Por
Miguel Saludes.
Cuando la escritora inglesa Joanne Kathleen Rowling se
sentó en una cafetería de Edimburgo a verter
sobre el papel las ideas que habían ido tomando
forma en su mente, no sabía que en pocos años
la adversidad por la que atravesaba entonces se revertiría
totalmente. La fortuna le sonreía, sin ella advertirlo,
mientras la historia de Harry Potter crecía en
palabras.
En la sobre tapa del primer tomo publicado bajo el título
de “Harry Potter y la piedra filosofal”, además
de brindar algunos datos sobre autora, aparecía
la anécdota muy extractada de cómo ella
había escrito la maravillosa narración.
Recién divorciada, con una niña pequeña
y sin trabajo, había regresado a su país
natal desde Lisboa. En el tren donde viajaba recibió
los primeros soplos de la musa. Más tarde iría
ordenando aquellas imágenes a través de
la escritura, sin importar el lugar que le brindaba la
oportunidad para hacerlo. Contaría con las mesas
de los cafés donde, quizás sin tener un
penique para tomar algo, se sentaría a escribir
aprovechando el sueño de su pequeña. En
esas cafeterías obtenía tranquilidad para
crear y hasta parte del material inicial que necesitaba
para transcribir el esbozo del relato. Aquel papel no
era otro que el proporcionado por las servilletas puestas
a disposición de los comensales. Los que pasaban
a su alrededor tal vez ni se percataran de su presencia
y hasta algún empleado se retiraría de su
lado desdeñosamente al comprobar que la joven mujer
no iba a solicitar sus servicios. Impasible al medio que
la rodeaba y en aquellas insignificantes cuartillas iba
creciendo la figura del niño aprendiz de mago y
el universo fantástico del que se adueñarían
millones de personas en todo el planeta.
Todo este pensamiento sobre Harry Potter y la forma en
que fue creado, acudió a mi mente mientras una
amiga me contaba la situación desagradable que
tuvo en una de las tantas cafeterías al aire libre
que se han ido adueñando de algunas calles y plazas
de la vieja Habana. La muchacha se encontraba esperando
a unas amistades en la plaza de San Francisco y como había
llegado al lugar de la cita demasiado temprano, se sentó
en una de las sillas pertenecientes a uno de los dos establecimi0ntos
al aire libre que hay en ese lugar. Un joven empleado
salió, y de manera disimulada se acercó
para limpiar la mesa al tiempo que advertía a mi
amiga que mientras no abrieran al público podía
permanecer sentada, pero una vez abierto el local tendría
que retirarse si no consumía nada. Sin esperar
más la ella se levantó. Pero el cansancio
de la espera le hizo ocupar al rato un puesto en otra
de las dependencias, totalmente despejada de usuarios.
Rápidamente una bella dependiente le ofreció
la carta y al ver que no iba a solicitar nada le pidió
que se levantara, pues el puesto sólo era para
quienes iban a consumir.
Locales como estos, ubicados en la plaza donde se encuentra
la Lonja del Comercio, existen en el mundo entero. En
los que pude conocer en el desaparecido lado trasero del
muro socialista, nunca me hicieron levantar a pesar de
que a veces ni té pedía. En otros países
la gente se sienta en sitios como estos para descansar
del agobio de la ciudad, contemplando el mundo bullente
a su alrededor. Son lugares ideales para concertar encuentros
o conversar con algún amigo. Puede que los que
se sienten hagan una espléndido pedido, o soliciten
un café, un refresco o simplemente agua. Nadie
se molesta por ello. En definitiva esas mesas se colocan
para atraer la atención de los transeúntes.
Unos pedirán algo y otros nada. Siempre existe
la posibilidad de que la visita se repita y acabe por
convertir al asiduo forastero en un espléndido
cliente. Y hasta puede que alguna señora Rawling
se siente a escribir una obra que mañana hará
famoso al sitio donde fue concebida. Con esos detalles
cuentan los que atienden las cafeterías al aire
libre en cualquier parte del mundo.
Así llegué a la conclusión de que
si la creadora del célebre personaje hubiera nacido
en La Habana, difícilmente pudiera haber escrito
su libro en una de las mesas pertenecientes a la red de
cafeterías que existen en las calles y plazas de
la ciudad. Primeramente, teniendo en cuenta la situación
económica que enfrentaba en esos momentos, no podría
solicitar ni un vaso de agua. El costo de un café
en estos lugares, destinados fundamentalmente al turismo
internacional, asciende hasta 1,50 usd. Por lo tanto los
empleados la hubieran corrido rápidamente y finalmente
dudo que le facilitaran las servilletas para escribir,
uso para el que no están destinados estos artículos,
que además se dan de manera limitada.
Creo que si la providencia hubiera puesto sus ojos sobre
una cubana dándole la inspiración para producir
semejante libro, Harry Potter terminaría irremediablemente
por ser engendrado en la mayor de las Antillas. Sólo
que el lugar del nacimiento nunca estaría asociado
con la mesa de una cafetería de las que abundan
en los lugares abiertos de nuestra capital.