Por
Carlos Alberto Montaner.
Los
militares brasileros están intranquilos con Hugo Chávez.
No es nada cómodo convivir con un vecino decidido a crear
una milicia dotada con un millón de hombres armados. La
hipótesis más benigna es que se trata, en realidad,
de una tropa de ocupación que sólo se dedicará
al acogotamiento de los venezolanos y al control y patrullaje
de una dictadura nacional más o menos calcada del modelo
cubano. La más preocupante señala que, además
de oprimir a los venezolanos, un aparato militar de esas dimensiones
acabará desarrollando operaciones internacionales contra
otros países de su entorno. Como sabe cualquiera con un
poco de experiencia, es el órgano el que luego crea las
funciones. Los brasileros no ignoran que cuando las fuerzas armadas
cubanas se convirtieron en el mayor ejército de América
Latina, acabaron invadiendo Angola y Etiopía con decenas
de miles de soldados que entre 1975 y 1989 riñeron en Africa
la guerra más larga jamás librada por una fuerza
extranjera: 14 años.
A
los militares chilenos les sucede lo mismo. Presienten que el
creciente militarismo de Chávez hará metástasis
por el continente y comienzan un costoso proceso de rearme. Nadie
se cree el cuento de que ese millón de milicianos han sido
convocados para pelear contra Estados Unidos. La última
vez que Washington intervino agresivamente en los asuntos venezolanos
fue a principios del siglo XX, a petición del presidente
Cipriano Castro, para amenazar a Inglaterra, Alemania e Italia
de ir a la guerra si continuaban los ataques navales y la humillante
presencia militar de esos países en el litoral caribeño
de Venezuela, supuestamente provocados por los incumplimientos
económicos internacionales del gobierno de Caracas.
Es curioso que sean dos gobiernos socialistas los que ven con
mayor preocupación el surgimiento en América Latina
de una izquierda militarista, inevitablemente destinada a agredir
a sus vecinos. Este fenómeno ha parido un nuevo vocablo
concebido para designar a la vertiente chavista: la izquierda
bananera. El Partido del Trabajo de Lula da Silva, que en su último
congreso acaba de declarar su voluntad de sostener la austeridad
fiscal, el control de la inflación y las mejores relaciones
con los centros financieros del planeta, no desea que lo confundan
con el chavismo. Los socialistas de Ricardo Lagos, que hoy se
parecen más a Tony Blair que a Salvador Allende, también
desean poner distancia del teniente coronel venezolano. Chávez
es la quintaesencia de la izquierda bananera.
La izquierda bananera, permanentemente crispada y en pie de guerra,
es marxista, antioccidental, autoritaria, vociferante, irresponsablemente
populista, camorrista, histriónica, dirigista, enemiga
del mercado, y se dedica apostólicamente a hacer una revolución
fantasmal rescatada de los escombros de la guerra fría.
Ni Lula ni Lagos son así. Probablemente, el uruguayo Tabaré
Vázquez y el argentino Néstor Kirchner tampoco.
Más aún: la izquierda moderada no ignora que el
ala bananera de su propia familia política es un enemigo
potencial más peligroso que sus adversarios tradicionales.
En Nicaragua, la izquierda bananera representada por Daniel Ortega
se ha dedicado a perseguir con saña al ex alcalde sandinista
Herty Lewites, algo que antes hizo con Sergio Ramírez.
En El Salvador, como ha denunciado brillantemente el ex comandante
guerrillero Joaquín Villalobos, Shafik Handal ha asumido
el rol de bananero implacable contra todo aquél que trate
de retar su liderazgo desde posiciones democráticas razonables.
En México, el pintoresco subcomandante Marcos, con su apoyo
a los terroristas vascos de ETA y sus ataques a la monarquía
española, ha pasado de ser un icono de la izquierda a un
embarazoso compañero de viaje.
Algo parecido a lo que le sucede a la izquierda en Bolivia, donde
el dirigente cocalero Evo Morales ha pulverizado el espacio socialdemócrata,
polarizando peligrosamente a la sociedad en dos mitades separadas
por un abismo.
Pero todavía existe un peligro adicional. La izquierda
bananera no sólo es un espacio ideológico: también
es una franquicia política para aventureros ávidos
de poder que buscan una etiqueta fácilmente identificable.
El inefable ''loco'' Abdalá Bucaram, cuando regresó
a Ecuador tras su prolongado exilio en Panamá, insinuó
su condición de born again chavista. Los hermanos Humala,
cuando intentaron dar un golpe militar en Perú, vistieron
inmediatamente la indumentaria bananera procedente de Venezuela.
El bananerismo ya es filosofía y antropología ready
made.
Hace varias décadas, en medio de la guerra fría,
ex comunistas como Arthur Koestler o el premio Nobel Czeslaw Milosz
predijeron que la batalla final sería entre ellos y los
que continuaban fieles al stalinismo. En realidad, las cosas sucedieron
de otro modo, pero en América Latina hoy es posible vaticinar
algo similar: la guerra que el socialismo moderado tiene por delante
es contra la izquierda bananera. Ahí crecen y se multiplican
los enemigos que le hacen más daño. |