Por
Eliseo Alberto
Nada
más que en la foto te quería
porque mirabas lejos y en silencio
a un sitio que acordamos previamente
por piedad con nuestras soledades”
Raúl
Rivero (Octubre de 2004)
Quiero tomar una foto. A La Habana no hay quién
la entienda. Ni quién la retrate. Pez en mano,
se te resbala, se fuga.
Y es que La Habana son muchas Habanas: la conocida, esa
ciudad macha, violadora. Una vecindad para la orgía.
La lujuria del sudor, de los olores. La seducción
de la risa, el pecado de la alegría.
No importa quién eres, de dónde vienes,
por qué te vas. Desnúdate. Yo engaño.
Dime que sí. Tú engañas. La vida
es un dominó. Estás loquito papito. Él,
ella, engaña. Pasa, pasa, no te quedes ahí
parado, como si hubieses visto un espíritu.
Nosotros engañamos. Te amo. Vosotros engañáis.
Hace calor, abre la ventana. Ellos, ellas engañan.
El verbo es carne. Carne templada. Una ciudad de incestos
sucesivos. Desnuda. A la intemperie. Salvo cuando entran
los Nortes y emerge una segunda ciudad. ¡Ay!, Dios...
Todo se ablanda. Una Habana vencida por la ternura del
miedo. La ciudad
se hace hembra, íntima. Silencio. Los edificios
dejan de hablar.
Ya no hay farol que grite en plena calle. El mar penetra.
La lengua de una ola. Lame. La habanera Habana se deja
lamer, hasta el orgasmo. Dámela, mami. Dámela,
mar: dame la vida. Ha llegado la breve temporada del enamoramiento
secreto. Tiempo para la promesa. La confesión.
El salitre bendice la mentira. Ella es una loca que se
sofoca. Tómala, papi. Ventolera.
Ventolera
Qué frialdad.
Hay otra Cuba oculta, prisionera, negada.
La Cuba de los solitarios, los sin gracia, los poca cosa;
la Cuba de los sobrinos bobos que no dejamos salir del
cuarto de criados, la Cuba avergonzada de ser Cuba.
Una realidad prejuiciosa donde sus hombres y mujeres no
se atreven a violar ni siquiera un límite: ellos
son los que se sientan en los balcones a ver pasar la
paloma de un pecado, el alacrán de un guapo, el
perro callejero de un insolente, la potranca de una prieta
contundente.
Las otras ciudades. Las vividoras. Los pobres diablos
duermen en camas de sábanas cansadas, en posición
fetal y con calcetines. Ni sueños tienen: tampoco
de qué arrepentirse. ¡Qué mala suerte!
La ciudad acoge una corte de fracasados: hombres y mujeres
huecos, presos en el laberinto del barrio, la esquina,
el parque de la otra cuadra y, en casa, cuatro paredes
de puntal alto con muchas capas de merengue acartonadas:
en la pared del norte, un cisne; en la del sur, un diploma;
en la del este, la imagen de un patriota, enmarcado en
cedro; en la que resta, el panteón de retratos
donde un aro de luz recorta las cabezas de los parientes
difuntos, bien peinadas.
Las rosas de papel de China, en el pomo de mayonesa, son
nuestras siempre vivas, nuestras siempre muertas. La sala
se impregna de un olor a luz brillante.
A la bailarina de porcelana le falta la pierna derecha
o tres dedos de la mano o la docena de frambuesas que
antes, cuando joven, llevaba en un canasto. Aquí
nunca ha venido ni de visita la lujuria.
Es el reino masturbado de una Cuba que también
es Cuba aunque sólo tenga por encanto la atracción
de ver cómo los fantasmas logran que se mezan levemente
los sillones: desde el otro mundo repiten la costumbre
de balancearse, tric trac, tric trac, hasta quedar dormidos.
Es la sarna de la apatía: la lepra tenaz de la
abulia. Hace mucho calor. ¡Ay!, Dios... Todo se
deja para mañana. ¡Ay!, Dios... Mañana,
mejor mañana.
Esa Cuba asfixiada apenas se menciona y, sin embargo,
explica muchas de las muchas catástrofes que nos
acosan. Tric trac, tric trac, tric trac... Mejor mañana.
Disparo la cámara.
La Habana sale movida como una pájara en pleno
vuelo.