Por
Andy P. Villa
En la década de 1990 conocí a un muchacho que
era miembro del Ministerio del Interior (MININT), se mudó
a nuestro barrio cuando se casó con una chica de la cuadra.
Le gustaba mucho alardear sobre su trabajo frente a sus vecinos.
En aquella época laboraba en prisiones y se vanagloriaba
de sus habilidades de combate personal, por lo que era requerido
frecuentemente para propinarle palizas a los reclusos.
Al
poco tiempo nos contó que había sido seleccionado
para pasar al Departamento de Seguridad Personal del MININT.
Adquirió un misterioso carnet del que siempre estaba
hablando, pero que nadie podía ver. A cada rato lo sacaba
y lo mostraba por menos de un segundo, de forma tal que no se
alcanzaran a ver los detalles, solo ligeramente su foto y las
siglas de su departamento. No sé si sería ésta
una práctica obligatoria de esa institución o
si era pura tontería.
En
su nuevo trabajo le enseñaron varios estilos de artes
marciales, incluso por entrenadores provenientes de otros países,
que eran llevados a Cuba por el Gobierno para impartir cursos
a los miembros del grupo de Seguridad Personal, sobre todo de
origen vietnamita y coreano.
Aprendió
a lanzarse de un avión con paracaídas, a nadar,
a bucear, a conducir cualquier tipo de vehículos automotores,
a escalar edificios, a disparar con varios tipos de armas, a
saltar de una azotea a otra, a matar a una persona en pocos
segundos con golpes certeros y mortales y, sobre todo, a que
debía ofrecer su vida por salvar a la persona que estuviera
protegiendo.
Nos
contaba, como si fuera una heroicidad, que para reforzar su
entrenamiento de combate a veces los montaban en un vehículo
cerrado, vestidos totalmente de negro pero sin armas, y los
llevaban a meterse en los barrios más bajos y conflictivos
de la ciudad, donde la policía no entraba. Iban allí
a provocar a los delincuentes y hombres del “ambiente
presidiario” para practicar con ellos en enfrentamiento
real y propinarles contundentes golpes que los dejaran fuera
de combate, actuando como equipo.
Dentro
del auto se quedaba uno de ellos, armado con un fusil AK-47,
por si la situación se salía de control y algún
delincuente portaba armas de fuego. Este tipo de entrenamiento
no duró mucho, pues llegó un momento en el que
ya los conocían bien y cuando entraba en escena el auto
de Seguridad Personal se evaporaban los delincuentes, evitando
ese tipo de enfrentamiento desigual.
En
una ocasión nos narró, con admiración,
que en una de esas incursiones se toparon con un muchacho que
era experto en artes marciales y a pesar de que cuatro de ellos
se le enfrentaron a la vez, no pudieron con él, los dejó
fuera de combate y desapareció.
Sus
vecinos fuimos testigos de varias transformaciones paulatinas
en su personalidad. Era tanto su afán por cumplir con
lo que se requería de él, y ascender dentro de
su nuevo trabajo, que pensamos que se estaba volviendo loco.
Empezó a colocar armas y trampas de diferentes tipos
en varios lugares de su casa, por si supuestamente lo atacaban
mientras dormía.
A
pesar de la fuerte preparación a la que era sometido
durante muchas horas en su unidad militar, al llegar a su casa
continuaba su entrenamiento por su cuenta en el portal de su
casa o en la calle, corría por largo tiempo, hacía
flexiones con los brazos, abdominales…
Una
vez nos pidió a varios de sus vecinos que lo acompañáramos
a una cancha de jugar squash que estaba vacía para que
le lanzáramos pelotas de diferentes tamaños con
toda la fuerza que pudiéramos y con la intención
de golpearlo, mientras él trataba de esquivarlas. Por
todas sus locuras e historias de guerra, llegó a ser
conocido en nuestro barrio como: “El Ninja”.
Siempre
estaba nervioso o en estado de alerta, como quien espera que
lo ataquen o que le indiquen que tiene que agredir a alguien.
Un día nos contó que diariamente le daban un coctel
de medicamentos, entre los que se encontraba una tableta de
Nerobol, un esteroide anabólico que produce alteraciones
corporales.
Nos
describía lo buena que estaba la comida que le daban,
pero se lamentaba de que solo podía comérsela
allí, no sacarla de la unidad militar. Mientras que él
se alimentaba bien, su familia estaba mal nutrida. Alardeaba
de que, como parte de su alimentación, le daban a beber
sangre de toro fresca, del animal recién sacrificado,
que según le aseguraban sus médicos, eso lo mantenía
con mucha fuerza.
Cuando
terminó su entrenamiento comenzó a trabajar como
escolta. Fue ahí que empezó para él una
nueva etapa de confusión de conceptos e ideas, pues conoció
de primera mano la realidad de las dos Cuba: la nación
a la que él pertenecía, caracterizada por la pobreza
y la austeridad, y esa otra formada por la élite gobernante
y custodiada, que no carece de nada.
A
veces se le veía llegar muy contento a su casa, cuando
lograba traer algo de comer para su familia, ya que eventualmente
algunos de sus protegidos o de las personalidades que conocía
le regalaban algo de comer. Se enorgullecía de que una
vez Abraham Masiques le regaló una lata de refresco al
verlo sudando bajo el sol en una posta, o que otros dirigentes
le habían obsequiado un pollo congelado o un pedazo de
queso.
Fue
escolta de muchas personalidades, entre ellos: un hijo de Fidel
Castro, un hijo del Che Guevara, de la casa de Juan Almeida
Bosque, incluso de Roberto Robaina, del que contaba con admiración
que acostumbraba a trasladarse en bicicleta por el Malecón
para dirigirse al MINREX. Sin embargo, tenía muy mala
opinión de Carlos Valenciaga, el secretario personal
de Fidel Castro, quien fuera posteriormente defenestrado en
el año 2008.
Hasta
que un día nos dio la noticia de que había sido
seleccionado para formar parte de la escolta del “Comandante”.
Al principio estaba en el último anillo de aquel gran
aparato de custodia. Allí le tocó realizar variadas
misiones, desde estar metido en una alcantarilla pestilente
durante varias horas antes de la llegada del líder a
algún lugar que visitaría, hasta tomar militarmente
un apartamento que quedaba muy cerca de donde Fidel Castro daría
un discurso y donde vivía sola una viejecita, quien permanecía
aterrada y sin saber bien lo que estaba pasando, al verse recluida
a una habitación durante varias horas mientras su casa
era tomada por los segurosos.
Cada
vez que al Comandante se le ocurría participar en la
Mesa Redonda, formaba parte del despliegue militar que aseguraba
la Calle 23 y aledañas, en el barrio de El Vedado, desde
mucho antes que comenzara el programa y hasta que Fidel se retiraba.
No
pasó mucho tiempo hasta que fue premiado su empeño
por dar lo máximo de sí en aquellas labores. Un
día nos contó que estaba ya muy cerca de Fidel
Castro. A veces nos lo encontrábamos y nos preguntaba:
—¿No
me vieron en la televisión?, estaba detrás del
Comandante en el acto de ayer.
Cuando
los sucesos del “Maleconazo”, ocurridos el cinco
de agosto de 1994, estuvo desaparecido por varios días.
Cuando regresó nos contó que él fue uno
de los que se lanzó en paracaídas cuando la aparición
del Comandante en la escena. Aseguró que “la cosa
estuvo fea” y que hubo mucho nerviosismo entre sus jefes.
Aunque
había realizado su sueño de servir y proteger
al máximo líder, en lo profundo de su corazón
sabía que en todo aquello había una gran injusticia
y a veces, con la guardia baja o abrumado por las críticas
de su esposa o de su madre, me contaba que ya casi no compartía
con su familia, ni tenía tiempo para atenderla o protegerla.
Toda su energía y su tiempo estaban volcadas en servir
a un hombre al cual no le interesaba si su familia tenía
qué comer.
En
su casa no había lavadora, sus hijos veían la
aburrida televisión del Gobierno en blanco y negro y
pasaban mil trabajos para transportarse; mientras que su protegido
Fidel Castro se movía en tres autos Mercedes Benz, disfrutaba
la televisión del “Imperio” en colores, y
en su casa de “Punto Cero” existían tan variados
aparatos electrodomésticos que él no sabía
para que servían la mayoría de ellos.
Un
día me contó que ya no trabajaba en Seguridad
Personal, había sido trasladado a “otras funciones”,
a pesar de que cada vez su cuerpo estaba más fuerte y
entrenado y se perfeccionaban sus conocimientos sobre tácticas
y defensa personal. Nunca supe el motivo por el que fue separado
del trabajo, aquel que fue su quimera por tantos años.
No sé si pidió su salida voluntariamente o si
algún día explotó y expuso públicamente
las quejas que a veces nos contaba en privado.
Recientemente
supe que estaba otra vez trabajando en prisiones, volvió
al punto de partida. Pobres de los que reciban en la actualidad
sus palizas, pues ahora sí es un experto en técnicas
para hacer daño.
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