Por Andrés Pérez
Cuando
yo era niño tenía una obsesión con las
islas que nunca he sabido por qué era o quizás
sí, porque vivía en una.
Lo
cierto es que en un bloc, como se le decía en mi infancia
a un paquete de hojas de papel en blanco o cuadriculadas, dibujaba
islas y en ellas ubicaba ciudades, pueblos y puertos, carreteras
y vías de tren, playas, golfos y bahías, puntas,
cabos y penínsulas, ríos, lagos y lagunas, montañas
aisladas y cordilleras, e incluso alguna tuvo su volcán.
Era
algo que me fascinaba, como nombrar a cada accidente geográfico
que aparecía en el mapa sin tener en cuenta idioma o
conveniencia, porque en esa época comencé a aprender
inglés de la mano del Profesor Vera.
Hubo
algún Salt Mountain, recordando a La Sal, hubo el Ñuño
Peak, el Galle Lake y el Paca´s Lagoon. Eran fantasías
de niño que dibujaba sus recuerdos, cariños e
ilusiones en un mapa.
Después
quise ir a más y diseñé ciudades, pero
antes de ello, para tener idea de cómo era hacer el mapa
de una ciudad, dediqué meses a hacer el mapa de la ciudad
en que nací.
La
recorrí de arriba abajo cuando yo aún no clasificaba
como adolescente. Donde había colinas puse orlas y flechas
que indicaban que se subía o bajaba, señalé
las cañadas, las calles y parques, ubiqué los
monumentos y edificios más importantes, los bancos, comercios,
edificios públicos y muchos otros significativos, y en
ciertos puntos que para mi eran importantes puse puntos rojos.
Casi lo terminé en unas vacaciones, pero lo dejé
en la Casa de La Loma para concluirlo en las siguientes y cuando
regresé descubrí que lo habían tirado pensando
que a mi no me importaba.
No
me importó. Mis islas tenían que tener ciudades,
pueblos y capitales y diseñé sus mapas. Niemeyer
tendría que envidiarme.
Yo
no diseñé Brasilia pero diseñé Amanciópolis,
la ciudad más bella y acogedora del mundo, que llevaría
el nombre de mi madre. No recuerdo cuantas cosas buenas le puse
a mi ciudad ficticia en base al mapa que había hecho
de mi ciudad natal.
Allí
había de todo, todo era bello y organizado, lo único
que faltaba eran los violinistas de La Filarmónica de
Viena.
Al
río lo cruzaba el puente que después se transformaba
en calle, los parques abundaban, había estadios, cines
y teatros, estaciones de trenes, autobuses y aeropuertos. Había
un Ayuntamiento, estación de policía, mercados,
instalaciones deportivas y colegios, muchas áreas verdes
e incluso un puerto deportivo. Todo como en mi ciudad.
Pero
pasó como la otra vez, dejé mis fantasías
expuestas a los demás y cuando volví a verlas
encontré las modificaciones que alguien se encargó
de hacer:
Prostíbulos, casinos, cementerios, juzgados y prisiones
aparecían señalados en el mapa.
Por suerte, porque yo se que fue mi hermano mayor quien lo hizo,
ni él ni yo sabíamos la importancia de los sindicatos
y partidos políticos o los habríamos incluido
en mi ciudad.
El
tiempo pasó por mi vida. Dejé una isla y fui a
otra.
Visité
muchas islas, estuve en Las Bahamas y Las Bermudas, fui a Las
Británicas, Las Canarias y Las Baleares.
Disfruté
de las islas francesas y las italianas, de Malta y Cerdeña
y quedé exhausto:
Ninguna
era mi isla, la mía estaba en mi mente y en aquellos
papeles que me tiraron en La Loma.
Al
cabo de los años he comprendido que ningún hombre
es una isla, pero esas islas que yo imaginé me hicieron
hombre. |