Carlos
Alberto Montaner
El ocho de septiembre pasado Fidel Castro leyó
en la plaza de la revolución uno de sus acostumbrados discursos
triunfalistas. Explicó que el país contaba con el
mejor sistema educativo del planeta, y afirmó que los cubanos,
gracias a la Revolución, se habían convertido en
los ciudadanos más cultos de la humanidad. Al pie de la
tribuna, impaciente por regresar a sus casas o centros de trabajo,
el no-tan-enfervorizado público, cocinado al lento fuego
caribeño, recitaba consignas rítmicamente, repitiendo
sin emoción una vieja coreografía que lleva más
de cuatro décadas de ininterrumpidas escenificaciones.
La
prensa internacional, sin embargo, no dio cuenta de los “impresionantes
logros de la revolución” -un perro que la ha mordido
demasiadas veces-, sino se limitó a consignar que el viejo
Comandante tenía de nuevo la expresión oral estropajosa
y lenta de quien padece las consecuencias de repetidas isquemias
cerebrales. Y tras establecer ese lúgubre diagnóstico,
sólo encontró destacable el último párrafo,
donde Castro se ufanaba de haber llevado a cabo su supuesta hazaña
pedagógica frente al bloqueo norteamericano y el semibloqueo
europeo. Era como si el viejo combatiente de la Guerra Fría
disfrutara riñendo su última batalla contra las
naciones democráticas de Occidente.
Los
comunistas se reinventan
Pero mientras Fidel leía su discurso, otro texto mucho
más importante era recogido en la edición electrónica
de la Revista Encuentro publicada en Madrid: se trataba de “Cuba
y la izquierda” del historiador, ensayista y diplomático
cubano Juan Antonio Blanco, hoy radicado en Canadá, pero
hasta hace poco tiempo principal analista de temas norteamericanos
en el Comité Central del Partido Comunista Cubano. En su
ensayo, Blanco se dirige a sus antiguos camaradas y los conmina
a ampararse bajo un nuevo discurso político colocado bajo
la bandera de la democracia, el respeto por los Derechos Humanos
y la pluralidad, aunque sin renunciar a los tradicionales objetivos
sociales y políticos reivindicados por la izquierda. Lo
terrible del comunismo, incluida su versión cubana -viene
a decir Blanco-, no eran los fines, sino los métodos. Y
eso es lo que había que cambiar.
Blanco
no quiere que Fidel Castro, cuando muera, como los antiguos faraones,
se lleve a la tumba al Partido Comunista y a las casi ochocientas
mil personas -de una población de once millones- que ahí
militan desilusionadas y a regañadientes, porque entienden
que la dictadura cubana, con sus atropellos y sus fracasos, basada
en el torpe modelo político y administrativo calcado de
la URSS, no puede sobrevivir en el mundo moderno posterior al
descrédito y desaparición del Bloque del Este. Los
comunistas cubanos, pues, tienen que reinventarse, como lo han
hecho en todas partes, y Juan Antonio Blanco está dando
los primeros pasos en esa dirección.
Las
otras opciones
El planteamiento no era una rareza. Desde fines de la década
de los ochenta la sociedad civil cubana -incluidos los partidos
políticos-, intenta resurgir pese al acoso implacable de
la policía secreta. En Cuba, dentro y fuera de la cárcel,
hay movimientos embrionarios de prácticamente todo el espectro
ideológico: liberales, democristianos, socialdemócratas,
incluso conservadores, lo cual no deja de ser curioso en una nación
en la que borraron casi cualquier vestigio de propiedad privada
hace algo medio siglo. Es la lucha del pueblo por escapar a la
rígida institucionalización comunista, diseñada
para estabular a las personas en organizaciones controladas por
el aparato represivo. Es, también, el olor al cambio que
se otea en el ambiente. La nación se prepara para una transición
que desea, pero, simultáneamente, teme, porque toda transformación
de esa envergadura genera una tremenda inquietud en las gentes.
Naturalmente,
no todo el mundo desea el cambio. En Cuba, como sucedió
en España durante el “tardofranquismo”, hay
una fracción del poder totalmente inmovilista, capitaneada
por el propio Fidel Castro, que respalda su parálisis en
un argumento moral y en dos consideraciones estratégicas.
El argumento moral es una cuestión de fe: el comunismo
-insisten ellos sin recatos-, utilizado de acuerdo con la estructura
administrativa cubana, es la forma más justa de organizar
la sociedad. Así que no hay sistema bajo el sol más
democrático, ni más equitativo, ni más eficaz
que el empleado en Cuba, ni existen sobre la tierra personas más
dignas y felices que los cubanos. Hipótesis a la que agregan
las siguientes dos consideraciones estratégicas: primero,
si se abandona el modelo comunista, Estados Unidos “anexionará”
la Isla en el terreno económico y político, y los
cubanos perderán la soberanía. En segundo lugar,
los exiliados, podridos por el rencor, reclamarán sus propiedades
y caerán sobre el país como aves de rapiña
para esclavizar a sus conciudadanos.
Por
supuesto, la realidad política y social de Cuba no es la
que Castro reivindica, algo que se demuestra por el simple hecho
de que casi todo el país intenta salir corriendo de ese
paraíso a bordo de cualquier cosa, incluidos una visa,
una balsa, una beca en el extranjero, un turista enamorado o una
vieja y simpática gloria en busca del último cuplé
pasional. Como tampoco son ciertas las premisas estratégicas:
ni Estados Unidos pretende “anexionar” a Cuba ni a
ningún país latinoamericano, ni es verdad que los
exiliados sueñen con regresar a la Isla a ejercer alguna
suerte de siniestra venganza. Los exiliados, que ya viajan a su
patria de origen por decenas de millares y sin incidentes todos
los años, y que remiten cientos de millones de dólares
a sus familiares, todo lo que pretenden es que Cuba se convierta
en una democracia hospitalaria para hacer exactamente lo mismo
que el resto de los emigrantes de cualquier parte del mundo con
relación a la nación en que nacieron: mantener lazos,
poseer un segundo hogar y, si lo permiten las leyes, gozar de
doble ciudadanía, porque difícilmente van a renunciar
a la calidad de vida que han logrado en países como España
o Estados Unidos para enrolarse permanente e irrevocablemente
en la siempre incierta aventura de regresar a un país convulsionado
por la transición, por muy benigna que ésta resulte.
¿Qué
va a suceder?
El
panorama, pues, se puede resumir de la siguiente manera: el conjunto
de la sociedad, aunque con síntomas de previsible ansiedad,
desea poner fin a la etapa comunista y adentrarse en un proceso
de cambio hacia la democracia y la economía de mercado;
frente a esa masa mayoritaria, una parte de la clase dirigente,
liderada por Fidel Castro, se bunqueriza, cava trincheras, le
coloca candados legales a la Constitución, y advierte que
el modelo comunista, incluso a costa de ignorar la dialéctica
materialista, es eterno e inmodificable. Sin embargo, otra facción
del poder, hoy invisible, pero probablemente mucho más
numerosa, abriga intenciones reformistas y se percata de que el
país tiene que cambiar, incluso como garantía para
proteger sus propios intereses.
¿Cómo
se van a resolver esas contradicciones? Como ha sucedido en todas
partes: en su momento, los reformistas del poder y la oposición
democrática forjarán una alianza que guiará
el proceso político en la dirección del cambio.
Los inmovilistas, en el otro extremo, quedarán reducidos
a un porcentaje muy pequeño del aparato político:
probablemente, entre el cinco y el diez por ciento de nostálgicos
de la gloriosa época estalinista, dedicados a rumiar sus
frustraciones y a digerir los rechazos electorales.
¿Cuándo
va a comenzar esa deseada transición? El momento inicial
lo marcará la muerte o la incapacitación muy severa
del “Máximo Líder”. Castro tiene 77
años, y en la última década ha sufrido y
se ha recuperado de varios espasmos cerebrales de distinta intensidad.
Lo previsible es que uno de esos futuros ataques sea masivo y
lo liquide o le afecte severamente su capacidad de razonar y comunicarse.
En cualquiera de las dos circunstancias, su hermano Raúl
herederá el poder, pero no la autoridad ni la capacidad
de intimidación que Fidel ejerce sobre la clase dirigente.
La
salida del laberinto
El cambio comienza a partir de la salida de Castro de la escena.
Eso no quiere decir que la oposición democrática
y los reformistas deben cruzarse de brazos, sino que la posibilidad
real de actuar llegará cuando desaparezca el Caudillo:
ahora están en la etapa de forjar lazos secretos, expandir
las redes clandestinas y prepararse para que el futuro los encuentre
razonablemente organizados.
Obviamente,
Raúl Castro, el heredero designado, tratará de mantener
el control sin modificaciones sustanciales, pero la ausencia de
una figura como Fidel cambia súbitamente todo el panorama
y modifica totalmente las relaciones de poder. Raúl Castro
posee “su” gente, sus personas de confianza, y la
lista no coincide con la de su hermano. También tiene numerosos
enemigos. Muchos personajes de la nomenklatura lo consideran mediocre
e indeciso. Otros, simplemente, lo odian. Frente a éstos,
los raulistas aseguran, sin embargo, que el hermano menor de Castro
es mucho más flexible y posibilista. En todo caso, la división
estremecerá la estructura de gobierno.
Por
otra parte, la sensación de orfandad que deja la ausencia
de caudillos absolutos como Castro no puede llenarse con nada,
e irradia en todas las direcciones. Por un tiempo, los turistas,
precavidos, se desviarán hacia otras playas caribeñas
menos peligrosas. La mínima solidaridad ideológica
internacional que le queda a la revolución disminuirá
hasta casi desaparecer. Los pocos inversionistas extranjeros paralizarán
sus operaciones hasta ver qué sucede en el país.
Lo mismo ocurrirá con las escasas fuentes de crédito
al alcance de la arruinada isla. Conclusión: la situación
económica se agravará terriblemente, la sociedad
padecerá unas carencias cercanas a la hambruna, y no pueden
descartarse desórdenes generalizados, como los que ya se
ensayaron en La Habana en el verano de 1994, tras la desaparición
del subsidio soviético durante el momento de mayor crisis
y desabastecimiento.
La
alternativa
Quien
entonces ocupe la casa de gobierno se enfrentará a una
alternativa trágica: o cierra el país y se acoge
al modelo norcoreano de manicomio totalitario, autárquico
y clausurado, con el riesgo de que esa huida hacia delante conduzca
a una guerra civil, o busca a toda prisa la reconciliación
con Estados Unidos y la Unión Europea para salir del atolladero
con una buena inyección de dólares, euros y soporte
diplomático. Sólo que las democracias occidentales
en ese instante cobrarán por su ayuda el correspondiente
peaje político: el gobierno cubano tendrá que acceder
a unas reformas políticas profundas como, por ejemplo,
someterse al referéndum que propone el “Proyecto
Varela” diseñado por el líder opositor Oswaldo
Payá, Premio Sajarov del Parlamento Europeo. Al fin y al
cabo, por ahora lo único que pide la oposición es
que se pregunte al pueblo si quiere ampliar el marco de sus libertades
civiles.
Para
evitar verse en ese trance, Raúl Castro todavía
intentará su última maniobra inmovilista: prometer
la ruptura total con los guerrilleros colombianos de las FARC
y el ELN, convencer a Estados Unidos de que sólo su mano
fuerte de viejo militar puede impedir una estampida migratoria
salvaje hacia el país vecino, y evitar que la Isla se convierta
en un sitio de paso de los narcóticos sudamericanos. Es
decir, tratará de “vender” sus destrezas como
policía implacable, pero lo probable es que Estados Unidos
no acepte ese planteamiento. Si algo aprendió la diplomacia
norteamericana a lo largo del siglo XX es que las únicas
alianzas estables son las que se realizan con naciones democráticas.
La teoría del “son of a bitch” bueno siempre
terminó mal: Batista culminó en la tiranía
de Castro; Somoza devino en la de los sandinistas. Lo único
que a corto, medio y largo plazo le conviene a Estados Unidos
es que su vecino más próximo en el Caribe desarrolle
y disfrute de una democracia estable y de un modelo económico
productivo.
Comenzada
la transición, hay un claro peligro en el ambiente: que
quienes hoy detentan el poder decidan, como en Rusia, transformarse
en una mafia político-económica que controle la
mayor parte de la riqueza del país. Y ya hay pruebas de
que algunos altos dirigentes del Partido Comunista y de las Fuerzas
Armadas se preparan para ello. Las Fuerzas Armadas y el Ministerio
del Interior, por ejemplo, controlan y administran la mitad de
las instalaciones hoteleras, toda la industria azucarera y las
redes de comercio minorista que operan en dólares. La tentación
de esos jerarcas será, como ocurrió en Nicaragua,
asignarse arbitrariamente esos bienes y pasar de ser la clase
dirigente comunista a ser la clase dirigente capitalista. ¿Podrán
lograr sus propósitos? Probablemente no, pero todo dependerá
de la firmeza de la oposición y del respaldo de las grandes
naciones democráticas del mundo |