Por
José Vilasuso.
Con
la vara que midiéreis seréis medidos.
Desde su título Diario de Motocicleta, basada en los
libros de Alberto Granados, “Con el Che por Sudamérica”,
y “Notas de Viaje” de Ernesto Guevara, ofrece un material atractivo
que sugiere algo moderno, vigoroso, idealista. simpático.
No cabe duda de que estamos ante una película prometedora,
independientemente del tema o ideología.
A quién no lo atrae un par de jóvenes argentinos
montados en una Norton de 500 cc del año 1939 imbuidos
por un romántico espiritu aventurero y recorriendo el
continente por carretera hasta las alturas de Machu Pichu en
Perú. Al encontrar una colonia de leprosos en el Amazonas,
Ernesto y Alberto comienzan a plantearse la naturaleza del sistema
económico social imperante corroborado luego por los
escenarios crudos que en su recorrido van dejando atrás.
Estos episodios generan las motivaciones del futuro político
que convertirá a Ernesto en El Che Guevara. Y que tal
vez por su sonoridad, entre otras razones, la publicidad lo
ha convertido en término manejable que se presta para
propósitos mil y que poco o nada roza con la historia,
Cuba o el personaje muerto en Bolivia en 1967. Pero el monosílabo
pega al oído, tiene miga, y es comercializable.
Desde otra ladera ratificamos que la filmación está
lograda, magnífico guión y la carga ideológica
administrada en discretas dosis. La actuación se subordina
al carácter de los personajes que se dejan conducir.
No hay demasiado compromiso ni se pretende entrar en materia.
Unas buenas pinceladas de renuevo, apertura al mundo latinoamericano
y ese exotismo grato al gringo de agua dulce y al europeo progresista
que disfrutan su opulencia, con intervalos breves de divergencia.
El resto de la promoción queda a cargo de los comprometidos
del momento, los intereses económicos y el eficiente
aparato publicitario que mueve su productor ejecutivo Robert
Redford, con Paul Webster, y Rebecca Yeldham.
Con unas poleas bien aceitadas no es tan difícil aupar
una película agradable y ponerla en cartelera.
Pero al acercarnos a la persona escogida para endilgarle los
anteriores atributos; encontramos otros cien pesos.
¿Quién
fue Ernesto Guevara Serna? La respuesta no coincide con el joven
motorista de nuestro historia interpretada por Gael García
Bernal, Rodrigo de la Serna y dirigida por Walter Sales. Todo
testimonio personal corre el riesgo de la pasión y sus
límites; a su despecho la historia requiere espacios
largos para su sedimentación y madurez. Y por encima
de ello es natural que el panorama latinoamericano del momento
empuje a reivindicar cualquier imagen ofrecida como la del idealista
que aparentemente murió por los pobres. El pregón
no es nuevo, pero permanece en actualidad total, necesaria,
Aunque a veces lo demasiado obvio presenta inconvenientes al
no encajar en personajes no parejos ni en verdad encajables.
Mi recuerdo personal del comandante Guevara es de un guerrillero
llegado a La Habana en enero de 1959, flaco, con un brazo en
cabestrillo, pelo largo, parecido a Cantinflas y que a veces
mordía un tabaco ladeado, otras sorbía el típico
mate suramericano. Exhalaba un aire calmo, no
sé si frío, marxista leninista de férrea
estirpe; si bien conversaba con cualquiera y me demostró
deseos de intercambiar ideas a riesgo de discrepar con las suyas.
Pero nunca quise discutir con él en privado; me bastaba
con escuchar su discurso en público, pues en nada diferían
y desde los griegos es más sabio oír que hablar,
pero antagonizar rara vez reporta beneficios.
Guevara era presidente de la Comisión Depuradora organismo
gubernamental encargado de llevar adelante los juicios por delitos
cometidos durante el proceso bélico que acababa de finalizar.
La Comisión estaba integrada por militares bajados de
la Sierra con rudimentarios conocimientos jurídicos,
y abogados civiles cuya responsabilidad consistía en
instruir las causas. El cuerpo orgánico para regir los
procesos era la Ley de la Sierra. (Corte Marcial)
Cada expediente llegado a nuestras manos solía constar
de una prueba: el informe del oficial investigador, invariablemente
se trataba de un militar de rudimentaria cultura general, hermética
discíplina y a quienes podíamos interrogar, pero
no contradecir. Los testigos en su mayoría eran personas
ansiosas por ganar galones revolucionarios y acostumbraban repetir
las consignas y acusaciones de esbirro, asesino, torturador,
etc. Al interrogar testigos difícilmente obtenía
datos de valor legal o aplicable al caso en cuestión.
La carencia de pruebas fue uno de los inconvenientes cimeros
para la mecánica de los procesos. Las acusaciones llovían,
pero no encontrábamos suficientes evidencias dignas de
credibilidad. Este escollo provocaba dolores de cabeza a los
miembros de la Comisión y constantes debates, ante los
que el Comandante incontestablemente tenía respuesta
fija: “Compañeros, es cuestión de convicción;
todos son unos asesinos, no lo piensen más, hay que proceder.”
En los juicios el número de penas capitales solicitadas
por el Ministerio Fiscal era desproporcionado en comparación
con las de privación de libertad y el monto de los cargos.
Por momentos las causas permanecían en las oficinas del
Comandante donde se celebraban prolongadas reuniones, llamadas
telefónicas y consultas con oficiales y alta dirigencia
gubernamental. Sostenidamente se nos exigía rapidez en
la entrega de los casos al Fiscal, orden que provocaba resistencia,
puesto que las pruebas no aparecían, eran débiles
o no convincentes. En la práctica los juicios se reducían
a las acusaciones del fiscal, corroboradas por el oficial investigador
y la observación silenciosa del Tribunal. Los abogados
de la defensa que al principio se esmeraban a favor de sus clientes,
con el tiempo fueron objeto de regulaciones, consejos saludables,
directrices administrativas, etc, que redujeron sus atributos
a visitar a los presos; mientras sus alegatos en los juicios
se concretaban a no objetar, menos aun contradecir, y luego
reconociendo los cargos, y tras una referencia indispensable
a la generosidad de la revolución, solicitar la rebaja
de la pena, o sustituir la sanción de muerte por treinta
años de cárcel.
Al conocerse la sentencia eran frecuentes los estallidos por
la desesperación, el delirio, los volteos en llantos
de familiares y allegados de los condenados. Hubo desmayos y
mujeres rrodilladas ante el tribunal suplicando clemencia para
sus seres queridos. Las despedidas tras la capilla ardiente
eran dramáticas, conmovedoras, expresión viva
e inolvidable de la naturaleza de aquellos procesos revolucionarios.
La mayoría de los reos se dejaban conducir esposados,
cabeza baja, imagen de su resignación; pese a que muy
pocos daban muestras de acobardamiento, alguno hasta el último
instante no cejó alegando su inocencia, recuerdo a cierto
soldado que como petición póstuma solicitó
permiso para orinar; no fueron raros los que hacían vibrantes
invocaciones religiosas, un alto oficial dirigió su propia
ejecución. Ante la descarga de fusilería, los
hombres caían desplomados, o saltaban aullando estridente,
desgarradoramente; en el suelo temblaban con los brazos y manos
crispadas, de pronto tintos en sangre, y como presas de epilepsia,
entonces el oficial ejecutor, pistola en mano, rastrillaba y
les hacía saltar los sesos.
Los
integrantes del pelotón eran jóvenes que de esta
forma adquirían experiencia, rango de combatiente y por
cada ejecución cobraban quince pesos; a los oficiales
les correspondían veinticinco, y mantenían el
mismo rango. Posteriormente al notarse las escasez de voluntarios,
se aumentó la cobranza. Cada noche se ejecutaban dos,
uno, ninguno, cinco, tres hombres: así de lunes a sábado
desde enero a julio de 1959. En total cerca de cuatrocientos
hombres cuya verdadera acusación descansaba en haber
vestido el uniforme del gobierno anterior.
Al hacerle objeciones a los procesos Ernesto Guevara contestaba
con idéntica frase que aun retumba en mis oídos:
“Yo los pondría a todos en el paredón y con una
cincuenta: ratatatatatata…………………..”
Los fusilamientos tenían lugar de madrugada luego de
haber ratificado la sentencia - en el 100 % de los casos - por
el Tribunal de Apelación, cuyo presidente era el comandante
Ernesto Guevara Serna.
Para Diario de Motocicleta, Robert Redford debió escoger
una figura menos contradictoria con el protagonista, que el
Che Guevara. Al menos el filme no hubiera dejado tan fuerte
dosis de humor negro