Su
furia no se me olvidará jamás. Tampoco su acento.
Esa manera de comerse las erres y transformarlas en eles, suavizaban
su rostro abotagado y barbado, sus manazas, su espalda de toro.
De pronto, ese hombrón violento se transformaba ante mis
ojos en un niño perdido en la oscuridad, un niño
que crecería con rencor y odio cuando saliera de la sombra.
Su sed de venganza era palpable. Así veo ahora a Cuba,
como un pozo de violencia contenida.
Arturo
Mendoza Mociño
Ese
día de hace unos meses yo me encontraba, en una hora imprecisa
de la madrugada, en un maloliente bar de La Habana, frente al
malecón, con varios mojitos encima y una frondosa negra
llamada Heidi, empeñada en que me fuera con ella a singar
o que, de perdida, le comprara un pollo.
Escogí
lo último, porque la pobre, después del monótono
juego de la selección de Javier Aguirre contra Estados
Unidos, estaba dormida sobre mi hombro derecho. Incluso me pareció
escuchar varios ronquidos. En verdad, no entendía nada.
Por qué razón gritaba putas madres, chingaos y pendejos,
cada vez que el balón se alejaba de nuestras esperanzas.
Ella prefería dormir. A mí me sentaba de perlas
su sueño porque así los mojitos caían tan
sólo en mi garganta.
Pero no hay felicidad eterna. Llegó el momento en que el
partido terminó y la negra despertó hambrienta.
Y exigente. Brava, como dicen en la isla.
-Oye papi, tengo hambre. ¡Cómprame un pollo!
-¿Cuánto cuesta?
-Tres dólares
Saqué el fajo de billetes y le di los cueros de rana. Ella
me besó y se fue por su cena. Se le veía la felicidad
hasta en las nalgas, rotundas, firmes, vastas como la noche que
me abrazaba en mi primera estancia en la Cuba de Fidel Castro.
¿Por qué nunca antes había estado aquí?
Eran varias las razones. Una de ellas era la pobreza, colindante
con la rapiña y la mendicidad, que varios amigos me habían
descrito. Casi todas las historias eran terribles como la vida
que llevaba Heidi, una bailarina que perdió su lugar en
una compañía de ballet clásico luego de quedar
embarazada a los 16 años. Desde entonces, ya separada de
un marido violento y desobligado, juraba por su madre que no encontraba
un trabajo para mantener a la hija de ambos.
Por eso buscaba a los yumas, es decir, los extranjeros. Por eso
usaba ajustadas faldas y escotes tan breves como el suspiro que
te provocaba verla. La noche en que la conocí llevaba un
vestido blanco que acentuaba sus negras curvas. El deleite mayor
eran sus largas piernas que desplegaba en el malecón como
las alas de una mariposa. Así, aleteando, me excitaba ver
el triángulo blanco de su calzón que refulgía
entre sus muslos.
Esa es la otra razón por la que evitaba conocer Cuba. Las
jineteras. La fogosidad desbordada y por doquier. No se me olvidará
nunca un amigo mío, feo como la chingada, que me juraba
que él era un símbolo sexual en Cuba. Hasta que
estuve aquí supe que no mentía.
Las
prostitutas cubanas son las más deslumbrantes que he visto
por su belleza y la salud que exudan. Además, son encantadoras.
Las hay negras, mulatas, morenas, rubias. Todos los colores del
deseo al alcance de la vista y el bolsillo. Porque aquí
todas ellas son baratas hasta para los mexicanos. Veinte dólares
el acostón con la gemela de Jennifer López. Diez
con la niñita de 16 años. O treinta con la negra
que jura que te llevará al cielo con el poder de sus labios.
Puedes escoger la que quieras y regatear hasta el cansancio. Ellas
aceptarán porque necesitan los dólares. Es más,
hay quienes se conforman con una comida o con regalos. Son tantas
las carencias que cualquier intercambio, a manera de pago, es
agradecido. Así sucedió con Heidi, que no consiguió
llevarme a la cama, pero bebió un par de mojitos y el pollito
asado que anhelaba se convirtió en nuestro adiós.
Sin embargo, tenía que desentrañar todavía
los códigos del turismo sexual que habían vuelto
famosa a Cuba en todo el mundo. Aunque la prostitución
es prohibida y perseguida, los policías de La Habana exigen
el carnet de identidad a todas las mujeres y los hombres que ellos
creen que putean. Y saben perfectamente quién se dedica
y dónde consigue habitaciones para llevar a los clientes.
No lo sabía, pero estaba a punto de integrarme a ese fascinante
mundo de clandestinaje por la vía más rápida:
la drogata. Luego que Heidi se fue por su pollito, yo fingí
un furibundo ataque de nacionalismo y me puse todo encabronado
porque los gringos nos habían ganado una vez más.
En realidad siempre me importado poco nuestro subdesarrollo futbolístico,
pero esa actitud era la excusa necesaria para salir de ese bar
con los dólares que me quedaban. El cantinero y la mesera
insistían que bebiera otros mojitos y que cenara y que
esperara a Heidi para olvidar la derrota. Pero fui irreductible
y partí. Y ellos no paraban de gritar:
--¡Pero acere, no te vayas enojao, con ron las penas son
pocas! ¡Chico! ¡Chicoooooo!
Puse rumbo hacia El Vedado, el barrio turístico de la ciudad,
lleno de hoteles y yumas como yo. El malecón estaba poco
concurrido. La velocidad crucero era relajada por los mojitos
que había en mi sangre y por el paisaje nocturno que contemplaba.
Manzanas enteras sin ninguna luz, con ese perpetuo aire de abandono
y decadencia que permea a toda La Habana. En el camino encontré
a una pareja.
-¡Sí, tú te crees la más lista, la
que lo sabe todo, pero no le sacaste los pesos que debías!
–le gritaba él, mientras ella agachaba la cabeza
como si temiera que sus manoteos alcanzaran su rostro.
Estaban tan metidos en su burbuja de furia y miedo que no me vieron
pasar a su lado. Me vino a la cabeza la imagen del león
que se abalanza sobre un conejo que se encoge al mínimo
del miedo de saberse merienda. Pedí a los dioses que no
la golpeara. Y así, deambulando, llegué a la calle
de las jineteras, a unos pasos del mítico Hotel Habana
Libre.
No tardó en caer sobre mí el enjambre y la cascada
de pregunticas. Que por qué andaba tan solo. Que la noches
en compañía son mejores. Que dónde me hospedaba.
Que cómo me llamaba y de dónde era y qué
andaba buscando. Entonces me acordé de mi coartada.
-¡Déjenme en paz bola de cabrones que mi país
perdió y todos mis amigos están ahorita bien pedos
y yo tengo que aguantar sus chingaderas!
Santo remedio. Me dejaron solo no sin pedirme que no me pusiera
bravo, que las penas con ellos se olvidan, así, en un instante.
Entonces puse mi pose melancólica, la del derrotado que
se lo lleva la tristeza. Contento por dentro por estar libre del
acoso cubano, amistoso en principio, interesado siempre. Y ahí
estaba como el pensador de Rodin cuando un gordo barbado se acercó
y me preguntó que qué me pasaba. Tras decirle que
estaba tristeando porque México había perdido contra
los pinches gringos, dijo las palabras mágicas:
-Lo que tú necesitas es un tequila, mi hermano.
Fuimos al Hotel Nacional, uno de los más lujosos de la
isla y, generosamente, pidió un Herradura blanco. Mientras
mi garganta ardía, escuché su historia, las razones
de su penar. Abdulá se había casado con una yucateca.
Se fue con ella a México, pero un día regresó
a la isla y ya no pudo salir más. A sus 25 años
se imaginaba dentro de un calabozo.
-¿Pol qué, Altulo, pol qué yo no puedo salil
de mi país? –decía golpeando la mesa-. ¡Mielda!
Pol qué Castro ha hecho de Cuba su hacienda, una hacienda
de 12 millones de plesos.
Su furia no se me olvidará jamás. Tampoco su acento.
Esa manera de comerse las erres y transformarlas en eles, suavizaban
su rostro abotagado y barbado, sus manazas, su espalda de toro.
De pronto, ese hombrón violento se transformaba ante mis
ojos en un niño perdido en la oscuridad, un niño
que crecería con rencor y odio cuando saliera de la sombra.
Su sed de venganza era palpable. Así veo ahora a Cuba,
como un pozo de violencia contenida.
Entonces recordé la razón principal por la que había
evitado venir a Cuba. Constatar, por mis propios ojos, que el
sueño socialista había fracasado. Que se había
transformado en una hidra y que eran millones sus víctimas.
¿Qué hacer, si el capitalismo también se
está derrumbando y cada vez es más cruel y salvaje?
Abdulá me sacó de mi ensimismamiento conpartiendo
un toque de mariguana. Era delgadísimo. Casi nada, diríamos
en México, pero en esta tierra de carencias era la abundancia,
la fuga necesaria. Llené mis pulmones y sentí su
fuerza. No tardaron en llegar las oleadas levitantes que tanto
me gustan y esas ganas irrefrenables de caminar.
Dejamos el bar y nos hundimos en la noche. Cuadras y cuadras del
Vedado atestiguaron nuestro paso y cháchara, porque cómo
hablamos esa noche. Abdulá me puso al tanto de las fiestas
clandestinas, los embrujos, los fumaderos de coca y crack, las
lesbianas, las fiestas pedófilas, el tráfico de
obras de arte, de cemento, de medicinas.
De
pronto se nos emparejó una mulatita de rubia cabellera.
He olvidado su nombre, pero no su juventud. Inmediatamente, Abdulá
ensalzó sus virtudes en la cama. Me dijo que por cinco
dólares sería mía y que si me gustaba me
la llevara a México, que tenía madera de buena esposa
y madre, que guisaba como los dioses. Ella sólo asentía
con una sonrisa llena de melancolía, pero la hembra no
decía esta boca es mía.
Sólo que tenía malas noticias para esa potranca.
En mi viaje no había lugar para ella. Estaba amaneciendo
en La Habana y el canto de los pájaros, de una intensidad
deslumbrante, me llamaba hacia el mar. Tenía que verlo,
mirar el amanecer del mundo bajo los efectos de la motita. Abdulá
intentó retenerme, pero yo seguí mi marcha, guiado
por la tenue luz del nuevo día.
Después, el cansancio, el calor y el fiero sol me llevaron
hasta la cama donde recuperé fuerzas. Pero ya estaba contagiado
del cubaneo, ese andar por la vida, alerta como un cazador, vibrante
como un bongocero, despreocupado como sultán.
Salí más noches en pos de nuevas emociones y conversaciones.
Deambulé por La Habana como el sediento en el desierto.
Hablé con viejos enfermos de nostalgia, pero fuertes y
decididos a ver un cambio en la isla. Visité humildes hogares
donde compartieron lo poco que tenían. Viví en carne
propia los asaltos en la Habana vieja, allá por Neptuno,
donde te acorralan entre varios y te hurgan en los bolsillos.
Cené con dos travestis que se escandilizaban con mi firme
intención de no coger con nadie en esta isla de sexo desbordado.
A cambio de ello me regalaron la mejor frase de la estancia: “Cuba
cambió su nombre a caos”.
Y después conocí a Ludovico, un hombre valiente
que tiene un proyecto cultural llamado “Haciendo almas”,
que tiene el revolucionario propósito de que las personas
piensen por su propia cuenta, más allá de las estructuras
dogmáticas de la revolución y otras religiones.
Un día, el azar me reunió con Yuneidi, una negrita
sedienta de mundo que dividía a la contada humanidad que
conocía en tres categorías:
-Los españoles siempre quieren casarse contigo -decía-.
Y los italianos son malvados, les gusta singar por donde no se
debe singar.
-¿Y los mexicanos, cómo somos los mexicanos? -pregunté.
-Ustedes son muy románticos.
Después de un largo silencio y vencido el aturdimiento,
esa rosa, en medio del cuerpo de la noche, fue deshojada por mí. |