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Rafael
del Pino General
de Brigada de la aviación de guerra cubana,
huyó a los Estados Unidos hace años. |
Por
Rafael del Pino
Castro no sólo es el dueño de los cubanos
vivos. Es también el dueño de los muertos
y hace con ellos o con su recuerdo lo que le da la gana.
Los
ensalza y exhibe o los esconde, denigra y humilla: como
quiera. Por eso el general Ochoa no tiene tumba, por eso
el coronel Tony de la Guardia y el resto de sus compañeros
fusilados no tienen tumba.
Por
eso en la bóveda del general Abrantes, ex
ministro del Interior, han sido retiradas y confiscadas
sus fotografías. Por eso a los familiares de los
hombres que el régimen ejecuta se les entrega una
tarjeta blanca con instrucciones de que no pueden llevar
flores ni poner nombres en sus tumbas.
Por
eso las turbas fascistas atacan
y agreden a los familiares de los asesinados en la masacre
del remolcador 13 de Marzo, ocurrida el 13 de julio de 1994,
cuando van a lanzar flores al mar en recuerdo de sus seres
queridos. Esos muertos son muy peligrosos.
El
régimen se encargó de que no tuvieran ni tumba,
que se los tragara el mar, pero las flores son un arma de
guerra del enemigo interno y hay que castigarlo por rendir
tributo a sus muertos. Hay que humillar a los que quedaron
vivos y se atrevieron a desafiar al gobierno.
Yo
no había llegado a comprender en toda su magnitud
este aberrante procedimiento represivo hasta que pude comprobar
el pasado 11 de julio en carne propia que, efectivamente,
el castigo a los muertos es parte inseparable ya del extenso
manual de represión de la tiranía castrista.
Ese
día falleció mi madre en la ciudad de Pinar
del Río. Hubo que sepultarla en tumba ajena. La bóveda
de mi familia había sido confiscada y los restos
de mis abuelos, mi padre y otros familiares queridos habían
sido lanzados a un basurero.
Por
alguna parte el comandante en jefe tenía que encontrar
la forma de pasarle la cuenta a su ex subordinado rebelde.
``¡A matar a los muertos de este desgraciado para
que se acuerde de hasta dónde puede llegar mi mano
justiciera!''
Son
curiosos los recuerdos que me vienen a la mente en esta
hora amarga. Cuando falleció Lina Ruz, la madre de
Fidel Castro, yo era el jefe de la defensa aérea
en la región Oriental de Cuba, y la mayoría
de los familiares de doña Lina, incluyendo a Fidel
y a Raúl, llegaron por la base aérea de Holguín
para asistir a sus funerales.
En
dicha base bajo mi mando tuve que recibirlos en la escalerilla
de sus respectivos aviones ejecutivos, los Ilushin-14 CUT-824
y CUT-825. Ya desde tan temprana fecha ambos líderes
habían decidido viajar siempre separados, temiendo
que un tiranicidio descabezara por completo al régimen
que habían implantado.
El
jefe del Ejército Oriental en aquella época,
el comandante Reineiro Jiménez, nos pidió
a los jefes de las principales unidades que asistiéramos
también a los funerales para ofrecer nuestras condolencias.
Por una de esas casualidades de la vida me encontré
próximo a Raúl y, aunque imperceptible para
mí, Fidel se percató de que a su hermano Raúl
se le habían aguado los ojos.
El
comandante en jefe no podía dar cabida a las reacciones
emocionales que experimentan los seres humanos comunes y
corrientes, así que sin medir sus palabras, ni considerar
la presencia de los que estábamos a su alrededor,
lo fustigó de inmediato sin piedad: ''Raúl,
¿porque lloras por esa P...''? Mis dedos se resisten
a escribir reproduciendo semejante frase.
¿En
qué podía afectar a una revolución
o la autoridad de sus dirigentes exteriorizar los sentimientos
humanos en un momento como ése? ¿Mellar la
imagen del tipo duro? ¿O es que este señor
piensa que el sufrimiento y las lágrimas son exclusivos
del sexo femenino en nuestra especie?
Aquel
episodio se me quedó grabado por mucho tiempo. Cuando
ocurrió, pensé que en aquellos momentos difíciles
del proceso cubano su máximo dirigente tenía
que forjar el espíritu de los encargados de defenderlo.
Sin embargo el tiempo, ese juez tan severo, se encargó
de demostrar otra cosa más compleja y perversa.
Cuando
la madre de Fidel Castro murió, como queda dicho,
el azar me colocó en la situación de rendirle
honores, algo que no lamenta ninguna persona honorable.
Cuando murió la mía, Castro se encargó
de vejar sus restos, y, de paso, mi familia descubrió
que había ordenado hacer lo mismo con mis demás
antepasados.
Algún
día yo o mis hijos podremos darles sepultura y un
último adiós. Algún día Fidel
Castro también morirá y, por su infinita vileza,
los cubanos maldecirán su nombre eternamente.