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| Semanario El Veraz | San Juan, Puerto Rico | |
La seña de la hispanidad

Por Andrés Reynaldo

Somos una minoría. No nos vemos como una minoría. No nos ven como una minoría. Esa es la seña de los cubanoamericanos en el marco hispano de Estados Unidos.

La hispanidad es una construcción segregacionista. En cualquier planilla, aparecen las casillas blanco, negro, asiático, hispano.

Las primeras dos categorías marcan la obvia y elusiva diferencia de color. En la clasificación de asiático prima un abusivo criterio geográfico. Sólo así se concibe la informe amalgama de gentes tan disímiles como vietnamitas y afganos.

Para la mezcla de lo hispano, no hay otro material cohesivo fuera del idioma, sin cuidado de fundamentales matices. Necesitamos cierto poder de abstracción para montar en el mismo todoterreno de las estadísticas a un español de Santander y a un colombo-americano de segunda generación en el Bronx. No me queda claro el proceso de encasillamiento allí donde no vemos comunidad de idioma, como es el caso de portugueses, brasileños, haitianos y hablantes de lenguas indígenas oriundos de América Latina.

Extraña que blancos y negros norteamericanos, sobre todo en la izquierda, no reparen en este atropello de la diversidad. Se vería mal si digo que les conviene. Vale notar que al pasar por alto nuestras especificidades nacionales se hace más difícil comprendernos y más fácil excluirnos.

Mientras más fuerte es la identidad nacional de una comunidad, mientras más firme es su vínculo al territorio natal, sus costumbres y sus problemas, se hace menor su confluencia en la vaguedad de lo hispano. Por tanto, aumenta su independencia respecto al establishment de blancos y negros. Pongo por caso, junto al cubano, el de la exitosa comunidad asiática. La imposibilidad de que el establishment usurpe nuestra autonomía, así como nuestra renuencia a convertirnos en una comunidad-mascota, nos mantiene saludablemente alejados del tribalismo identitario, la corrección política y las reclamaciones parasitarias. No aspiramos a obtener las cuotas de la marginalidad, sino a participar como iguales de la corriente principal.

En Miami, lo cubano suele quedar en las antípodas de lo hispano.

Primero, está la calidad de la primera ola inmigratoria, la ola fundacional, en la década de 1960. Formados en la república precastrista, fueran abogados o campesinos, esos cubanos venían extraordinariamente capacitados para adaptarse y prosperar en Estados Unidos. Factor importantísimo fue la excepcionalidad inmigratoria que permitió la rápida naturalización de cientos de miles de nuevos votantes. (Miami es la segunda ciudad en población cubana después de La Habana). Luego, la situación de poder. El triunfo económico y social se tradujo en una poderosa maquinaria política con influencia municipal, estatal y federal. Por último, la agenda anticastrista, que domina nuestro quehacer político y cultural.

Esta agenda ha sido habitual punto de fricción con nuestros hermanos latinoamericanos, indolentes por lo general ante la experiencia del comunismo. Parte del infierno sobre la tierra que padecemos los cubanos consiste en soportar la duda, si no el desprecio, de los admiradores de unos logros del castrismo que seducen en carne ajena y matan en carne propia. Sin embargo, el tiempo va nivelando la balanza. Ya no dudan ni desprecian nicaragüenses ni venezolanos. Se acerca el turno de México.


Esta diferencia nos ha salvado de la mezquina uniformidad que nos propone el establishment y de las demagogias y corrupciones de la industria de la hispanidad. Como en todos los lugares, lo mismo Europa que Asia, las particularidades nacionales cuentan de principio a fin, con sus solidaridades, sus intereses y sus fobias. Los argentinos van aparte de los brasileños. Salvadoreños aparte de hondureños. Dominicanos muy aparte de haitianos. Por decreto no se forjan hermandades. La Historia, con mayúscula, no cabe en una casilla..


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