Por
Humberto Vinasco Rojas
Esta
columna se engalana con la presencia de un comediante excepcional,
alguien que hizo reír por años a distintas generaciones
de cubanos e hizo del humor todo un estilo de vivir.
Según
testimonios de amigos y compañeros memoriosos que en algún
momento de su existencia trabajaron junto a él (entre ellos
el actor y director de teatro Efrén Besanilla y el actor,
escritor, compositor y comediante Rosendo Rosell), Leopoldo Fernández
no era como tantos un cómico de la legua o un comediante
más de aquellos que se apoyan en libretos y una vez fuera
de ellos, pierden su encanto. Leopoldo ERA la comicidad misma.
Su
facilidad para causar la risa en los auditorios que acudían
a sus espectáculos, lo convirtió en figura insuperable
dentro del teatro popular cubano. Pero lo suyo no era el grito
altisonante o la
figura con caminar de pingüino. Su secreto estaba en el contraste
entre su gracia verbal y su carácter ríspido enmarcados
en el rostro poco expresivo y la figura magra. Su fuerza estaba
en la palabra, en el chiste repentino o la frase chusca dicha
en el momento justo, estilo de humor que puede verse un poco en
otros comediantes –entre ellos el también cubano Guillermo
Alvarez Guedes y los rioplatenses Juan Verdaguer y Hebert Castro–,
y que consiste en decir las cosas más hilarantes y disparatadas
con sólo mover las manos y sin variar la expresión.
El gracejo breve y veloz, como picadura de serpiente, que es el
más difícil de todos.
“Estas
aptitudes –apunta Besanilla–, no se pueden adquirir por metros
en ninguna tienda, ni hay escuelas para aprender comicidad, mucho
menos para enseñar a establecer la línea exacta
en que un chiste deja de serlo para hacerse vulgar o peor aún,
ofensivo. Esto nace con el individuo, como en Charlot o Cantinflas,
su alter ego hispanohablante”.
Y
en esto coincide totalmente con Rosell, quien asegura que “Leopoldo
era un cómico natural, el auténtico morcillero*,
como son los hombres de nuestro pueblo, de ahí su identificación
total con los públicos y su permanencia entre nosotros
como una de nuestras máximas figuras”.
Una estrella en
el Paseo de la Fama en la Calle 8 de Miami, junto a otras renombradas
figuras del exilio cubano, como Fernando Albuerne y Olga Guillot,
así lo atestigua.
Leopoldo
Fernández tuvo durante su carrera varios nombres: Chegoya,
Cuatro Kilos y Pototo (apodo este último impuesto por Alvaro
de Villa para una serie radial) en que hizo pareja con Aníbal
del Mar, el inolvidable Filomeno, su “yunque**” más antológico.
Este cronista recuerda haberlos visto en Olé Cuba, una
película en blanco y negro en donde interpretan la guaracha
“Ahorita va a llover” (Ay qué calor, parece que va a llover,
vayan trayendo las herramientas pa’cá... que el que no
tenga paraguas el agua lo va a coger, ahorita va a llover, ahorita
va a llover...).
Aunque Leopoldo Fernández era hombre atildado
y de pulcritud en el vestir, adornaba sus creaciones con un sombrerito
de paja, un delgado corbatín y sacos con rayas verticales
gruesas que le daban un toque de aristocracia, estilo Jacques
Tati insertado en el trópico caribeño.
Esta
fue la misma indumentaria que llevó inicialmente a la radio
cuando el ingenio y la agudeza del comediógrafo Cástor
Vispo, dieron origen a la inolvidable serie “La Tremenda Corte”
que haría internacionalmente conocido a Fernández,
entonces bautizado como “Trespatines”, un personaje cínico
y deslenguado –pero gracioso–, sobre el cual giraba la trama de
todos los episodios creados por Vispo. Un detalle curioso que
apunta Rosell en sus coloridas estampas “Vida y Milagros de la
Farándula de Cuba”, es que Leopoldo se pintaba la cara
como negrito, a pesar de que el programa era transmitido por radio
y el público NO PODIA VER al personaje.
Con los años,
cuando ya el programa se hizo para televisión y en otros
países, dejó de pintarse sin que ello restara un
ápice a su comicidad. En su primera etapa, el programa
se transmitió por la RHC Cadena Azul, del guajiro Amado
Trinidad, y posteriormente, por la cadena CMQ, de
La Habana.
A Cástor Vispo se lo recuerda también
por haber creado para la radio otros personajes de gran éxito
radial como “El Barón del Calzoncillo” y “Tiburcio Santamaría”.
De
la pluma de Vispo saldrían las hilarantes situaciones y
los personajes que rodearon a Trespatines en el tantas veces imitado
y jamás igualado programa que se conoció igualmente
en nuestros países (interpretado por actores y modismos
locales, pero con libretos llegados desde La Habana, junto a las
aventuras de Chan Li Po, el genial detective chino, y ese summun
del melodrama, lejano antecesor de las ‘lágrimonovelas’
actuales, llamado “El Derecho de Nacer”, de Félix B. Caignet).
Entre aquellos se recordará a Aníbal del Mar (El
Tremendo Juez), Adolfo Otero, Julito Díaz, Jesús
Alvariño, Julita Muñoz y la inefable “Nananina”,
recreada por Manuela “Mimí” Cal, mujer de Trespatines por
varios años y de quien después se divorció,
aunque siguieron trabajando juntos en el programa con las inevitables
situaciones de rompe y rasga, de vaya y venga, naturales entre
quienes han sido fuego y ahora sólo guardan rescoldo.
A
pesar de su aparente ríspidez y escasa apostura física,
la vida amorosa de Trespatines fue, a decir de sus amigos, bastante
variada. “Era un tipo simpático y famoso, a quien le gustaban
los buenos trajes, el café con leche y las mujeres bonitas”,
dice Besanilla. Rosell por su parte, menciona además de
a Mimí, a Edelmira González, quien finalizara sus
días ingiriendo una sobredosis de pastillas, y a su última
esposa, la puertorriqueña Vilma Carbia, animadora del programa
de televisión “Rendesvouz” y ex-esposa del empresario cubano
Tony Chiroldi. “Fuera de esto, de su gusto por la mecánica
automotriz y de ser un hombre espléndido con los amigos,
a Leopoldo no se le conocieron vicios de juego o licor”, apunta
Rosell. Se sabe que en Miami reside uno de sus hijos, Leopoldo
Jr., quien fue bailarín y en Puerto Rico, otro del mismo
nombre, conocido como Leopoldo “Pucho” Fernández, quien
siguiendo las huellas del padre se hizo también comediante
y es una figura reconocida en el ambiente artístico de
la isla.
Una
anécdota atribuida a Trespatines habla del día en
que, durante una temporada en el antiguo Teatro Nacional de La
Habana en 1961, Pototo y otro actor revisaban un archivo de fotos
de los presidentes de Cuba para instalarlos en la pared. El otro
actor mostró una foto de Batista y Leopoldo le dijo: –A
éste lo botas... El actor siguió sacando diferentes
figuras de políticos con la invariable respuesta del comediante:
–A éste también lo botas...
Finalmente,
el ayudante sacó una foto de Fidel Castro. Leopoldo la
miró, la mostró al público y dirigiéndose
a la pared, dijo con su habitual socarronería: –Déjame
que a éste lo quiero colgar yo...
El
chiste, que en su momento tuvo gran difusión y fue repetido
en todas partes, concluía afirmando que esta frase fue
la que obligó a su detención y posterior salida
de Cuba hacia el exilio en ese mismo año. Pero con todo
y lo bien rimada, la historia fue desmentida después en
Miami por el mismo Fernández, quien, cuando escuchó
la versión de labios de un supuesto asistente al teatro
durante la citada función, le corrigió no sin cierto
dejo de disgusto y midiéndolo de pies a cabeza: “Caballero,
si yo hubiera hecho y dicho aquéllo, no estaría
ahora aquí contando el cuento...”
Pero
nosotros sí estamos contándolo ahora, a guisa de
homenaje y con motivo de cumplirse 14 años del sensible
deceso del artista que llenó de alegría y carcajadas
los teatros y las noches cubanas en tiempos que se nos antojan
mejores, cuando la risa era patrimonio de todos y los vientos
de saudades no amenazaban todavía las almas.
Leopoldo
murió en Miami el 1l de noviembre de 1985, pero su personaje
Trespatines anda por ahí, en atardeceres y charlas de café
de la Pequeña Habana incrustado en la memoria de los nostálgicos,
que parecieran cumplir una sentencia del Tremendo Juez y su Tremenda
Corte: la de recordarlo por siempre.
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