Uva
de Aragón
Associate Director
Cuban Research Institute
Florida International University
Cuando
murió Celia Cruz el año pasado, se comentó
con frecuencia lo que había sufrido la Reina de la
Salsa porque no pudo ver a su madre antes de que muriera
de cáncer. El régimen de La Habana le negó
el permiso de entrada al país. El domingo pasado,
Día de los Padres, la noticia del reencuentro del
ex entrenador cubano Orlando Chinea con su hijo, tras cuatro
años sin verse, ocupó las primeras páginas
de los rotativos. Historias similares abundan. Y es bueno
divulgarlas. Porque una de las consecuencias más
dolorosas de la Revolución cubana ha sido la separación
de la familia. El drama no ha terminado. Es difícil
encontrar un hogar cubano que no sufra en carne propia el
dolor de adioses y ausencias. Con razón han sido
constantes las denuncias del exilio contra el régimen
cubano por negarle a sus ciudadanos el derecho a viajar.
Por
ello sorprenden dolorosamente las actuales medidas del gobierno
norteamericano que limitan los viajes a la isla de los cubanos
a cada tres años, sólo para visitar a familiares
cercanos –abuelos, padres, hermanos, cónyuges o hijos–
por un período de 14 días, con un equipaje
máximo de 44 libras, y un límite de gastos
de $50 diarios y $50 más, una sola vez, si hubiera
necesidad de trasladarse de La Habana al interior. También
las remesas familiares han quedado limitadas a parientes
cercanos.
Estas
y otras regulaciones recién anunciadas tienen de
parte de la administración de Bush un propósito
obvio: ganar votos para el Presidente en las elecciones
de noviembre así como ayudar a los candidatos republicanos
cubanoamericanos. No hay que ser un profundo analista para
darse cuenta de que especialmente ahora, con los graves
problemas en Irak, Afganistán y el Medio Oriente,
Cuba no es una prioridad en la política exterior
de los Estados Unidos. En realidad, no lo ha sido hace muchas
décadas, y sólo esa enfermiza tendencia de
los cubanos –dentro de la isla y fuera de ella— de creernos
el ombligo del mundo, nos ha hecho exagerar el interés
de Washington en la Perla de las Antillas.
No
sé quién aconsejó al Presidente Bush
a que tomara estas medidas, porque sin duda no se consultó
a ninguno de los académicos que por años han
estudiado con seriedad a Cuba y a la comunidad cubanoamericana.
Si lo hubieran hecho, la mayoría hubiera dicho a)
que las medidas no contarían con el apoyo unánime
de los cubanos en Estados Unidos; y b) que es muy dudoso
que ayuden a promover cambios favorables en Cuba, sino,
por el contrario, podrían retrasarlos.
Una
encuesta de la Universidad Internacional de la Florida en
marzo de este año revela que un 46.3% de los cubanos
se mostraron a favor de los viajes sin restricciones a Cuba
y un 53.7% en contra. En el 2000 --antes del 9/11 y del
encarcelamiento de los 75 disidentes en Cuba-- las cifras
eran a la inversa, 53% se expresaron a favor y 47% en contra.
El mayor apoyo a los viajes proviene de los cubanos que
llegaron a Estados Unidos después de 1985 (68%) y
de los nacidos aquí (50%). Es natural. Los primeros
son los que con más probabilidades tienen aún
familiares en la isla, y los nacidos aquí no sólo
no sufrieron las mismas heridas que sus padres y abuelos,
sino que no conciben restricciones a sus libertades. Sienten
además una gran curiosidad por conocer esa isla –
para ellos una tierra mítica, confusa mezcla de paraíso
perdido e imperio del mal-- donde yacen sus raíces.
Otros datos pertinentes: el 53.6% de los cubanos dice enviar
a Cuba dinero y un 52% medicinas. Incluso muchos de los
nacidos aquí, en algún momento han contribuido
económicamente. Olvidemos las cifras y pongámosle
rostro humano a esta realidad. En mi propia familia tengo
un ejemplo. Uno de mis jóvenes primos en la isla
le permitió a su primera esposa, que estaba reclamada
por su mamá, que saliera de Cuba y se llevara a la
hija de ambos, de seis años. Bien sé el vacío
que dejó la marcha de ese niña en ese hogar
en Playa. El padre, siempre al tanto de su pequeña
por teléfono y correo electrónico, sueña
con que su hija pueda visitarlo pronto, ya que él
no puede viajar para verla. De acuerdo a las recién
estrenadas medidas, la niña sólo podrá
ver a su padre, su abuela, sus tíos, y su media hermana,
cada tres años.
Conozco
dos hermanas viejecitas, ambas ciegas, una de ellas también
sorda, que viven hace años en un el tercer piso de
una casa de apartamentos en El Vedado. Durante los últimos
años sus hermanos en Estados Unidos les enviaban
una cantidad de dinero que utilizaban para sus necesidades
básicas y, principalmente, para pagar a una persona
que las atiende. Hace unos meses, cuando murió el
último de los hermanos, su hijo escribió a
sus 20 y tantos primos. Respondieron. Hoy ya hombres y mujeres,
esos sobrinos reunieron $1200 para asegurar por un año
los $100 mensuales para aquellas tías solteronas
que en su infancia habanera les cocinaron dulces caseros,
les enseñaron canciones e historias infantiles, se
quedaron acaso junto a sus camas en una ocasión que
estuvieron enfermos... Según las nuevas regulaciones,
estas dos viejecitas no podrán ya recibir el dinero
de sus sobrinos.
¿Qué
significa todo esto? Una verdad de Pero Grullo: que para
los cubanos la familia está por encima de consideraciones
políticas e ideológicas. Es bueno que así
sea, porque sin familia no hay país.
No
es fácil entender como es posible que se censure
al gobierno cubano porque no haber dejado a Celia Cruz y
a tantos otros en situaciones similares, acudir al lecho
de una madre moribunda, pero que se aplauda que el gobierno
estadounidense limite a los cubanos viajar a su país
sólo cada tres años, sin excepciones, ni siquiera
por razones de orden humanitario. O sea, que, cuarenta años
más tarde, muchos cubanos en Estados Unidos podrán
sufrir el mismo dolor que Celia, no por prohibiciones que
provienen de La Habana, sino de Washington. Estas medidas,
con la complicidad de un sector del exilio, reflejan una
triste realidad: el espíritu “plattista” está
vigente, no sólo en la capital norteamericana, sino
entre algunos cubanos.
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