Por Roberto Jesús Quiñones
En la convulsa Europa de la época hitleriana, Joseph Goebbels, el ideólogo del nazismo, defendió la idea de que una mentira reiterada por los medios de comunicación terminaba asimilándose como una verdad. Es lo mismo que ha ocurrido con el embargo estadounidense contra Cuba, que cada año se somete a votación en las Naciones Unidas (ONU).
El asunto provoca posiciones disímiles —incluso entre los opositores a la dictadura cubana— y cuestionamientos éticos. Los dirigentes comunistas defienden de forma contumaz un sistema que no funciona -como en cierta ocasión reconoció el mismísimo Fidel Castro-, pero sí les rinde muchos beneficios a ellos y a sus familiares. Ordenan que se golpee salvajemente a ciudadanos indefensos solo por ejercer el derecho a manifestarse públicamente, los encarcelan ante la menor muestra de disenso o los asesinan impunemente por tratar de irse de la isla cárcel. Encima, se presentan como “amigos del pueblo”. Todos los que nos oponemos a ellos somos “los enemigos”.
En sus plañideros discursos con respecto al embargo —iniciados poco después del estrepitoso desplome del campo socialista— los dirigentes cubanos se presentan como víctimas. Tratándose de una disputa aderezada con esencias goebbelianas de probada eficacia, donde un pequeño país se enfrenta a la mayor potencia del planeta, esa posición rinde pingües dividendos políticos.
Lo que llama la atención es que ninguno de los ilustres diplomáticos de la ONU se haya referido jamás a las burlas que Fidel Castro solía hacer contra el embargo antes de la caída del campo socialista, cuando contaba con un espectacular apoyo financiero y material procedente de esos países. Entonces encomiaba los presuntos logros de su revolución.
Con la caída de la Unión Soviética terminaron los subsidios, y países “hermanos” como China exigieron el pago puntual de las obligaciones financieras como condición ineludible para mantener un comercio estable, algo que los comunistas jamás han podido ofrecer. Entonces fue cuando quedó demostrado que los éxitos de la revolución se debían a esa colosal ayuda y no a un genuino desarrollo de las fuerzas productivas. Así fue como terminó el experimento de la vitrina cubana en América Latina.
Tozudamente, la dictadura achaca al embargo la responsabilidad por la situación económica que padece la gran mayoría de los cubanos, pero hay muchos que piensan diferente.
En las redes circula otra muestra del ingenio criollo sobre el problema. En el documento, plasmado de ironía, se exige al gobierno estadounidense “retirar inmediatamente las redes que pusieron alrededor de nuestro país para que los cubanos puedan comer pescado; derogar las leyes que impiden a Cuba comprar hierba en los EUA para alimentar al ganado y poder producir leche y carne; quitarle el tapón que pusieron en el trasero a las gallinas cubanas para que vuelvan a producir huevos; indemnizarnos por haber inundado de marabú nuestros campos y derogar las leyes que obligan a Cuba a exportar su mejor café y vendernos otro mezclado con chícharo, así como las que prohíben a la dictadura comprar ambulancias y solo le permiten adquirir autos patrulleros”.
Continuar afirmando que Estados Unidos bloquea a Cuba —usando muy desacertadamente un término del derecho internacional que no es aplicable—, cuando es precisamente el país norteño uno de los socios comerciales más importantes de la isla, no solo es un insulto a la inteligencia sino una reafirmación de la esencia goebbeliana de la propaganda castrista y de quienes se prestan al juego.
John Kelley, asesor político de la misión de Estados Unidos en la ONU, ha asegurado que “Estados Unidos es uno de los principales socios comerciales de la isla”. Según un resumen de noticias publicado este viernes por Radio Televisión Martí, el diplomático aseguró que “el pueblo y las organizaciones estadounidenses donan una cantidad significativa de bienes humanitarios a Cuba”, y que desde 1992 hasta la fecha “EE.UU ha autorizado miles de millones de dólares en exportaciones a Cuba, incluidos alimentos, medicamentos, dispositivos médicos, equipos de telecomunicaciones, bienes de consumo y otros artículos”.
Solo en 2021 varias empresas estadounidenses exportaron más de 295 millones de dólares en productos agrícolas a Cuba, y recientemente la administración del presidente Biden envió dos millones de dólares para ayudar a los damnificados por el huracán Ian. Curiosamente, los medios de la dictadura jamás se refieren a la magnitud de dicho comercio.
Saber que esta es la realidad y seguir afirmando que Cuba es un país bloqueado por los EE.UU. dice mucho de la ética de quienes lo hacen. La solución del problema no recae únicamente en decisiones unilaterales de la administración estadounidense y sí requiere, como paso inicial —o concomitante con el inicio del desmantelamiento del embargo—, que la dictadura revierta su posición violatoria de elementales derechos humanos y dé pasos concretos y convincentes para comenzar a transitar hacia la democratización del país, cumpliendo así las promesas hechas al pueblo por Fidel Castro y traicionadas posteriormente por el propio caudillo.
Una decisión unilateral de la administración del presidente Biden, sin garantías de que la dictadura cubana vaya a reconocer realmente que la soberanía reside en el pueblo y no en un partido o una Asamblea Nacional ocupada únicamente por sus testaferros, solo serviría para prolongar el sufrimiento de los cubanos.
Los expresidentes que en fecha reciente firmaron una carta dirigida a Joe Biden conminándolo a que adopte decisiones unilaterales sin tener en cuenta la falta de libertades que padecen los cubanos, y los gobiernos que apoyaron a la dictadura en esta nueva votación en la ONU, han prestado su prestigio —en algunos casos su desprestigio— para prolongar el sufrimiento del pueblo al que dicen defender.
La connivencia diplomática no ayudará a que el pueblo cubano recupere su soberanía. Sabrá Dios cuántos conciliábulos de pasillo, intercambios de notas diplomáticas y cuántas almas vendidas al diablo hay detrás de resultados como este de la votación efectuada ayer en la ONU, donde el fantasma de Goebbels fue un entusiasta veedor.
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