Autor:
Por Robert Alonso
Día a día recibo cualquier cantidad de cartas
en donde me piden que diga cómo vamos a salir de
esta pesadilla, claro que día a día se me
van uniendo nuevos lectores que no han venido leyéndome
desde que comencé este apostolado -- el cual ya pesa
mucho sobre mis hombros y los de mi familia -- por lo que
no han venido siguiendo mis cotidianos escritos donde me
he ido refiriendo, en mayor o menor intensidad, al caso
que tanto preocupa a mis lectores. Dos o tres “alertas”
atrás envié uno titulado “El Problema
No Es Salir de Chávez”, donde más claro
no pude haber sido… aunque advierto, todavía
seré más claro en los días por venir.
Es
tremendamente importante decirles a mis lectores -- para
poder seguir durmiendo medianamente tranquilo -- que entiendan
que yo no tengo la verdad absoluta. Tal vez mi pecado sea
saber comunicarme por esta vía con aparente claridad
y eso produce cierta credibilidad, pero – responsablemente
– les pido a mis lectores y lectoras, que me lean
como parte de una gama de opciones que tiene este pueblo,
no como una infalible fórmula que no requiere de
cuestionamiento alguno.
Dije
lo anterior porque hoy voy a tocar un tema que he venido
evadiendo desde hace mucho tiempo pero que en honor a tantas
cartas que he recibido, debo comentarlo de una vez y para
siempre. Un tema que me produce cualquier volumen de carga
de ansiedad y emocional, porque me toca muy directamente
por ser padre de dos niños chiquitos de la segunda
tanda de amor que tuve con mi mujer… y por haber vivido
en carne propia y directamente los efectos de la “OPERACIÓN
PEDRO PAN”, que como ya todos ustedes saben se implementó
en Los Estados Unidos para recibir a los niños cubanos
que al principio de la década de los sesenta eran
enviados a ese país sin sus padres, en previsión
a una ley que se decía entonces cerraría las
fronteras a los niños menores de 15 años o
a los menores de edad en general o qué-sé-yo-ya-qué-cosa,
porque en verdad hay eventos de mi vida que mi mente los
ha bloqueado por tratarse de terribles pesadillas.
Desde
hace un tiempo está rodando por la Internet el “run-run”
que el gobierno venezolano intenta proponer una ley en la
cual se contempla prohibir la salida del país a niños
menores de edad sin un permiso específico del Instituto
Nacional del Menor (INAM). Es decir, se está repitiendo
la historia de Cuba donde se aseguraba lo mismo, lo que
produjo entonces una estampida de niños -- algunos
de ellos tan chiquitos como de 10 años -- que eran
sacados del país por sus padres, en total desesperación,
pues preferían verlos lejos antes de quedarse encerrados
para siempre en la muy particular isla-prisión de
Fidel Castro Ruz, un monstruo que hoy está a punto
de adueñarse de esta tierra tan hermosa que tiene,
para colmo, nombre de mujer bonita: ¡Venezuela!
Voy
a decirles qué pasó en Cuba y si cometo algún
error en fecha (u otro error), me van a perdonar, pero han
pasado 40 largos años, durante los cuales mi vida
transcurrió en una total felicidad, bailando con
la Billo y Los Melódicos, asistiendo a los partidos
de pelota entre Caracas y Magallanes… pasando mis
vacaciones en Morrocoy y en La Gran Sabana, asistiendo a
las ya añoradas ferias de caballos de paso, enamorándome
de venezolanitas y cubanitas lindas, brincando en discotecas
como La Eva, The Flower, La Jungla, El Faro (yo no era de
los que iban a “La Lechuga”) y cuando me le
podía colear al Catire Domínguez, en el Le
Club… comiendo bien en “El Padrino”, desayunándome
todos los primeros de enero en el Hotel Tamanaco, aprendiendo
a manejar en la Auto Escuela Rossini, jugando ajedrez por
las noches en El
Gran Café de Sabana Grande y bajando todos los fines
de semanas a Playa Azul. Todas estas cosas buenas -- y muchísimas
más que mi corazón ha archivado -- me han
hecho olvidar gran parte de lo verdaderamente doloroso en
mi vida, entre lo que se encuentra
todo lo relacionado con los niños de la “Operación
Pedro Pan”, algunos de ellos mis amigos y otros –
incluso – mis familiares.
Llegué
desde Venezuela a la ciudad de Spokane, en el estado de
Washington, un 29 de septiembre de 1965, cuando acababa
de cumplir los 15 años. Mi tío José
Manuel, catedrático de la Universidad de Withworth
en aquella preciosa ciudad del extremo noroeste de los Estados
Unidos, me había conseguido una familia norteamericana,
campesina, no muy culta, endemoniadamente trabajadora y
con un corazón más grande que el universo,
que estaba dispuesta a aceptarme como un “foster child”.
Han pasado 37 años y todavía considero a la
Familia Losh como mi familia “americana” y a
Mark y Sharon como mis hermanos “americanos”.
Allá tengo sobrinos y hasta sobrinos-nietos, todos
“americanos”.
Mi estadía con los Losh fue intensamente feliz y
ni viviendo mil vidas más podría pagarles
a esos campesinos sanotes e ingenuos todo lo que me enseñaron
y lo mucho que me quisieron… y me quieren. En los
días del terremoto del 67 estaba yo trabajando en
el campo recogiendo heno, uno de los trabajos físicos
más duros que he hecho en mi vida. Aquel sábado
por la tarde (tomando en cuenta la diferencia de horario),
Beverly -- mi mamá “americana” -- se
presentó en el campo de alfalfa para decirme que
Caracas había sufrido un terremoto de altísima
intensidad y había miles de muertos. Cuando se recogen
las pacas de heno del campo, se comienzan las tareas a las
6 de la mañana y se continúan hasta las 10
de la noche, hora en que todavía hay luz solar en
esa parte del globo terráqueo. Aquella tarde dejamos
todos de trabajar en honor a mi dolor y corrimos a la casa
a intentar hacer contacto telefónico con mis padres
cubanos.
Pasaron
dos días antes de que llegara el telegrama de mi
familia en el que me decía que estaban todos bien.
Durante ese lapso de incomunicación -- producto del
despelote que existía en la CANTV de entonces, aunado
al congestionamiento de las líneas y a que mis padres
se estaban quedando en la quinta de unos amigos pues temían
regresar al Pent House del Edificio Rubén Darío
en la Av. Vollmer con Galipán de San Bernardino --
mi vida era un verdadero caos. Gracias a la falta de tacto
que genera la más profunda sinceridad, mi mamá
“americana” – en un intento por consolarme
– me dijo que si algo le sucedía a mis padres,
ellos no dudarían un solo segundo en adoptarme. Ahí
se me derrumbó el mundo.
Pero mi vida y experiencia con la familia Losh tuvo un comienzo
y un final muy feliz. Yo no era parte de la “Operación
Pedro Pan”. Mis padres ya tenían una cierta
posición económica que me permitía
pasar algunas navidades o veranos en Caracas. Hablábamos
semanalmente por teléfono, recibía cartas…
paquetes, fotos y hasta “Torontos” desde Venezuela.
Los niños de “Pedro Pan”, no.
A
la ciudad de Spokane había llegado un contingente
de esos niños que salieron de Cuba sin sus padres,
entre ellos mi prima y quien hoy es mi primo político,
Archie Prieto, casado con mi prima Carmencita quienes viven
muy sabrosamente – ya abuelitos -- en San Juan de
Puerto Rico y gracias a ese pueblo hermano que quiso y quiere
a los cubanos dignos tanto como el venezolano.
Aquellos
niños eran separados de sus padres en el aeropuerto
de La Habana y entregados a una persona extraña que
los entregaría en Miami a otras personas extrañas
que a su vez se encargaría de “distribuirlos”
a familias extrañas que se encontraban disgregadas
a lo largo y ancho de un muy extraño territorio norteamericano,
donde escucharían un extraño idioma y serían
afectados por extrañas costumbres y un muy extraño
clima donde podrían levantarse en la oscuridad para
ir a un extraño colegio sin ventanas y regresar en
la oscuridad, a las 4 de la tarde, a una casa cerrada con
una calefacción a todo dar. Ojo, no por tratarse
de seres extraños estaban exentos de amor. Todo lo
contrario. Nadie se anota en una “operación”
tan triste -- como la de “Pedro Pan” -- si no
es motivado por un profundo amor. Pero eran unos niños
acostumbrados a todo lo bueno que recibían de sus
padres, incluyendo el último adiós del día,
cuando se nos enseñaban las oraciones que tanto nos
confortaban durante los primeros minutos de soledad de cada
noche, tras recibir el beso que nos separaría de
nuestras madres hasta el día siguiente cuando éramos
despertados por ellas con un jugo de naranja frío
y dulce en sus manos... otro beso y más apuchurramientos
hasta que recibíamos el ánimo necesario para
comenzar el nuevo día en un mundo que era el nuestro.
Como
podrá entender el lector, escribir sobre este tema
me produce un desgarrador dolor que solo puede ser superado
por la necesidad y la obligación de comunicarme con
ustedes en un intento por contestar las cartas que con tanta
angustia me han enviado cientos de mis amigos cibernéticos
que de alguna forma confían en mi criterio. Pero
no se olviden de Ale y Kiki, nuestros dos chiquiticos lindos
y de nuestras almas, quienes tienen hoy once y nueve años
de edad. No se olviden tampoco que yo viví en la
casa de al lado de la “Operación Pedro Pan”
y que el ser humano tiene como defensa bloquear los recuerdos
que le son insoportables.
¿Fue
acertado enviar a nuestros niños cubanos íngrimos
y solos al exilio? Sí y no. Sí, si nos situamos
en aquellos días de total y absoluta desesperación,
donde los padres pensaban que el estado comunista les iba
a quitar la patria potestad y los llevarían a campos
de concentración donde serían adoctrinados.
Sí, si nos ubicamos en el tiempo y recordamos que
se decía que nuestros hijos varones serían
retenidos hasta que cumplieran sus misiones internacionalistas
en un ejército que enviaba a la muerte o a la mutilación
a lo mejor de la población cubana, en las guerras
de unos “hermanos” que nada, ABSOLUTAMENTE NADA,
tenían que ver con Cuba.
Pero
al final no todo lo que se pensaba que iba a suceder sucedió.
Esto hay que decirlo con mucha responsabilidad. Cuánto
no quisiera yo poder decir que los niños cubanos
eran arrancados de los brazos de sus padres para ser enviados
a Mongolia por el resto de sus días y así
meterles el miedo necesario para que mañana salgamos
a las calles a dar nuestras vidas para derrocar este régimen
que hoy quiere hacer lo mismo que hicieron sus socios en
Cuba. Pero no. No podemos manipular a un pueblo con un asunto
tan delicado y sensible como éste. De todas maneras,
apartando este tópico, ya hay suficientes razones
para salir a las calles – ESTA MISMA TARDE –
y dar la vida si fuese necesario por la recuperación
de Venezuela, porque el horror que nos viene encima es tan
atroz y macabro, que no hace falta seguir metiéndole
miedo a la gente.
En
realidad lo que el pueblo cubano temía con respecto
a la prohibición de salida de la isla, fue superado
– con creces -- por los hechos. Se pensaba que no
iban a dejar salir a los niños y al final NO DEJARON
SALIR A NADIE. Claro que Castro nos tenía a todos
montados sobre una montaña rusa, pues un día
decía que quien se quisiera ir de Cuba se fuera y
a los días cerraba otra vez la salida. Tal vez era
una táctica para ir conociendo quiénes éramos
“gusanos”. Ese tira-y-encoge no creo que tenga
utilidad alguna en Venezuela, porque aquí con el
“Firmazo” el régimen sabrá quién
es quién con tan solo introducir el número
de nuestras cédulas en el CD del Consejo Nacional
Electoral… y con los años simplemente sabrá
que TODOS somos “escuálidos”.
¿Qué
terminó sucediendo con los niños de “Pedro
Pan”? Muchos tuvieron finales felices. Al cabo de
los años sus padres salieron de Cuba y se produjo
la ansiada reunificación familiar. Otros, lamentablemente,
pagaron el precio de una atroz y prematura separación.
Las historias felices no se cuentan, las horripilantes,
sí.
Hay
que entender que estos niños llegaban a los 10, 12,
14 años a una casa “americana” en el
fin del mundo, por allá donde el sol cuando sale
en el invierno es meramente decorativo. Los hogares escogidos
pertenecían a familias más o menos pudientes,
con un estándar de vida tal vez hasta superior al
cual pertenecía la familia cubana del niño
recibido. Con el pasar de los años iban perdiendo
el idioma. Las cartas comenzaban a distanciarse en el tiempo.
Los niños iban borrando de sus mentes las caras de
sus padres y se iban acostumbrando a sus familias “americanas”.
En algunos casos pasaron cinco y seis años antes
de que se produjera la reunificación familiar. Demasiado
tiempo en la vida de un niño durante la etapa más
importante de su formación.
Cuando
al fin comenzaron a llegar los padres cubanos, algunos salían
de Cuba en la más absoluta indigencia. Muchos de
ellos no sabían hablar inglés, por lo que
les era imposible comunicarse con sus hijos que habían
olvidado el español. Venían a sacar a los
ahora adolescentes de un hogar confortable y de una vida
a la cual se habían acostumbrados para llevárselos
a otra ciudad, bien lejos… allá en Miami, a
vivir la vida de exiliado, en una casa vieja y sin pintura,
en el medio de un gentío signado por la tragedia
de todo un pueblo, ocasionándole al muchacho un nuevo
trauma al separarlo ahora de la familia que habían
aprendido a querer.
Ese,
mis queridos lectores, es parte del drama del pueblo cubano.
Por eso es que somos tan sensibles y tan radicales y se
nos hace tan difícil hablar pausado y “comer
flores”. No es una novela del medio día lo
que nos ha pasado a nosotros, es una tragedia nacional que
lleva ya cuatro décadas a la vista de todo el mundo
y de nuestros vecinos hermanos que nos han mirado –
si acaso – con la más absoluta indiferencia;
a 90 millas del imperio democrático más grande
del mundo moderno, a tiro de piedra de la O.E.A. y de la
O.N.U., con una Conferencia Episcopal que jamás se
fue de la Cuba que ha visto pasar varios papas por el Vaticano…
y para qué seguir contando.
¿Que
si apoyaría una “Operación JUAN Pan”
para nuestros niños venezolanos? ¡Jamás!
¡Jamás, jamás, jamás, jamás!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
¡J A M Á S!
Mi
hermano abogado solía decir que era preferible que
nuestra justicia absolviera a 100 culpables a que condenara
a un solo inocente. Yo lo creo. Si en mis manos estuviera
el destino de nuestros niños y de nuestras familias
y supiera que tendría que otorgarles un final feliz
a unos y un final endiabladamente triste y trágico
a otros, ¿a quienes escogería para destruir?
¿A los hijos de Betty, quien me escribe todos los
días cada vez que recibe uno de mis “alertas”?
¿A los de María Mercedes que quiere salir
a las calles conmigo esta misma tarde a morir por Venezuela?
¿A los nietos de mi adorada amiga francesa, Adrée,
a quien conocí en mi lucha virtual como guerrero
cibernético? ¿A quién?
Por
otro lado, esto no es una isla como Cuba. Cuba ha llegado
a un punto en el cual sus más humildes ciudadanos
se lanzan al mar con sus hijos en busca de libertad. Si
no mueren ametrallados en alta mar por los esbirros castristas,
pueden morir de sed, achicharrados por el sol o en las fauces
de un hambriento y feroz tiburón. Aquellos que son
recogidos por los guarda costas “americanos”
antes de tocar tierra libre, son regresados al infierno.
Venezuela,
por el contrario, tiene 2.200 km de frontera, la mayoría
de ella desolada. En mis tiempos de propietario de caballos
de paso, pasábamos de contrabando camiones de caballos
desde Venezuela a Colombia para llevar a nuestros ejemplares
a las sabrosas ferias de Medellín o Bogotá,
luego los regresábamos – también de
contrabando -- a nuestras pesebreras en Caracas. Para eso
entrábamos a una hacienda cuyo territorio comenzaba
en Venezuela y se extendía al hermano país
en la zona cercana a Ureña. No conozco a uno solo
de mis colegas que no haya utilizado al viejo Antonio para
que nos “hiciera el favorcito” de pasar nuestras
bestias al otro lado… y de allá para acá,
lo mismo.
Fincas,
hatos y haciendas como la de Don Antonio abundan y sobran
en Venezuela, por donde pasan indocumentados, droga, armamento,
carros robados, secuestrados venezolanos que son llevados
a territorio colombiano y ahora, de allá para acá,
entran contingentes de guerrilleros de la FARC y del ELN.
¡Salir de Venezuela es un verdadero relajo! No dejaría
de ser traumático coger monte por “los caminos
verdes” con nuestros hijos, sobre todo si se tiene
una mujer tan sifrinita y “delicada” como ésta
que llevo cargando hace ya casi treinta años. Pero
créanme que más traumático podría
resultar ser lo otro.
Ahora
que tendría que ser sincero con ustedes. No hemos
descartado la posibilidad de que mi mujer se vaya a Miami
con nuestros dos hijos chiquitos, pero sé que es
injusto poner el ejemplo, pues allá tenemos casa
y toda nuestra familia. No todo el mundo cuenta con esa
opción. Pero en todo evento, si sacamos a nuestros
hijos del país, uno de nosotros se iría con
ellos. En nuestro caso, yo me quedaría en Venezuela
con las botas puestas mientras haya opción de lucha
y si se diera el caso que el pueblo no responda al llamado
del deber y lo perdamos todos, intentaré reunirme
con ellos en un segundo exilio. Pero mientras eso no suceda
y no lo imponga la necesidad, nuestros hijos estarán
junto a nosotros hasta que la muerte nos separe.
Un
fuerte abrazo solidario… como siempre,
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