Buscábamos
información sobre La Habana, gente que nos contara
memorias, que nos ayudase a desenterrar los tesoros espirituales
de esta ciudad donde todos los caminos conducen al mar.
La idea rondaba nuestras cabezas como un cuento o una
melodía. "Gente de La Habana" sería
un reportaje donde importantes músicos e intelectuales
contarían sus vivencias. Cierta tarde rastreábamos
en la radio, dial arriba y abajo, algo con alas, coordenadas
que valieran la pena.
Y
de pronto ¡Bang!, el milagro: una flauta, un contrabajo,
violines... Era la orquesta Arcaño y sus Maravillas
en su versión de "Las alturas de Simpson"...
Poco después, micrófono en mano, estábamos
frente al Danzonero Mayor, como llaman en Cuba a Antonio
Arcaño. Ni él ni nosotros sospechábamos
que ese sería su postrer verano, ni ésta
una de sus últimas entrevistas.(1)
—En
1924 Ud. se integra a una de las orquestas que animaban
las noches en los clubes y academias de baile de las playas
de Marianao. ¿En qué circunstancias llega
a ese, su primer empleo como músico profesional?
—Tenía
14 años y recién había terminado
el bachillerato en una de las Escuelas Pías de
Guanabacoa. Mi familia aspiraba a
que fuera médico o algo por el estilo, pero el
país atravesaba por una profunda crisis económica
y no se pudo seguir pagando mis estudios. En vista de
la situación, un primo mío que tocaba violín
y flauta propuso a mi madre que yo le hiciese las suplencias
en la orquesta donde él tocaba. Ganaría
tres pesos, que entonces era dinero.
—Algunos
de los músicos que lo seguirían años
después, ¿procedían de aquellos conjuntos?
—Sí.
Eran músicos formidables. Algunos como Virgilio
Diago y Alonso tocaban en la Sinfónica, pero en
aquella época interpretar a Mozart no pagaba. Ganaban
menos de dos pesos por noche, mientras en los bailes sacaban
seis, ocho y hasta diez.
—¿Cómo
cristaliza su aspiración de fundar una orquesta?
—Existía
una constelación de orquestas, charangas todas,
con un mismo formato: flauta, violín, piano, bajo,
timbales, güiro... La mía fue una orquesta
muy buena, la mejor que se podía reunir. Los músicos
de concierto estaban económicamente forzados a
tocar en los bailes y yo aproveché una coyuntura
muy diáfana que me ofrecía la pasta Gravi,
patrocinadora de mi programa... Generalmente ellos trabajaban
de nueve de la noche a dos de la mañana por muy
poco, en tanto conmigo ganaban más en 40 minutos.
—Se
dice que Ud. revolucionó la música popular
cubana...
—Bueno,
dénse cuenta que las charangas eran de seis músicos
y yo la aumenté a ocho. En el treintipico nos reuníamos
en casa de Orestes López para descargar, turnándonos
en pequeños grupos. Yo siempre escogía a
Orestes para el piano, porque al final de los danzones
hacía una cosita muy sabrosa que resultó
ser el mambo. Pérez Prado fue un músico
muy inspirado, pero el mambo nació así.
En los años 30 nosotros ya le poníamos mambo
a los danzones.
—¿Por
qué aumentó el número de músicos
de su orquesta?
—Siempre
quise tener una orquesta grande, semejante en cierto sentido
a una sinfónica. Por eso introduje la viola. Las
cuerdas de mi orquesta eran una pequeña sinfónica.
Tenía violín primero, violín segundo,
a veces violín tercero, viola, chelo y bajo.
—Entrar
al club Niche y encontrarlo a Ud. de espaldas al público,
improvisando con su flauta en el ángulo recto que
formaban las paredes, era algo usual. ¿Por qué
esa colocación?
—Lograba
más fuerza, ayudaba a la respiración. La
amplificación era muy mala y de esa manera el sonido
rebotaba en las paredes.
—Si
ocurriera una desgracia, un naufragio, por ejemplo, y
sólo pudiera salvar un danzón, ¿cuál
escogería?
—Difícil
elección, porque hay muchos y muy buenos danzones,
como "Serrano", dedicado a Manolo Serrano, un
locutor de la antigua CMQ, o "La cayuca", de
Orestes López. También hay canciones de
Manuel Corona y Sindo Garay que nosotros convertíamos
en danzones, como "Santa Cecilia".
—¿Y
"La rosa roja"?
—Ese
fue un danzón muy famoso entre los bailadores,
que daban gritos y lanzaban sus sombreros al aire cuando
yo hacía algunas cositas con la flauta. El danzón
de aquella época se dividía en tres partes
y no admitía salirse de lo que estaba escrito.
Por eso los conservadores de entonces criticaban a los
que siempre estábamos inventando. Hoy nos llaman
revolucionarios, pero antes...
—¿Cómo
era el bailador de aquellos años?
—Estaba
el bailador negro y el bailador blanco. El negro tenía
una economía muy precaria y no podía frecuentar
otros espectáculos que no fueran los bailes. Cuando
conseguía dos pesos, era para ir a bailar. Pero
pese a su pobreza, era muy elegante: vestía mejor
que yo. Bailaba cualquier día, a cualquier hora,
aunque se cayera de sueño a la mañana siguiente
en el trabajo. Después me decían: "Arcaño,
nos estás matando". Y yo les contestaba que
eran ellos mismos los que se mataban, pues yo tocaba todos
los días porque vivía de eso. El bailador
blanco era más organizado: bailaba el sábado
y el domingo iba a la playa o al cine. Le gustaba bailar
con la negra, con la mulata, porque lo hacían muy
bien. Yo, además del carnet del Centro Asturiano,
tenía otro de la Unión Fraternal, donde
había mujeres muy bonitas, negras y mulatas que
bailaban muy bien. Una vez me llaman de la Secretaría
y me dicen: "Arcaño, para nosotros es un honor
que Ud. baile aquí, pero afuera hay muchos blancos
que van a protestar porque ellos no pueden entrar a bailar
y Ud. sí". Y yo les contesto: "Eso no
es problema. Díganles que yo soy negro. Miren mi
carnet de la Unión Fraternal..."
—¿Alguna
anécdota especial relacionada con su música?
—Recuerdo
que en mi programa en la emisora Mil Diez estrenábamos
un danzón diario. Al cabo de los días sumaban
tantos, que uno ni se acordaba de ellos. Una mañana
salgo a la calle y veo que delante de mí camina
un muchachito, un negrito delgadito de 17 años
más o menos, chiflando una melodía bella,
bella. Y me digo: "Yo conozco eso, pero ¿de
dónde?". Estaba muy bien chiflada, muy afinadita.
Apuro el paso para alcanzarlo y le pregunto: "Oye,
eso que estás chiflando, ¿dónde lo
oíste, en una película?". Y él
me responde: "No, maestro. Ese danzón se llama
"Isora" y lo estrenó Ud. anoche en la
Mil Diez". No, no, mátame...Ja, ja, ja...
Sin
tomar apenas impulso, el maestro se levantó de
su butaca y al minuto estaba de vuelta con su flauta,
tan prodigiosa como aquella otra de los cuentos infantiles,
pero con la diferencia de que si la de Hamelin
arrastraba ratones tras de sí, ésta convocaba
a miles y miles de bailadores.
Arcaño
no se hizo de rogar para interpretar fragmentos de "Almendra"
y pasajes de otros danzones, en medio de ocasionales comentarios
sobre la mejor forma de respirar. Nosotros, por nuestra
parte, seguíamos con nuestros pies los acordes
y escalas que él dictaba a ese espacio eterno al
que vuela la música. Después de despedirnos
de él, hicimos a pie todo el camino de vuelta,
silbando viejas melodías y hasta remedando pasillos
danzoneros, bajo la mirada atónita de quienes no
tenían por qué saber que regresábamos
de la historia. De la casa de ese cubano a quien con toda
justeza llamamos El Danzonero Mayor.
(1)
Antonio Arcaño falleció en La Habana en
junio de 1994.