroviarios y que siempre
recuerda en las manos de su abuelo. El farol se había
quedado varado en La Habana y, para su sorpresa, lo rescaté
y se lo llevé hasta Santo Domingo, con la esperanza de
que su luz imaginaria nunca se apague y nos ayude a encontrarnos
nuevamente, en cualquier paradero de una vida a la que mi generación
no va a renunciar por muchas tierras que tengamos que abrazar.
Sucede
que, sin mis compañeros de generación, aquellos
con quienes compartí sueños y agonías,
estoy más solo. Y aunque lo desee intensamente, ya no
estarán, al menos, en el tiempo perdido. Yo sólo
quiero recordarlos así, como eran en aquel entonces en
La Habana, tan talentosos y tan infelices.
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