Por Andrés Pérez
Nací en la casa de la Loma de Caymari hace varias décadas,
cuando recién concluida la II Guerra Mundial ya la habían
modificado, y por representar mi primera infancia y haber nacido
allí no solo yo sino también mi madre ocupa un
lugar destacado en la imaginación personal y familiar.
Era una casa de madera y tejas, con puntal alto, situada en
la cima de la loma, en lo que pomposamente se llamaba la Primera
Avenida de Caymari, con una vista maravillosa a toda la ciudad,
la bahía y los manglares que luego le taparon parcialmente
las casas que construyeron otros cuando empezó a urbanizarse
el barrio, pero cuando el abuelo la construyó en el primer
cuarto del siglo XX era distinta y casi única en todo
el lugar y podía verse a gran distancia, reinando en
la cumbre de la loma.
Me contaron que en general no era muy diferente a la que yo
conocí, pero que era completa de madera, con sótano
y rodeada por el patio lleno de árboles frutales, pero
esa no es la de mis recuerdos. La mía es la que remodeló
Paca, la tía soñadora, en la que nací.
Cuando ella tomó la batuta de la casa de la loma a fines
de la primera mitad del siglo XX decidió invertir el
dinero que Fin, el hermano mayor, mandaba para la manutención
de la abuela, en remodelar el viejo caserón. La pared
lateral derecha, desde el frente, cambió de madera a
mampostería e iba hasta la cocina, a la que rodeaba y
convertía en la única pieza de la casa que no
era de madera, quizás por evitar algún incendio,
ya que en esa época se cocinaba con carbón.
Lo que en otro tiempo fue el último cuarto a la izquierda
según se entraba se convirtió en una terraza abierta
al patío, con cuadriculas de madera formando celosías
arriba y abajo que dejaban pasar la luz en lugar de las dos
paredes que mandó derribar y puso macetas colgantes con
helechos y tiestos con plantas que ella misma cuidaba. En uno
de los horcones un farolito negro alumbraba tenuemente la terraza
y unos sillones de mimbre permitían descansar al agotado
por la canícula tropical o a los visitantes.
En el comedor de “diario” ubicó después el televisor,
uno de los primeros que hubo en la ciudad, y frente a él
puso un chaise longue con cojines o “cheslón” como le
decíamos en aquel entonces, en el que teníamos
prohibido sentarnos los sobrinos.
El comedor de las visitas, con sus muebles rotundos de madera
“dura” y la mesa cubierta por un mantel de encaje, supuestamente
proveniente de Bruselas, su vitrina llena de copas, algunas
de cristal fino de Baccarat, y la imagen del Cristo bendecido
por el Papa Pio XII traída de Roma por el tío
Fin que la presidía, era igualmente territorio prohibido
para los sobrinos, como lo era la sala, que por hacer tantos
años que no la veo la imagino inmensa, con el sofá
y las dos butacas mullidas, la mesa de centro de caoba en la
que descansaba “la Bola” y encima de ella “La Lámpara”.
La Bola y la Lámpara eran los dos tesoros más
preciados de Paca. La bola era una especie de globo de cristal
finísimo, color rosado con palmeritas blancas y cortado
cerca del polo norte en la que Paca había colocado una
finísima arena proveniente quizás de los cayos
y en la que había “sembrado” unas plumas de pavo real.
En el centro y colgando del techo apenas uno entraba a la casa
veía “la lámpara”, una belleza de lámpara
de araña, de cristal de Bohemia, con lágrimas
colgantes que refulgían cuando le daba la luz y que nunca
supe quien compró ni trajo a la casa y que solo se encendía
en ocasiones señaladas.
A la derecha según se entraba, estaba el cuarto de Paca,
suntuoso y con ventanas a la calle, al que le seguía
el de Mama o Cacha Capote, la matriarca, con su altar y su imaginería
católica y después el baño interior, completamente
equipado, algo que en aquella época y lugar era infrecuente
y que abría no solo a su cuarto sino también al
comedor de diario. A la izquierda estaba el cuarto que ahora
ocupaba Galle y en el que décadas antes fue asesinada
la tía Guelo por su novio. A este le seguía el
de Ñuño, que fue en el que nací yo, al
que Paca hizo una ventana que abría a la terraza y que
se encontraba frente al comedor de visitas que a su vez formaba
un espacio conjunto con la sala.
El comedor de diario, donde durante años comí
el mismo menú (potaje de frijoles colorados con arroz
y algo más en el almuerzo y sopa, cocido y arroz en la
comida, salvo que fuera domingo que tocaba arroz con pollo o
que hubiera visitas en que nadie sabía lo que se podía
comer) formaba cuerpo con la terraza y la cocina, que estaba
situada en un plano superior y en la que hubo uno de los primeros
refrigeradores domésticos de la ciudad donde algunos
vecinos llevaban a guardar la carne o el pollo de algún
familiar enfermo y que después sirvió, cuando
la miseria se adueñó de la familia, para hacer
los durofríos que Galle vendía a los niños
que acudían a la escuelita de barrio que había
instalado en la terraza cuando ya Paca se había ido.
Como parte del mobiliario de la cocina recuerdo siempre a la
Tía Ñuño, casi ciega, quien era la encargada
de cocinar seis días de la semana y por qué no,
al negro Arturo, que cada mes venía a limpiar la trampilla
de grasa del piso.
Saliendo de la cocina Paca había dispuesto que al terminar
los escalones siguiera un camino de lajas que condujera al traspatio
atravesando todo el patio, los canteros de plantas que ubicó
rodeando la casa y a su derecha hizo construir un pozo ciego,
con su brocal de piedras, sus horcones y su polea de la que
colgaba un cubo que nunca sacó agua de donde jamás
hubo otra que la que nos hacía echar a sus sobrinos para
que se movieran en ella las jicoteas que allí vivían,
a la sombra del tamarindo, el framboyant, del que decían
que es como el matrimonio que primero vienen las flores y después
vienen las vainas, y la cavalonga que crecían a su lado,
y donde se ataban las bestias de quienes venían a traer
de las fincas las viandas y las frutas para la matriarca de
Las Capote, después que jinetes y bestias entraran por
un portón situado al lado de la cocina.
El límite del patio con el traspatio lo fijaba una valla
de madera que construyó el viejo Alfonso, un carpintero
amigo de la familia al que robé infinidad de camarones
secos que me empacharon y me hicieron odiar al marisco, y que
tuvo a bien dejar un corredor alrededor de las habitaciones
en el que se sembraban hierbas medicinales. La albahaca, el
romero, la hierbabuena o la hierba de calentura se enseñoreaban
en aquel corredor junto a los jazmines, aromando las habitaciones
y sirviendo para que los sobrinos buscáramos en ellas
los huevos de lagartijas, caguayos o camaleones que abundaban
entre las mismas y romperlos en ese sentimiento destructivo
de los infantes.
Pasando
aquella valla pintada de blanco que impedía la extensión
de las buganvillas de diversos colores se entraba en el traspatio
donde viví los momentos de juego más emocionantes
de mi primera infancia. Allí se encontraba el excusado
de madera, donde vi por primera vez el sexo de una chica y al
que teníamos que acudir en caso de necesidad porque el
servicio de dentro estaba vetado para quien no viviera en la
casa, para los sobrinos y para las visitas que no entraban por
la puerta delantera.
En
el traspatio reinaban el viejo almendro, que nos daba sus frutos
y al que nunca subíamos porque sus ramas eran “bruscas”
y podían romperse, estaba la mata de mamoncillos, que
el tío Lao nos hizo subir hasta la copa cuando intentaba
azotarnos con el fuete tras burlarnos de él al verlo
orinando contra su tronco, las de anón, en una de las
cuales casi me estrangulan las ramas de no ser por el viejo
Don Pancho que dejó de sembrar el maíz y la cortó
con un machete antes de que me asfixiaran, y las de mamón,
de una de las cuales al caer sufrí mi primera fractura
de antebrazo, las de tamarindo macho y tamarindo ácido,
“que no hay negro guapo ni tamarindo dulce”, el bosque de buganvillas
de distintos colores que la rodeaba, las de las cavalongas lechosas,
con un fruto que parece un glande y que usábamos para
escandalizar a las primas, los arbustos de oreja de burro y
en el espacio que quedaba libre las matas de maíz que
sembraba Don Pancho, arropadas por las de espina de rayo que
servían de cerca detrás del alambre de espino
tendido entre troncos de júpiter.
Al final de todo, donde terminaba el traspatio y la vista de
la bahía, el manglar y el molino arrocero eran únicas,
desde donde podía verse y escucharse la llegada de los
barcos, del tren de pasajeros, de los de carga y del gascar,
se encontraba el barranco, y justo abajo el techo de guano del
“Centro espiritual” y la casa de Ubenceslao, como le decían,
pero que supongo que era Wenceslao, en la que los espiritistas
y media unidades venían a aquellas sesiones que nos infundían
tanto miedo.
Detrás de la Casa y a la que se llegaba por La Cañada
que nacía a la derecha de la misma, estaba la casa de
Fortuna, como la llamábamos tiempo después por
la nueva inquilina, aunque antes hubiera sido nuestra a pesar
de que en esa época nunca tuvo un nombre y en la que
nació mi hermana Leo.
No he tenido valor para volver a la Casa de la Loma de Caymari.
No me atrevo. Ñuño murió hace años
en ella mientras dormía y con ella se fue la última
de sus ocupantes originales. Mama había desaparecido
cuarenta años antes, Galle alrededor de veinte y Paca
se había ido como se fueron poco a poco los ocupantes
que ya no vivían en ella cuando yo nací, los visitantes
de siempre dejaron de venir según fueron muriendo y los
sobrinos nos hicimos adultos y emprendimos camino lejos de aquella
casa.
Ya
no hay jardines, ni pozo, no hay hierbas medicinales ni árboles
frutales, ya no entran caballos y mulas cargados de alimentos,
no vienen a visitar la casa los descendientes de su creador,
el abuelo colombiano, no viene Gongo con las viandas y animales,
no se espera a Nano, ni molestan los sobrinos o nietos y alguien
ha construido una vivienda en el traspatio mientras otro ha
derrumbado el pozo, porque un pozo sin agua no es pozo y hay
que ver que locas estaban estas viejas.
Paca,
la última de las Capote y la autora intelectual de esa
casa jamás ha regresado y yo creo que tampoco lo haré,
prefiero recordarla como la tengo en mi mente, aunque no siempre
sea agradable el recuerdo de aquellos años. |