Por
HECTOR MASEDA
Grupo Decoro
La Habana, Cuba
Estas
comunidades, verdaderos campos de concentración para
sus constructores, fueron creadas por las autoridades cubanas
con la finalidad de mantener bajo control y lejos de sus
provincias de origen a los miles de campesinos colaboradores
del movimiento armado guerrillero que surgió entre
los años 1960-65, en el macizo montañoso del
Escambray, en la antigua provincia Las Villas. El destierro
de estas personas y sus familiares comenzó en 1970
y no se detuvo hasta 1985 con el traslado del último
núcleo campesino que vivió en aquella región
central del país.
Fredesvinda
Hernández Méndez (Fredes), natural de Los
Quemados, municipio de Manicaragua, fue una de las víctimas
de los pueblos cautivos, no sólo por su religión
-es Testigo de Jehová- sino por haberse casado con
el hijo de un colaborador de los insurgentes en aquellas
zona montañosa. Su suegro, Heriberto Hernández
Quesada, poseía una finca cafetalera ubicada en las
estribaciones de la sierra, en Güinía de Miranda.
"A mi suegro -señala Fredes- la policía
política del gobierno (el DSE ó G-2) lo tenía
clasificado como colaborador de la guerrilla que operó
en la localidad entre los años 1960-63. Les brindaba
alimentos y les permitía dormir en sus tierras. Otro
tanto había hecho con las tropas de Castro. En varias
ocasiones fue detenido por el DSE, sometido a interrogatorio
y acusado de enemigo de la revolución".
Seis
años después de haberse liquidado el último
foco guerrillero, el 15 de diciembre de 1971, la policía
política citó a Heriberto junto a cientos
de campesinos que, como él, habían apoyado
a los grupos armados opuestos al régimen. La intención
del gobierno era limpiar los alrededores del lomerío
central del país de elementos que en el futuro pudiesen
apoyar otra acción armada contra el régimen
de Fidel Castro.
"De
manera que vecinos de Trinidad, Fomento, Güinía,
La Moza, Manicaragua, Cumanayagua, Barajagua, El Nicho y
Jibacoa -nos dice Fredes- se vieron envueltos en la operación
de limpieza donde ellos eran como la basura que debía
eliminarse. Entre los citados se encontraban algunos ex
guerrilleros que nunca fueron identificados como tales.
Los oficiales se reunieron con ellos en el estadio deportivo
de Ciudad Santa Clara. El discurso fue breve y directo:
'Los vamos a trasladar hacia otras provincias por ser ustedes
personas desafectas a la revolución. Todos apoyaron
la contrarrevolución en el Escambray, ustedes no
merecen ni el aire que respiran.
Jamás podrán regresar a la provincia. Lo que
ustedes van a sufrir a partir de este momento, lo sufrirán
sus hijos y nietos, los hijos de sus nietos...' De inmediato,
los montaron en un tren cuyos vagones habían sido
convertidos en pequeñas prisiones móviles
y bajo fuerte custodia militar hacia sus nuevo destino:
los pueblos cautivos que construirían, en su calidad
de desterrados y prisioneros. Obligados estarían
a trabajar entre diez y doce horas diarias, sin tener las
menores condiciones de vida, pobre alimentación,
malos tratos de los guardias, castigos, golpes, falta de
atención médica, ningún contacto con
la familia".
El
viaje -según recuerda Fredes- duró 36 horas,
no comieron nada durante el trayecto. Unos llegaron a la
localidad de lo que sería el futuro pueblo cautivo
Sandino, en el municipio de igual nombre; otros para Briones
Montoto, en el municipio Pinar del Río; un tercer
grupo pasó para Ramón López Peña,
en el municipío San Cristóbal, todos en la
más occidental del país. A los demás
los enviaron para Miraflores, en la provincia Camagüey.
Los viajes se sucedieron unos tras otros hasta que no quedó
ni un campesino sin ser desplazado de su lugar de origen.
Los
familiares se enterarían de estos
hechos meses después de ocurridos, aunque comenzaron
a padecer sus efectos desde el primer momento. Al respecto,
Fredes expresó: "Al cabo de dos o tres meses
supimos oficialmente de mi suegro, pero al día siguiente
del traslado vinieron funcionarios del gobierno a las demás
fincas implicadas y nos expropiaron todos los bienes: tierras,
equipos, cosechas, animales, cuentas bancarias. A muchos
los expulsaron de sus casas sin importarles qué sería
de ellos a partir de ese momento. La mayoría de estas
familias fueron recogidas por amigos o familiares. La mía
tuvo suerte. La dejaron en la vivienda. El Estado cubano
nunca se ocupó de las mujeres, niños y ancianos
que desalojaron. No se domina la cifra exacta de las familias
que fuimos arrastradas a esta vorágine de intolerancia
gubernamental. En realidad, no se publicaron las cifras
oficiales pero se calcula entre 2,500 y tres mil los campesinos
que fueron desterrados y llevados para estos cuatro pueblos
cautivos. De manera que las víctimas totales de este
holocausto pudiera ascender a diez mil cubanos, en cifras
redondas".
Los
desterrados demoraron un promedio de dos años y medio
en construir las primeras viviendas. A partir de 1973 comenzaron
las mudadas de las primeras familias. Los últimos
lo harían en 1985. Los pormenores de estos movimientos
serán temas a tratar en la segunda parte de este
artículo.
A
Fredesvinda, conocida por Fredes, le correspondió
su traslado en enero de 1977. Ella no pudo concebir en aquel
momento las penurias que tendría que soportar y los
obstáculos que debería superar, no sólo
ella sino también su hija menor que le acompañó
en esta nueva aventura impuesta por el régimen de
Castro.
El
destierro organizado por las autoridades cubanas de los
campesinos del Escambray, que entre los años 1960-65
apoyaron a los grupos insurgentes anticastristas, también
lo sufrieron sus familiares debido a la intolerancia característica
de este régimen totalitario.
Fredesvinda
Hernández Méndez (Fredes) nos refiere sus
recuerdos y sufrimientos de aquellos días que tantas
veces ha querido olvidar, y no lo logra.
El
traslado hacia los nuevos pueblos cautivos de los familiares
que componían el núcleo de los desterrados,
obedeció a una selección hecha por el gobierno
de Castro, que llevó a cabo su policía política
(DSE o G-2).
Al respecto, Fredes señala: "Una mañana
se presentaban a la puerta de tu casa varios militares,
y sin preámbulo te decían que ya teníamos
otra vivienda asignada en tal lugar, que el día de
salida era más cuál y que debíamos
presentarnos es esa dirección. Agregaban que no teníamos
que llevar nada porque los inmuebles estaban amueblados,
pero esto era mentira pues los apartamentos se encontraban
vacíos y los oficiales lo sabían. Algunas
familias le dieron crédito y al llegar a su destino
se percataron del error. Mi familia no creyó en ellos
y llevamos las pertenencias".
Sin
aún haber dejado los parientes sus antiguos domicilios,
los inmuebles eran ocupados por personas identificadas con
el gobierno, quienes disponían de todo lo que encontraran
en su interior en usufructo gratuito.
Sobre
este aspecto, Fredes recuerda: "Los que fuimos desterrados
tuvimos que pagar alquiler por los nuevos apartamentos que
durante dos años y más construyeron nuestros
jefes de núcleo en condiciones infrahumanas, a pesar
de que las propiedades que nos habían sido confiscadas,
sin remuneración, poseían un valor varias
veces superior al costo de las viviendas asignadas en lugares
tan apartados".
A
Fredes le tocó mudarse el 21 de enero de 1977 para
el pueblo cautivo Ramón López Peña,
en el municipio San Cristóbal de la provincia Pinar
del Río. "Para mí el traslado fue muy
duro", recuerda. "Tenía 20 años
de edad, una niña de dos años y estaba embarazada
de la segunda. Mi esposo no me pudo acompañar en
el viaje porque su hermana (diabética, sorda y afectada
por la poliomielitis desde pequeña) había
sufrido una herida en el pie, se le complicó con
gangrena y hubo que amputárselo. Estaba hospitalizada
en estado grave. Mi marido se quedó apoyando a su
mamá. En resumen, el movimiento lo realizamos mi
cuñado, la niña y yo".
"La
primera etapa -precisa Fredes- fue en camiones desde Güinía
de Miranda hasta los llanos de Jibacoa, en el Escambray.
Otras familias salieron de los diferentes municipios. Los
locales donde nos albergaron no tenían condiciones
para albergar personas mayores con niños. Hombres
y mujeres juntos, sin privacidad, literas estrechas, de
tablas, muchas sin colchonetas. Mi hijita y yo no cabíamos
juntas en una de ellas. Yo no pude dormir esa noche por
temor a que se cayera la niña. Los guardias le dieron
leche a los pequeños y algo de comer a los adultos.
Al otro día, de nuevo los camiones hasta Manicaragua.
Fuimos a parar a El Ranchón. Las condiciones allí
empeoraron. No había dónde acostarse. Nos
dejaron sin comer. Tampoco le dieron leche a los menores.
Al oscurecer, otra vez los camiones hasta Santa Clara. En
esta ciudad pasamos la noche sin dormir, comidos por los
mosquitos, con mucho frío y golpeados por lloviznas
intermitentes. Nos tiraron en unos solares próximos
a la estación del ferrocarril. No hubo ningún
tipo de consideración, a pesar de que el grueso éramos
mujeres, ancianos y niños. La mayoría de nuestros
hombres desde 1971-72 estaban presos en diferentes regiones
de la provincia pinareña.
Fredes,
con la angustia reflejada en su rostro por los recuerdos,
continúa la historia: "Al día siguiente
nos montaron en el tren. El mismo que años antes
había llevado a nuestros padres, esposos y hermanos.
Eran las pequeñas cárceles móviles
y el mismo rigor. Nos acompañaban ocho guardias armados
en cada vagón, con fusiles y bayonetas. Cualquier
movimiento debía ser autorizado por ellos. Nuestros
hijos lloraban asustados y por el hambre. ¡Al fin
les dieron leche y compota! A los adultos naranjas. Ellos
(los militares) sabían que llevábamos 48 horas
casi sin
comer; el viaje en tren duró otras 35 horas. A nadie
le dieron alimentos sólidos. ¡Ni siquiera a
las mujeres embarazadas ni a los menores!"
En
ese tren iban personas para los pueblos cautivos López
Peña, Briones Montoto y Sandino. "En la medida
en que llegábamos al final del trayecto, el convoy
dejaba los coches y continuaba su viaje hasta la próxima
parada y así, hasta llegar a la última".
La
mujer agrega: "El traslado de las pertenencias fue
otra odisea. No sabíamos por qué vía
venían. Después nos enteramos que los habían
mandado por un tren de carga. Teníamos que seleccionar
cuáles eran las nuestras en aquella locura de cachibaches.
Ningún guardia nos ayudó en la operación.
Algunos expresaron que ése no era su problema. Fuimos
las mujeres, los ancianos, los niños y los pocos
hombres que nos acompañaban, ayudados por los desterrados
que acudieron a recibirnos, quienes movimos las cosas en
carretas tiradas por bueyes a través de caminos irregulares.
Los muebles se desajustaron, los cristales se rompieron,
las ropas se llenaron de polvo o se ensuciaron al caer en
el fango y en la tierra".
Desplazamientos
como éste se contaron por docenas hasta mediados
de 1985 en que se realizó el último. Fredes
fuerza su memoria y nos dice: "Las personas que fuimos
trasladadas de esta manera sumamos docenas de miles. En
López Peña sólo, hay una población
actual de aproximadamente diez mil personas entre colaboradores
de los grupos insurgentes en el macizo de Trinidad, sospechosos
de colaborar y familiares de éstos, además
de unos cuantos núcleos de familias que constituyen
la red de informantes permanentes del gobierno que siguen
nuestros pasos. Los otros tres pueblos cautivos deben tener
poblaciones y status similares".
"Cuando
llegamos al lugar -concluye Fredes- nos dimos cuenta de
que sólo existían los edificios de viviendas.
No había calles pavimentadas, ni aceras, ni áreas
verdes, ni parques, ni círculos infantiles (guarderías),
ni escuelas para nuestros hijos, ni centros de recreación.
Apenas una tienda de comestibles, otra de ropa, una placita
de viandas y hortalizas, la barbería-peluquería
y la posta médica. Las autoridades consideraban que
era suficiente para atender a diez mil personas. Con el
paso de los años habilitaron tres casitas como escuelas
primarias. Más tarde, al darle casa a los últimos
presos, convirtieron el albergue donde vivían en
escuela primaria. Los adolescentes que asistían a
la secundaria básica debían dirigirse hasta
el pueblo de San Cristóbal, ubicado a ocho o diez
kilómetros de distancia, la mayoría de las
veces a pie, por no tener transporte en el cual trasladarse".
Cuando
Fredesvinda Hernández Méndez llegó
a López Peña ya había allí unas
300 familias. Hoy esa cifra se eleva a 2,500 núcleos.
Con
el tiempo transcurrido pensó que su situación
iría mejorando y que los odios de las partes en conflicto
quedarían en el pasado, pero la frase que los oficiales
castristas le dijeron a su suegro y demás presos
políticos desterrados cuando los concentraron en
la ciudad de Santa Clara, el 15 de diciembre de 1971, no
fue dicha para que se olvidara. En realidad formaba y forma
parte del tratamiento sociopolítico y económico
que el gobierno de Fidel Castro le tiene reservado a todo
aquél que, de alguna manera, se le opone.