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| Semanario El Veraz | San Juan, Puerto Rico | |
La otra cara de la emigración cubana: Niños que crecieron sin sus padres

Por Iván Garcia

“Es muy duro crecer sin los consejos de tus padres. Hacerte hombre sin poder compartir tus triunfos y derrotas... una carga insoportable", confiesa uno de esos hijos abandonados a su suerte por progenitores que emigraron sin mirar atrás¨

Desarraigo. Es la definición que le parece más correcta a Silvio, médico de un policlínico al sur de La Habana, cuando comparte su historia personal.

Luego de una breve pausa, donde el silencio aumenta el ronroneo de un viejo ventilador con aspas polvorientas, Silvio respira profundo, concentrado, intentado dominar un volcán de emociones que ahora mismo lo embargan.

“Es muy duro crecer sin los consejos de tus padres. Hacerte hombre sin poder compartir tus triunfos y derrotas. Sin poder presentarles a tu primera novia, que conozcan a sus nietos o cuando te gradúas, no ver sus rostros entre el público ni poder retratarte con ellos. Sí, es muy duro, una carga insoportable”, dice Silvio en un sollozo y se tapa el rostro con las manos.

Cuenta el médico habanero que sus padres fueron sus abuelos. “A pesar de sus achaques físicos, bajo nivel cultural y vivir al límite financieramente, me educaron como un hombre de bien. Si he podido ser lo que soy es gracias a ellos. Donde quiere que estén, siempre los tengo presente”, indica Silvio, mientras se persigna y mira al techo intentando captar la energía de sus abuelos ya fallecidos.

“Nunca más he sabido de mis padres. Familiares cercanos me han dicho que presuntamente fallecieron cuando intentaban marcharse de Cuba en una balsa. Me aferro a la idea de que están vivos. Que algún día, por Facebook o en una carta, contactarán conmigo. He soñado muchísimas veces como sería ese reencuentro. Los niños que crecemos sin padres siempre nos aferramos a la esperanza”, subraya Silvio.

Pero no todos los niños o adolescentes abandonados por progenitores que deciden emigrar o trabajar en el extranjero llegan a convertirse en profesionales y aportan eficazmente a la sociedad.

Osvaldo frisa los 55 años y un tercio de esa edad lo ha pasado tras las rejas. La cárcel es su segunda casa. Cuando es un hombre libre vive de estafar incautos, consumir drogas y nunca ha tenido una pareja estable.

Su vida se asemeja a viajar a 300 kilómetros por hora en un Ferrari. No hay término medio. Es todo o nada. Hablar sobre la estabilidad familiar es un ejercicio banal. Los temas de conversación de Osvaldo son el dinero, “en fulas, preferentemente,” planear estafas o ver qué próxima mujer cae en el jamo.

Pero ni la rudeza de las prisiones cubanas o sus incidentes en el bajo mundo habanero le hacen olvidar que creció sin padres. En su brazo izquierdo lleva un tatuaje habitual de los presidiarios consuetudinarios: No hay amor como el de madre. El único recuerdo de sus padres lo tiene guardado en un antiquísimo gavetero de caoba ennegrecida.

Es una foto en blanco y negro de un niño con un gorrito de cartón en la cabeza, rodeado de refrescos y un cake con tres velas al frente. “Es de los pocos momentos agradables que he tenido en mi vida. Mis padres juntos conmigo. Después que se fueron por el Mariel, todo fue diferente. Mi papá estaba preso y los guardias del Combinado lo conminaron a marcharse. Mi madre se fue con él y me dejaron a cargo de sus hermanos, mis tíos. Bandoleros a más no dar, que visitaban la prisión como ir a un agro.

Probablemente esa soledad de crecer sin mis padres me ha convertido en el hombre que soy en la actualidad. Pero a estas alturas de mi vida no quiero ni puedo cambiar”, apunta Osvaldo con la frente alzada, como si estuviese retando a un duelo a un enemigo imaginario.

Si alguna vez Osvaldo se hubiese molestado en visitar un psicólogo, y acostarse en el desván para escuchar sus consejos, quizás le hubiera servido de ayuda. Pero nunca lo creyó necesario. “Son cosas del destino. Y punto”, enfatiza.

Un grupo de psicólogos de Pinar del Río, provincia a 174 kilómetros al oeste de La Habana, en un reciente estudio divulgado por la Revista de Ciencias Médicas, asegura que los niños que crecen sin sus padres o con uno de ellos, experimentan ira, tristeza y pérdida de los valores familiares.

“También mutismo, dificultades en la asimilación de materias escolares y complejo de inferioridad”, acota Niurka, psiquiatra.

Yanci de la Caridad Flores y Yamila, su hermana gemela, conocen de primera mano los perniciosos efectos colaterales de crecer sin padres. A sus 44 años, aún no tienen clara la historia que llevó a su madre a dejarlas abandonadas con su abuela paterna.

Yanci y Yamila residían con sus padres en una casona colectiva con varias familias en la calle Gertrudis, en la barriada de La Víbora. Según algunos vecinos, su madre enloqueció e intentó darles candela a sus hijas. Otros cuentan que estaba presa por un delito común y en 1980 se marchó a Estados Unidos por el puerto del Mariel.

El padre también era un preso común y en el 80 igualmente se fue por el Mariel. A fines de los 90 se enteraron de que su padre se había vuelto a casar, tenía una hija y vivía en Miami. Pero el reencuentro nunca se produjo: el padre murió de un cáncer en 2003.

La ausencia de los progenitores todavía le provoca pesadillas a Yanci y Yamila. Rastrean por internet en busca de la mujer que las trajo al mundo. Por ahora, sin suerte. Su madre sigue siendo un enigma.

Pero no pierden la esperanza de reencontrarse con ella algún día, y decirle que nunca la han olvidado. Y si hubiera muerto, hacerle llegar unas flores a la tumba en el cementerio de Estados Unidos donde estuviera enterrada.


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