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| Semanario El Veraz | San Juan, Puerto Rico | |
Pena, penita y Penón

Por Andrés Pérez


Cuando el abuelo Jesús se fue huyendo de Galicia con la idea de regresar lo antes posible, en ese sino inevitable de los gallegos que es la emigración, junto con la vieja maleta de madera atada con una cuerda, la boina y las alpargatas, se llevó la media sangre gabacha de los Rechou, los recuerdos, la morriña y la profesión de herrero que trasmitió a sus hijos mayores.

Pero la cosa no era tanil en esos tiempos para quien huía no sólo de la miseria sino también de quien sabe qué cosas aún desconocidas para mí, lo cierto es que en el camino se dejó también el apellido original, que cambió por Pena, quizás precisamente para proclamar cada vez que le preguntaran quién era la carga que arrastraba consigo por estar lejos de su tierra.

El abuelo fue desde entonces, al otro lado del Atlántico que nos une y separa, Jesús Pena y sus hijos llevaron ese apellido postizo durante casi toda su vida.

El abuelo junto a su mujer, la abuela Silda, educaron a sus hijos en la medida de lo que pudieron, aunque pronto los rapaces tuvieron que arrimar el hombro, la espalda y los dos brazos para ayudar en la economía familiar y entraron de aprendices en la fundición de Boffill, donde ya trabajaba como herrero principal el tronco familiar; tronco que fue conocido como Pena, hasta que los dos hijos mayores se quedaron trabajando en lo mismo y pasó entonces a ser Penón, el herrero, y su hijo mayor, el tío Ángel, poeta y escritor, comenzó a ser Pena, sucediéndolo en la denominación de origen, e Hipólito, el segundo hijo, pasó a ser Penita y para referirse a ellos decían “los gallegos Pena, Penita y Penón”. Por suerte mi padre, el menor, no siguió sus pasos o habría sido Penilla o quién sabe qué.



Muchos años después de desaparecido el abuelo, víctima de la tuberculosis y sin poder regresar a Galicia, busqué sus rastros en aquella ciudad lejana del lugar en que nació y vi sus obras en las rejas de las portadas de hospitales o La Colonia española y el viejo cementerio local y encontré su tumba con una cruz de herrería forjada a mano que acaricié después de arrancar las hierbas que cubrían el sitio de descanso eterno de aquel que dio origen al que me lo dio a mi.

Sólo me faltaba ir a la Fundición de Boffill. Un millonario capitalista al visitar el negocio de sus antecesores que le permita vivir a cuerpo de rey por herencia no habría sentido mayor satisfacción que yo cuando caminé por aquellos sitios en que trabajó el abuelo emigrante junto a los hijos, a quienes enseñó el oficio para sacar adelante su familia, mientras sufría en silencio la pena de estar lejos de su tierra, a la que nunca pudo regresar como un indiano para restregar a todos su triunfo.

Pena, Penita y Penón, raíces de mi vida, que hoy sólo puedo recordar por una foto vieja y descolorida de los abuelos de hace casi un siglo ¡Ay Pena, Penita, Pena, ya mis mayores se fueron! ¡Ay pena, penita, pena!
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