Por
Julio San Francisco
http://www.juliosanfrancisco.com/
Una
historia de la falta de libertad en Cuba
SUMARIO:
La cantante mexicana y el autor iniciaron el trámite
de matrimonio en 1982 y no pudieron casarse porque el gobierno
cubano le negó a él el permiso de salida del
país. En cambio, lo separó del Partido Comunista
"por tener relación con una extranjera que con
su canto atacaba al único gobierno, México,
que no rompió relaciones con Cuba cuando lo hicieron
otros países de la OEA. La artífice del proceso
fue Nieves Varona Puentes, entonces Diputada cubana y directora
del periódico Victoria, donde él era jefe
de la sección cultural, de la cual también
fue destituido.
Hoy,
23 años después, da a conocer esta macabra
historia de un amor imposible sobre la que dice Luís
María Anson -la gran firma española amiga
de la libertad de Cuba- en el prólogo de la novela
Nacido para triunfar, de próxima aparición
y refiriéndose a este capítulo "El dictador
(Fidel Castro) ha extirpado hasta el último vestigio
de libertad en la isla".
Esta
es una historia feliz de final triste. 24 años he
debido esperar para poder darla a conocer. En 1980 conocí
a Amparo Ochoa en un Festival de la Canción en Isla
de la Juventud, al sur de La Habana. Enseguida surgió
entre ambos un gran amor. Amparo era entonces la voz femenina
más importante de la Nueva Canción en México
y yo un periodista cubano de 29 años que casi acababa
de iniciar su carrera e intentaba escribir su primer libro.
Hoy Amparo Ochoa está muerta y yo estoy peor, desterrado.
En 1995, después de haber roto con el periodismo
oficial y haber participado con otros periodistas en la
fundación de la primera agencia privada y libre en
Cuba, Habana Press, de la que era subdirector editorial,
yo estuve en condiciones de dar a conocer esta historia
y tuve el deseo de hacerlo por dos razones: porque es uno
de los capítulos más importantes de mi vida
y porque los que lo impidieron deben responder moralmente
por ese acto, (siempre he vivido atenido a que todo ser
humano debe responder moralmente por cada uno de sus actos)
pero, por un lado, no me parecía correcto dedicarme
en aquellos momentos de ardua agenda por la libertad de
prensa en Cuba a escribir sobre algo tan personal, y, por
otro -y no menos importante- Amparo había tenido
una niña después de separarse de mí.
En 1995 esa niña habría cumplido 12 años
y yo sabía la repercusión que podría
tener en los medios
de prensa mexicanos la revelación de esta historia,
pero no cómo esa niña podría asimilarla.
Hoy
esa niña es una mujer -por cierto, también
cantante- y, al conocer este amor de su madre en La Habana,
seguramente podrá entenderlo y alegrarse. Eso al
menos es lo que deseo. Hay motivo. Amparo fue muy feliz.
Sin más, el relato.
M
abrió los muslos, encorvó las piernas y, cogidas
con ambas manos por las rodillas, contorsionada, jadeante
y sudada, dijo "me has sacado la vida, c...",
mientras yo me preguntaba por primera vez "¿Quién
será esa Amparo Ochoa?", cuyo nombre acababa
de escribir en mi libreta de notas. Empezaría así
en 1980 una bellísima y dramática historia
de amor, que sólo el comunismo o la muerte podrían
destruir, entre quien era entonces la voz femenina más
importante de la Nueva Canción en México y
el autor de estas líneas.
No fue la muerte. Fue el comunismo.
Aquella noche de finales de noviembre de 1980 la gran poetisa
cubana M me había invitado a cenar en su chalet a
las afueras de Nueva Gerona, la capital de la Isla de la
Juventud, paradisíaco paraje en medio del mar al
sur de Cuba. Yo le acepté el gesto a la importante
poetisa cubana con la condición de que ella prepararía
la cena, yo escribiría la cuartilla para mi periódico,
iríamos a la cama y, a medianoche, partiría
hacia la redacción, pues se trataba de una noticia
de cierre para la primera plana del siguiente día.
En la cocina, M se las veía con viandas, frutas,
vegetales y salsas y, en su estudio, yo me las arreglaba
con los conocidos qué, cómo, dónde
y cuándo que debe responder cualquier lead periodístico
que se respete. Era una nota de rutina dando a conocer los
cantantes que asistirían ese año al prestigioso
Festival Internacional de la Canción Varadero 1980,
cuya subsede principal sería la pintoresca ciudad
de Nueva Gerona en la turística Isla de la Juventud.
En la relación que me habían entregado en
la delegación de Cultura había leído,
entre los nombres de la argentina Mercedes Sosa, la peruana
Tania Libertad, la dominicana Sonia Silvestre, la norteamericana
Bárbara Dean, el uruguayo Daniel Viglietti, el cubano
Silvio Rodríguez, por primera vez, el de la mujer
que se convertiría en el gran amor de mi vida y que
ya nunca podría separar de mi azarosa historia y
de mi incansable corazón: Amparo Ochoa.
Me levanté, me vestí, le di un último
beso a M en la mejilla, le acaricié con la mano derecha
el pie izquierdo en rol de amante perfecto, y fui a entregar
las susodichas veinte líneas que todo el turno de
guardia estaba esperando en el periódico Victoria,
voz del Pueblo Revolucionario, en la sureña isla
cubana.
Tres o cuatro noches después, el inolvidable 2 de
Diciembre, día del aniversario del desembarco del
yate Granma capitaneado por el señor Fidel Castro,
el más grande escenario de Nueva Gerona, la Plaza
del Guerrillero Heroico - bautizada así en homenaje
a Ernesto Guevara - estaba impresionantemente engalanada
y recibía a los autores e intérpretes más
prestigiosos de la llamada Nueva Canción en Iberoamérica,
Brasil, Estados Unidos de América y España.
Como los jefes de páginas culturales podemos tomarnos
algunos pequeños privilegios, yo me reservé
cubrir precisamente ese escenario donde actuaría
la subyugante mejicana. Recuerdo que, por una razón
(¿una premonición, una clarividencia, una
corazonada?) que aún no he podido explicarme, me
sentía inhabitualmente nervioso hasta que los presentadores
dijeron "y para cerrar este maravilloso espectáculo
de esta maravillosa noche caribeña, ¡de México,
Amparo Ochoa y su grupo! La Amparo cantó Se me reventó
el barzón, del folclor mexicano, Mucho más
que dos, del poeta Mario Benedetti, La piedra, del poeta
León Felipe, El Cristo de Palacagüina, de Carlos
Mejía Godoy, y A qué le tiras cuando sueñas,
mejicano, entre otros temas que ya no recuerdo. La primera
noche del Festival había sido cerrada con broche
de oro, la de Amparo y la mía estaba por comenzar.
En medio del típico nerviosismo y trasiego de un
camerino, pasé por el lado de Amparo Ochoa con la
intención de abordarla y de entrevistarla, pero se
le veía muy ocupada cambiando impresiones con sus
músicos, diciéndoles lo que no le había
gustado y dándoles indicaciones para el siguiente
día, mientras la fotógrafa que me acompañaba,
Lidia Vidal, aprovechaba para tomarle algunas fotos más
personales. Esperé un poco y, cuando Amparo había
quedado sola con su guitarra, me acerqué. -¿Cansadita?
- le
dije. - Alguito - me dijo con una muy bien disimulada sonrisilla
y una no menos disimulada mirada de mujer flechada y flechante.
- Le ayudo a guardar la guitarra - le dije, mientras me
presentaba como periodista cubano que cubría el Festival
y le metía la guitarra en el estuche. Estuvo muy
bien - agregué y, consiente de que tenía poco
tiempo, - Mire, tengo que pasar por el periódico
a redactar lo de esta noche, pero me gustaría verla
antes de que se oculte esa luna, ¿Dónde está
hospedada, Amparo? - En la habitación 13 del hotel
Colony
-¿Me esperará? Le esperaré, me dijo.
Pasé por la redacción, entregué la
noticia y alrededor de las 3 de la madrugada llegué
al Colony, el mejor hotel de La Isla de la Juventud, el
único que está junto al mar y el que más
lejos queda de Nueva Gerona.
Entré, miré hacia todas partes y de un grupo
de gente que iba y venía, que hablaba y reía,
salió Amparo corriendo hacia mí al tiempo
que yo corría hacia ella. Nos abrazamos como si nos
conociéramos de toda la vida, como si nos estuviéramos
esperando desde toda la vida. Nos desabrazamos, quedamos
con los brazos cruzados, frente a frente, mirándonos
por todo lo que no nos habíamos mirado en nuestras
existencias hasta ahora separadas, y, sin proponernos nada,
sin acordar nada, como si cada quien hubiera adivinado lo
que habría de hacerse, cruzamos el concurrido salón,
la piscina, andamos hacia un largo muelle de madera de doscientos
metros, con los cuerpos no sé de qué forma
entrelazados, y, al final, ya en un banco de madera, el
banco más al sur de Cuba, me dijo -¿Quién
lo iba a decir? - Yo, yo lo dije desde que leí tu
nombre por primera vez.
Y,
debajo de la luna más fermosa que ojos humanos hayan
visto, nos dimos el primer beso y regresamos rápidamente
a la habitación porque no había Dios que aguantara
el frío salobre de aquella madrugada del tres de
diciembre de 1980. Entre uno que otro trago de tequila y
ron, preparados por Amparo o por mí, según
quien hiciera de anfitrión, nos amamos claros, intempestuosos,
sencillos y profundos como el mar que se veía desde
la terraza de la habitación 13 que Amparo compartía
con la entonces prometedora joven cantante Eugenia León.
Tuvimos que esperar toda la noche, a que llegara el día,
para que Eugenia saliera de la habitación. Yo había
intentado alquilar otra en el hotel y, al descubrirse en
carpeta que era cubano, "no había habitación".
El medio día hubo un almuerzo en el salón
de protocolo del Colony para todos los invitados. Amparo
y yo por primera vez aparecimos juntos en público,
mientras de cuando en cuando me preguntaba al oído
"Qué pasará". "No pasará
nada, no te preocupes", le respondía yo sin
mucha convicción. Ella salió ese mismo día,
a las 5 en punto de la tarde, hacía Varadero donde
tendría que actuar esa noche, fui a despedirla a
la terminal aérea de Nueva Gerona porque yo, por
motivos ineludibles de trabajo, no podía acompañarla
a la famosa playa azul. La vi por televisión aquella
noche. Abrió su parte con la canción que más
me había gustado y yo la aplaudía con los
ojos emocionados desde la redacción de mi periódico.
No nos vimos más durante ese viaje de ella a Cuba.
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La
cantante mexicana Amparo Ochoa y
el periodista cubano Julio San Francisco
de vacaciones en una cabaña
de las Playas del Este, de La Habana,
en 1981 antes de que el comunismo
aniquilara su amor. La foto tiene
23 años y está un
poco dañada por la forma
en que tuvo que ser sacada de Cuba |
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Nunca en el Golfo de México se habían cruzado
tantas cartas de amor. La misma noche que terminó
el Festival de Varadero y supe que Amparo había regresado
a su país, le escribí la primera carta sincera
y encendida con la esperanza de que, de un momento a otro,
me llegaran noticias de ella sin ignorar que, por una razón
probablemente atribuible al riguroso control del gobierno
cubano sobre la correspondencia, esta espera puede convertirse
en un verdadero suplicio, pero al fin después de
un mes aproximadamente en mi apartado apareció la
primera misiva. Me fui a la casa, preparé un doble
de ron y, mientras me lo tomaba, leía las queridas
líneas de dulce caligrafía desordenada. No
recuerdo haber recibido en mi vida un papel que me haya
causado más felicidad que aquella larga carta donde
se revelaba toda la sensibilidad, la inteligencia y la honestidad
intelectual y emocional de aquel ser junto al que sin duda
yo estaría en el diario de la eternidad. Este es,
probablemente, el instante cumbre de mi vida. Estoy seguro
de que el mismo día y a la misma hora en que Amparo
escribía esta carta yo escribía la que seguramente
ella estaría leyendo cuando yo bajaba aquellas dos
líneas de Bacardí. La epístola mía
había sido escrita en el mismo lenguaje amoroso.
Tal vez la única diferencia fuera que ella había
escrito Amor mío y yo había escrito Cielo
mío, o sea, lo mismo, porque no hay ninguna diferencia
entre el cielo y el amor, los dos tienen sus nubes, sus
estrellitas, su inmensidad y su misterio.
En mí ocurría algo que, sin saberlo, me transformaba
en otra persona, acaso mejor sin perder el ser romántico
y rebelde que desde mi nacimiento me acompaña, me
prepararía quizás para mis nuevas guerras
mundiales y, por supuesto, para la propia Amparo que merecía
el mejor de los caballeros que en el mundo han sido. Así
iniciábamos una correspondencia que pasaría
a ser el pan nuestro de cada día, el oxígeno
que haría latir a nuestros corazones, un ir diario,
tanto en D. F., como en la Isla de la Juventud, de dos seres
a revisar sus apartados de correos, las angustias de encontrarlos
a veces vacíos, los estallidos de alegría
al hallar un sobre con la letra ya conocida, el deseo de
que amigos comunes viajaran al país del otro para
enviar cuatro líneas y tres fotos con la certeza
de que semejante envío demoraría unas pocas
horas en llegar,
el preguntarse qué estará haciendo mi gran
amor a esta hora y, en fin, vivir todas las emociones, las
certezas, las dudas, la felicidad que provoca el Rey de
los Sentimientos.
Amparo aprovechaba cualquier huequito en su apretado programa
de conciertos en México y el resto de Iberoamérica
para dar saltitos a La Habana. Yo, después que la
conocí, siempre me las arreglé para hacer
coincidir mis vacaciones con los 15 días que duraba
el Festival Internacional de la Canción de Varadero,
en el cual ella siempre cantaba, de modo que, sin tener
que estar pendiente de cuartillas y telex, este último
artefacto era el que se utilizaba entonces para que el Enviado
Especial trasmitiera sus reportes a su medio, pudiera dedicar
todo mi tiempo a Amparo, tratárase de verla cantar
en el monumental Anfiteatro de Varadero, de tomarnos unos
tragos en el restaurante El Castillito oyendo cantar a Miguelito
Cuní o pretendiendo ella en la playa que yo aprendiera
a bailar Jarabe Tapatío. Y después de su actuación,
todo el tiempo y toda la libertad del mundo para el amor.
Dos años después, convencidos de que ese amor
era el gran amor que nos correspondía como premio
al acto de estar en esta vida, decidimos casarnos y Amparo
llegó a La Habana, como siempre, delgadita, bronceada,
exquisita, sonriente - y perdonadme la banalidad - con dos
documentos en su cartera: su certificación de divorcio,
que conservo como un tesoro, y el proyecto de la casa que
haría construir en México para vivir juntos
hasta que nos separara la muerte. No fue la muerte. Fue
el comunismo.
Cuando, ya iniciado el trámite de matrimonio, fuimos,
con una notita del poeta Fayad Jamís, Agregado Cultural
entonces de la Embajada de Cuba en México y amigo
común, al famoso Departamento América del
Comité Central del Partido Comunista de Cuba a pedir
que me enviaran en funciones de trabajo hacia Distrito Federal
para que pudiéramos hacer vida de pareja y ninguno
tuviera que renunciar a lo suyo, nos negaron toda ayuda.
La Dirección Cubana de Emigración, por su
parte, hizo lo suyo: me negó el permiso de salida.
Ese mismo día, por la mañana, en el bufete
colectivo de Guanabacoa, mi reparto de residencia en La
Habana, Amparo y yo habíamos dado la primera firma
-en Cuba, en el matrimonio por lo civil, hay que dar dos
firmas- La segunda firma nunca existió. Esa tarde
nos negaron todo apoyo en dicho departamento de América
del Comité Central del Partido Comunista de Cuba.
Supimos de inmediato que ese era el peor augurio que podían
echarnos encima. Era el preludio de la separación.
Tuvimos, pues, que interrumpir el trámite, interrumpirlo
todo. El mundo nos cayó encima con todo el peso que
a veces tiene. Supe, mucho tiempo después, que por
aquellos días alguien - no recuerdo quien - vio a
Amparo llorando de impotencia y angustia en un banco del
patio exterior de la Embajada de Cuba en México.
Pero, a pesar del dramático final que le puso el
comunismo a nuestro amor, Amparo y yo siempre pensamos que
valió la pena. Conocimos el gran amor. Muchos seres
que pasan por esta vida no llegan a conocerlo. Eso es un
gran premio y una gran suerte. El tiempo que estuvimos juntos
nos convertimos en otras personas sumamente plenas. Nos
hicimos inmensamente felices, aunque por una barbaridad
más de mi país al final sólo pudiéramos
recordar esa felicidad, pero esto no fue todo.
Poco después de que Amparo y yo nos conocimos, una
lúgubre tarde no se hizo esperar y yo fui citado,
parecía que rutinariamente, por mi núcleo
del Partido Comunista de Cuba, organización de base
del periódico Victoria, de la Isla de la Juventud,
donde militaba. Durante una reunión que no tenía
otro punto en el Orden del Día fui separado, con
carácter definitivo, "de las gloriosas filas
del Partido Comunista de Cuba por tener relación
con una extranjera mexicana que con su canto ataca al único
gobierno que no rompió relaciones con Cuba cuando
lo de la OEA". Era una situación totalmente
kafkiana porque Amparo siempre había sido solidaria
con la revolución cubana y yo era, de todas formas
y a pesar de mi heterodoxia, hasta entonces un hombre de
la causa. Nada les importó. Es que por encima de
todo y como dice Luís María Anson -la gran
firma española amiga de la libertad de Cuba- en el
prólogo de mi novela Nacido para triunfar, de próxima
aparición y refiriéndose a este capítulo
"El dictador (Fidel Castro) ha extirpado hasta el último
vestigio de libertad en la isla". Esta era, simplemente,
una historia de buen amor. Ninguno de los dos gritamos ¡Abajo
Castro!, ni escribimos artículos contra la tiranía,
ni pusimos una bomba, simplemente nos amábamos como
dos entusiastas y enamorados mortales. No había delito
ni pecado, pero para el amor, sobre todo para el gran amor,
en mi país también hay que pedir permiso porque
hay sólo un amor que tiene todas las licencias: el
amor, a la gloriosa revolución y al gran líder
invicto y ya ellos sabían que mi amor por estas lavativas
legendarias estaba en tela de juicio. Si los aparatos de
inteligencia cubanos sospechan que no eres leal a la supercausa
no puedes ni amar.
Aunque no todos mis compañeros veían con buenos
y nobles ojos mi relación con Amparo, desde luego
que esta no fue la única razón de mi sanción.
En la Cuba del retorcimiento nacional no podía faltar
una macabra torcedura más: En mayo de 1980 se había
producido en mi país el masivo éxodo de La
Habana a Miami conocido como el Éxodo del Mariel
durante el cual aproximadamente 120 mil cubanos abandonaron
el territorio nacional.
Entonces
el Partido Comunista de Cuba ordenó los tristemente
célebres mítines de repudio contra los que
se iban, entre gritos de "Que se vayan, que se vayan".
Yo me había opuesto a esos mítines argumentando
en mi núcleo del Partido, el mismo que me sancionaba,
que "no estoy de acuerdo porque eso no es humano y
si no es humano no es revolucionario y si no es revolucionario
no estoy de acuerdo". Mi voz y mi voto no se tuvieron
en cuenta. La monstruosidad salió adelante, pero
yo quedé marcado para siempre. Según un militante
que me tenía afecto, nunca me lo perdonaron. Como
si esto fuera poco, inmediatamente también me destituyeron
como jefe de la página cultural del periódico
Victoria y me pusieron a atender el ministerio de la pesca.
Tuve
la oportunidad de conocer entre pescadores un norte, de
noche, en Alta Mar, en una embarcación pequeña
y frágil -los barcos pesqueros de alta mar conocidos
como un ferrocemento- que estaba destinada a hundirse por
la proa en medio de aquella bóveda negra de la madrugada
y blancas crestas de espuma después de que pasaba
cada gran ola. Por qué aquella barcaza nunca se hundía
es una de las cosas que no comprendo de la vida. Una buena
metáfora como enseñanza de este drama de factura
neoestalinista.
La relación con Amparo les dio un buen pretexto a
pesar de haber sido siempre ella esa "amiga de Cuba",
que en Cuba es visto hoy como "Amiga del tirano",
pero al gobierno cubano tampoco le importa mucho hacer sufrir
a los buenos amigos. Yo consideré el asunto un problema
de partido, lo asumí con desgarradura y disciplina
y, sin comentárselo nunca a Amparo para no hacerla
sufrir y porque era precisamente un asunto de partido, inicié
un proceso de apelación que duró 5 años
y que, en medio de un gran desgaste emocional e intelectual
para mí, llegó hasta el Congreso del "Glorioso"
donde, claro está, una vez más ratificaron
la injusta sanción. El comunismo logró vencer
al gran amor. Sólo sobrevivieron cincuenta y pico
de cartas de Amparo, otro tanto de fotos y aquella frase
suya de despedida en el aeropuerto de La Habana: "Te
respeto mucho como hombre y como escritor", y mi respuesta:
"Van a dejar de gustarme las camisas azules claras,
de cuello blanco y rayitas", y aquel abrazo que, mientras
más fuerte y largo, más nos decía que,
ni más ni menos, era el último, como en efecto
fue porque la muerte tampoco se portó muy bien.
POST SCRIPTUM:
Amparo Ochoa -Amparito o la Amparito, para sus amigos- murió
en México en febrero de 1994 en la plenitud de
su carrera artística y con una ya considerable y
reconocida obra discográfica que comprende, entre
otros LD, Amparo Ochoa canta a los niños, Yo pienso
que a mi pueblo, Amparo Ochoa canta boleros y otros sobre
el folclore mexicano. Si tuviera que destacar algo de ella,
destacaría su gran sensibilidad, su enorme honestidad
emocional e intelectual, su grandeza humana, su talla profesional,
su magnífica voz y su no peor temperamento para cantar,
su amor por lo justo y su amor y dedicación a sus
hijos. Esto último lo vi constantemente en su magnífica
relación con el barón que tenía entonces
de 8 años.
Una tarde, me enteré en La Habana de su muerte a
través del Noticiero Nacional de la Televisión
Cubana y, lógicamente, no pude acompañarla
en los trágicos momentos de su enfermedad, ni he
podido poner una flor, ni derramar la lágrima pendiente
sobre su lápida. El 24 de enero de ese mismo año,
mientras un grupo de amigos celebrábamos mi cumpleaños
en La Habana, mi amigo Alex Díaz Paz, hoy exiliado
en Londres, me comunicó que unos amigos mexicanos
le habían informado ese día que la prensa
mexicana estaba comentando que la cantante estaba gravemente
enferma. Yo le dije a mi amigo "no me jodas, Alex,
¿esa es la noticia que me tienes para hoy?"
Y entré al cuarto a llorar 15 ó 20 minutos.
En 1995, tras haber roto con el periodismo oficial cubano
en el cual era columnista del diario nacional cubano Trabajadores,
fundé con otros periodistas disidentes, Habana Press,
la primera agencia privada, que ilegal y perseguida, lucha
por la libertad de prensa en Cuba. Como subdirector editorial
de Habana Press difundí las noticias de los días
de Concilio Cubano -plataforma de unidad de la oposición
cubana de 1995-1996-: a saber, la caída de octavillas
lanzadas desde aviones por Hermanos Al Rescate sobre La
Habana el 13 de enero de 1996, la única reunión
clandestina del Concejo Nacional Coordinador de Concilio
Cubano presidida por su fundador y delegado nacional, mi
amigo, el abogado Leonel Morejón Almagro, el 10-11
de febrero y el juicio del propio Leonel, el 23 de febrero.
Aplastado Concilio, Leonel cumplió íntegramente
14 meses de prisión. Cuando conocí a Amparo
Ochoa, yo tenía 29 años como he escrito y
era un periodista que empezaba su carrera. Han pasado 24
años de esta historia. Hoy tengo 53, estoy divorciado,
resido en Madrid desterrado por luchar por la libertad de
prensa en Cuba y acabo de escribir Nacido para triunfar,
la novela del millón de ejemplares vendidos, sobre
toda esta historia, para la cual busco editor en España.
Soy un hombre con suerte, que ha vivido intensamente y sin
miedo, y que ha tomado decisiones meditadas casi siempre.
Mi vida ha sido, como fácilmente se notará,
azarosa, a veces con riesgos y castigos, pero sin duda interesante,
por lo menos para mí. Vale la pena jugárselo
todo por la familia, por un amigo, por el amor y por la
libertad. Todavía sigo creyendo en ambas cosas.
Web de Amparo Ochoa:
http://amparo.cantonuevo.org
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