Por
Jay Martínez
Dice
un refrán de mi tierra que el tiempo cura toda herida.
Recuerdo cuando era niño, en el barrio de Santa Fe,
en La Habana, que cuando le llegaba la salida del país
a algún vecino o amigo, entonces era que empezaban
las peticiones.
Por
aquella época existía el famoso Puente Aéreo
de Varadero o los llamados “Vuelos de la libertad”.
Para los niños y jóvenes de aquella época
enterarse que alguien tenía la oportunidad de irse
de Cuba era como confesarle nuestro mayor deseo a Santa
Claus en vísperas de Navidad.
Nos
reuníamos en cualquier esquina. Y empezaba cada uno
a pedirle algo al niño que se iba de Cuba. Pero esto
no era en un sólo sentido. El niño afortunado
también hacía promesas a sus amiguitos más
allegados que consistían, por ejemplo, en enviar
chicles dentro de las cartas o postalitas de peloteros famosos
de las Grandes Ligas. Como era una zona de playa algunos
prometían anzuelos de “mosca” para pescar
mojarras. El momento se convertía en un derroche
de imaginación y optimismo por un futuro mejor.
Como
era de esperar, el 99% de esas promesas no se cumplían.
Siempre aparecía en el grupo de muchachos el pesimista.
“Oye, socio, déjate de paquete (mentira) que
tú vas a hacer como todo el que se va. Después
que estes en la Yuma comiendo jamón y queso, te olvidas
de nosotros y no mandas ná”. Para desgracia
de todos el pesimista era el que tenía los pies sobre
la tierra.
A
mí me tocó vivir esa experiencia cuando salí
de Cuba. Cuarenta años de exilio son demasiados años
para cualquier persona, y en mi caso, 24 años sin
ver la tierra donde nací, es como sentir que no perteneces
a ninguna parte.
Pero
ni el tiempo ni los años fuera de nuestra Patria
son excusas para que nos convirtamos en cubanos desteñidos.
Existen cubanos en el exilio que cuando le hablas de Cuba
te dicen: “Oye, yo me fui de Cuba en el 66 y cuando
salí le hice una cruz con la mano izquierda”.
Es evidente que no les interesa saber nada de Cuba, y por
qué será? Pueden ser los intereses creados
lo que no les permite identificarse como cubanos. Conozco
a algunos que no se relacionan con cubanos y cuando salen
a comer aunque deseen pedir un arroz congrí no lo
hacen por temor a ser identificados como tales. Se esmeran
en tratar de hablar sin el acento que nos caracteriza.
Otros, permiten que la cultura de la nación donde
residan se los trague. Es comprensible que sí usted
salió siendo un niño de Cuba y no se crió
en medio de personas que le infundieran el amor a Cuba lo
lógico será que cuando sea un adulto no le
interesen las cosas de Cuba.
Pero
también quiero compartir con los lectores otros ejemplos
de auténticos cubanos. Conozco a un cubano que vive
aquí en Puerto Rico y esta casado con una puertorriqueña.
Tienen dos hijos nacidos y criados aquí. Su nombre
es Flabio y sus hijos son unos cubanazos y conocen más
de Cuba y de su historia que muchos que nacimos allá
y todo el tiempo solo queremos hablar de Cuba. Ese padre
supo enseñarle a sus hijos, aún siendo ellos
puertorriqueños, el amor por Cuba.
Conozco
a otro. Su nombre es Vicente García. El primer día
que lo conocí fue en una cafetería tomando
café cubano. Recuerdo que lo primero que me dijo
fue: “Yo salí en I962, con I9 años,
y todavía estoy verde. Me parece que fue ayer”.
Y
qué decir de Enrique Blanco, el famoso Liborio que
sólo vive para Cuba. Con Enrique siempre hay razón
para hablar de su patria a pesar de llevar varias décadas
fuera de ella. Cuba es su locura y su razón para
vivir.
Habemos muchos cubanos que todo el tiempo respiramos y pensamos
y lloramos a Cuba. En voz alta, sin miedo y sin complejos.
Donde quiera que nos paramos para nosotros lo primero es
Cuba porque ya no podremos ser ciudadanos de ningún
otro país porque Cuba fue la tierra que nos vió
nacer. Donde quiera que estemos por bien que nos traten
y lo bien que nos podamos sentir siempre seremos por encima
de todo cubanos. Y ni el tiempo ni los intereses podrán
desteñirnos. Porque como dijo nuestro apóstol
José Martí: “No hay cubanos malos. Lo
malo es no haber nacido cubano”.
|