La
Habana, 15 de junio de 1977. En la modesta funeraria de
la calle Zanja se da el último adiós a una
de las más renombradas prostitutas en la historia
de Cuba, a La Macorina del danzón (1)
y el son de consumo público . Muy cerca del recinto
funerario todavía vive Armando Valdés, un
anciano que la conoció y quien no se esfuerza mucho
para ocultar que la admiró galantemente.
—Era
la hembra más celebrada de toda la ciudad —cuenta
Valdés. La recuerdo entrada en carnes, ojos claros
y de un trato exquisito. Se decía que sus padres
la habían abandonado y que ella se había entregado
al negocio del amor. Cojeaba ligeramente debido a un accidente,
pero era una de las mujeres más hermosas que jamás
haya visto.
Poco después del 30, La Macorina comenzó a
perder popularidad. Se decía que sus protectores
le habían vuelto la espalda, que estaba enferma,
que se había retirado, qué se yo. Ya andaba
por los 40, pero todavía tenía buenas carnes,
que yo lo recuerdo bien.
Casimira Lamas, una de sus vecinas de la barriada, fue quien
atendió a La Macorina en su cama de moribunda.
—Su verdadero nombre era María Calvo. María
me pidió que el día de su muerte le pusiera
el vestido amarillo y que no le dijera a nadie que era La
Macorina. Una tarde me pidió café. Cuando
regresé, ya había muerto. Un médico
vecino certificó su defunción como cardiaca.
Yo nunca he dejado de llevarle flores.
Pero...¿qué
dijo La Macorina, en 1958, al único periodista que
logró entrevistarla en su cuarto de la calle Apodaca?
—Macorina,
¿cómo fueron tu niñez y adolescencia?
—Nací
en l892 en el seno de una familia bien, como se decía
entonces... Vivíamos en un pueblo en las afueras
de La Habana. La primavera en el campo embriaga. Yo tenía
15 años y la sentía en la piel, en los ojos,
en el alma. La primavera me empujó a escapar de casa
con un hombre que prometió amarme por siempre. Mis
padres intentaron que regresara, pero seguí en La
Habana con mi primer y único amor, aquél que
recordaré hasta mi muerte. El apenas podía
garantizar nuestra seguridad económica. Un día
apareció una mujer que dijo saber la forma en que
podíamos vivir lujosamente. Yo accedí y con
ese tremendo error comenzó una etapa de mi vida que
dio origen al mote, al danzón y al son que tanto
odio.
—Por
cierto, Macorina, ese sobrenombre...
—Fue
así de sencillo: en La Habana de entonces había
una popular cupletista a quien llamaban La Fornarina. Una
noche me paseaba por una de las calles más populares
de la ciudad, cuando un borrachín, confundiéndome
con ella y pensando que su nombre era Macorina, comenzó
a llamarme a grandes voces. La gente celebró el suceso
con risotadas y a partir de ese momento me endilgó
ese nombre. Hace 25 años reniego de él.
—Tienes
una manera muy elegante de hablar, María...
—Recuerda que alterné con lo más selecto
de la sociedad habanera...
—¿Cómo
te afectó la crisis de los años 30?
—
Mi estrella comenzó a declinar. Vendí mis
nueve autos, mis cuatro mansiones, mis vestidos, joyas,
pieles... Los que antes me adulaban, ahora volvían
la cara.
—¿Te
reprochabas algo de manera especial?
—Durante
toda mi vida tuve una ilusión: llenar un avión
con muñecas y repartirlas entre todas las niñas
de Cuba. A veces, en medio de una fiesta y rodeada de admiradores,
mi pensamiento volaba hacia aquel avión cargado de
muñecas.
—¿Eres
feliz?
—Siempre
he sido feliz y desgraciada al mismo tiempo, como ahora.
Hoy no tengo ilusiones, pero sí paz. Vivo acompañada
en soledad.
—¿Qué
significa eso?
—Yo
sé por qué te lo digo.
Fernando
Hernández Benítez era jefe de sección
del cementerio de Colón en la época en que
falleció nuestro personaje.
—Este
es el panteón donde fue enterrada quien se hacía
llamar María Calvo, pero cuyo verdadero nombre era
María Constancia Caraza Valdés, según
consta
en los libros del cementerio. Cuando el 16 de junio de 1977
fue enterrada, no hubo danzón, ni
son, ni se dijo que se trataba de La Macorina. Posteriormente,
el 4 de agosto de 1986, su cadáver fue exhumado y
los restos trasladados a un osario.
Sin embargo, La Macorina no se ha ido del todo. Su fantasma
curvilíneo anda y desanda la ciudad, y a veces, negligentemente
tendida sobre una desgastada piel de armiño, dormita
sobre el malecón habanero. Pocos notan en su presencia
y sospecho que uno de ellos sea esta niña que, halándome
de la manga, me dice sin ton ni son:
—Yo
me llamo María. Cuando crezca, voy a ser aeromoza,
como mi mamá. Entonces voy a llenar un avión
con muñecas para regalárselas a todas las
niñas de Cuba. Y si alguna no alcanza, yo le doy
la mía.
(1)
La Macorina no constituye una canción propiamente,
sino una suerte de estribillo que todavía hoy los
músicos cubanos incorporan a sus sones y danzones.
Es de autor anónimo y existen referencias testimoniales
de que ya se conocía por 1915. Algunos se lo atribuyen
al cantante Abelardo Barroso debido a que fue muy popular
en su voz.
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