Por
Faisel Iglesias
"De
pensamiento es la guerra mayor que se nos hace:
ganémosla de pensamiento."
José Martí
Hace
apenas 500 años el Verde Caimán del Caribe, la
Isla Hembra- así es llamada Cuba por los poetas, quizás
por verde, estrecha y larga, como si flotara siempre, siempre
poseída -, estaba habitada por aborígenes a quienes
la benevolencia del clima les permitía vivir sencilla
y naturalmente como si todo el cuerpo fuera la cara. Eran alfareros,
recolectores, cazadores y tenían una incipiente agricultura.
La ganadería, como en toda Nuestra América - a
excepción de Los Andes, donde habita la llama - no existía.
Les faltó, por tanto, la carne y la leche, nutrientes
necesarios para lograr un desarrollo físico y mental
que les posibilitara saltar a planos superiores, lo que entre
otras cosas, muchas de las cuales no han sido aún determinadas
por las ciencias, imposibilitaron que por los propios medios
arribásemos a la civilización y creáramos
nuestro estado y derecho.
La
civilización, sin embargo venía de antaño
y desde sus comienzos, por leyes de la naturaleza el mundo se
había dividido en la concepción oriental, que
ha seguido un desarrollo colectivo, colectivizante, de hombres
que de servidores de la sociedad han devenido en servidos
por los pueblos, cuyos más claros ejemplos lo han sido,
a través de la historia, los regímenes despóticos
de Egipto, Mesopotamia y La China, en la antigüedad, y
en la era moderna los gobiernos totalitarios de Europa del Este;
y la concepción occidental, que ha procurado el desarrollo
de la propiedad privada, del individuo, y que con el cristianismo
-a pesar de la competencia despiadada y desigual, de los muy
ricos y los muy pobres, del drama del Primer y el Tercer Mundo
- se hermanó espiritualmente. Europa, espacio vital de
occidente, había disfrutado de una unidad estructural;
la que le ofreció el imperio romano, que no sólo
fue un hecho militar, una fuerza política, sino un movimiento
civilizador, creador de humanidad, de sociabilidad, de vida
en común, del derecho romano, que llegó a tener
por más de mil años la esencia de toda una cultura
en un idioma común; el latín.
El
desarrollo científico del siglo XV, le permitió
al Viejo Continente, "buscar nuevas rutas para el comercio"
por lo que en 1492, el más iluminado de los almirantes
vio la tierra más fermosa que ojos humanos han visto,
con la ignorancia de creer que Haití era Cipango y que
Cuba era la China, y que los habitantes de Japón y China
- entiéndase Haití y Cuba - eran los habitantes
del país de las vacas sagradas, y todos, aún hoy,
lo nombramos el Descubridor, como si los primeros pobladores,
que habían llegado saltando de isla en isla a través
del Mar Caribe, no conocieran la tierra que pisaban sus plantas.
Colón, el precursor de la cristianización de América
- a costa del sacrificio de los nativos y sus valores - había
expresado su intención de coronarse virrey de las nuevas
tierras. Y, en su diario escribió la palabra oro 139
veces y la palabra Dios o la frase Nuestro Señor sólo
51, y el 27 de noviembre de 1492 consignaba: "tendrá
la cristiandad negocio en ella".
Para
muchos el Descubrimiento, el Encuentro entre dos Mundos o el
Nacimiento de América - hay cosas para las que no hay
nombres -, fue un hecho simplemente reaccionario, y para algunos,
hasta casual, como si los fenómenos sociales, complejos
y simultáneos, no fueran el producto de infinitas causas.
Cada época histórica tiene su propio discurso.
Hoy no es fácil asimilar que Cristóbal Colón
no sea el Descubridor de América, pues entonces Humbolt
no sería el Segundo, como lo proclamamos nosotros mismos,
sino el Tercero, y el sabio Don Fernando Ortíz no sería
el Tercer Descubridor de Cuba, sino el Cuarto. ¡Que sería
de nuestra historia sin el mito de las Tres Carabelas!
Abierto
el camino por Cristóbal Colón, se apareció,
tras su ruta, en 1512, por el oriente del largo lagarto verde,
Diego Velázquez, capitaneando a trescientos hombres,
los que, por sus procederes, santos y señas muchos más
bien reflejaban venir de las entrañas dantescas de las
cárceles de la época (sin menospreciar a algunas
de las de nuestro tiempo) que de un puerto de la Española
- nombre que le daban entonces los conquistadores a la original
Quisqueya, hoy la hermana República Dominicana-. A fuerza
de fuego, espada, enfermedades y muerte implantaron -diz que
en el nombre de Dios-, una sociedad, estado y un derecho extraños,
culminantes de una realidad foránea especialísima,
que la ... ¡siempre! ... isla de Cuba no vivía.
Fue una sociedad apenas sin elementos, un estado y un derecho
precarios, donde se confundían las potestades políticas,
militares y en algunos casos las judiciales, en los mismos funcionarios
y que, trescientos años después, en los albores
del siglo XIX, se mantenía con insignificantes variaciones.
No fue hasta el año 1812, en que al darle las Cortes
de Cádiz una constitución a la península
que se extendió a la isla, Cuba no contó con una
carta magna, en el sentido moderno de la palabra, creadora de
supremas instituciones, teniendo nuevamente - ¡Oh, destino!
- la Perla de las Antillas, que acomodarse, incluso estructuralmente,
a las imposiciones extranjeras.
La
joven intelectualidad criolla - hijos de españoles, amamantados
(¡Oh, amor madre!) por nodrizas esclavas -,se fueron a
las mejores universidades del mundo a fin de apoderarse del
pensamiento más avanzado. No era suficiente derrotar
militarmente el régimen colonial, sino trascenderlo.
Carlos Manuel de Céspedes, cuando la realidad era insoportable
y la dignidad humana y nacional eran pisadas por el arcaico,
explotador y cruel sistema colonial, mientras muchos vacilaban,
como con fuerzas tremendas, venidas de las entrañas imperfectas
de la tierra, se lanzó a todo galope a conquistar la
independencia a filo de machete, proclamando un mando centralizado,
capaz de asegurar el triunfo de la revolución independentista,
como paso previo a la república democrática. Ignacio
Agramonte, meses después, en el potrero de Guaímaro,
en la Constituyente de la primera República en Armas
- ¡el Belén institucional de la Nación Cubana!
-, liderando a un grupo de intelectuales liberales, se opone
resueltamente a Céspedes, pretendiendo una organización
institucional que garantizara no sólo la independencia
de Cuba, sino la liberación de los cubanos, el sometimiento
del mando militar al poder civil -¡aún en plena
guerra!- y proclama el imperio de la ley, y que el soberano
fuese el ciudadano. Triunfó Agramonte, pero se perdió
la guerra. Desde entonces la nación cubana, se pregunta:
¿Céspedes o Agramonte? Tanto una táctica
como la otra es eficaz; todo depende de las circunstancias:
Céspedes para la guerra, para la paz, Agramonte. Sin
embargo los cubanos siempre hemos sufrido el desatino. En la
Guerra Grande sometimos el mando de las batallas a las lentas
resoluciones del parlamento de manigua y en los tiempos de paz,
a que nos gobierne la manus militari.
Poco tiempo después del pacto del Zanjón, cuando
los cubanos debimos hacer una valoración crítica
de la guerra en el propio escenario de los sacrificios supremos,
el "pacificador" Martínez Campos, descubrió
una transitoria válvula de escape a la crisis; el puente
de plata para los adversarios; el exilio. José Martí,
futuro líder de la independencia y de la espiritualidad
de la nación, que en tiempos de la Guerra Grande, apenas
un niño, mientras más de doscientos cincuenta
mil cubanos entregaron la vida a la causa por la independencia,
no había podido hacer más que tirarle un cáscara
de naranja a un soldado español, por lo que había
ido a la cárcel y escrito allí bellos versos y
estremecedores relatos, andaba por el mundo cargado de nostalgia,
soñando la patria - "Vivir por Cuba en cuerpo y
alma no es lo mismo que sobrevivir en Cuba en carne viva."
- con la fuerza de un creador divino, se lanzó, cargado
de ideales a entrelazar las ramas de los pinos nuevos con los
viejos robles a fin de hacer la que él mismo llamara
la guerra necesaria.
José Martí, viendo colonias en las recién
nacidas repúblicas de Latinoamérica, advirtió
que no se funda un pueblos como se manda un campamento, pretendiendo
llevar el pensamiento civilista de Ignacio Agramonte a las más
altas cumbres, el primer día de combate, convencido de
que todo el que da luz se queda sólo - "puedo morir
mañana", escribió en la página anterior
a Dos Ríos -, cayó de su caballo mortalmente herido
para levantarse un mito, hasta hoy inalcanzable para los cubanos.,
no sin antes
advertir: [...] “O la república tiene por base
el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito
de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el
ejercicio íntegro de sí y el respeto, como de
honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás;
la pasión, en fin, por el decoro del hombre, - o la república
no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota
de sangre de nuestros bravos. Para verdades trabajamos, y no
para sueños.”
El
proyecto fue atajado. Estados Unidos y España, en Paris,
1898, cuando las Torre Eiffel estaba a 17 días de navegación
del Triángulo de Las Bermudas y Las Filipinas quedaban
al otro lado del mundo, y sin la presencia de los cubanos, de
los puertorriqueños, y ni de los filipinos, firmaron
un tratado en virtud del cual se terminaba la que con el tiempo
se ha venido en llamar la Guerra Hispano-Cubana-Norteamericana,
cayéndose al fin el imperio donde nunca se puso el sol.
Puerto Rico y Las Filipinas pasaron a ser territorios no incorporados
de la nación del norte (según una políticamente
viciada doctrina anglosajona, que se basa en la intención
del acto jurídico creador del instrumento) y Cuba quedó
bajo un gobierno militar, como paso previo a la república
mediatizada por la que, tres años después se llamara
la Enmienda Platt, que entre otras cosas imponía el derecho
de Estados Unidos a instalar bases "carboneras" en
la isla - Guantánamo es un ejemplo sobreviviente - y
a intervenir incluso militarmente cada vez que sintiera sus
intereses amenazados, o quisiera amenazar o agredir a otros
intereses.
Se culminaba así un nuevo reparto del mundo, en el que
Estados Unidos emergía como imperio mundial de nuevo
tipo.
Pero
a pesar de todo, en sólo 25 años, de República,
en 1927, una población -¡ya triplicada!- era capaz
de producir cinco millones de toneladas de azúcar, a
bueyes y machetes (hoy, bajo el gobierno de Fidel Castro, Cuba
con una población de once millones no produce cuatro
a pesar de la mecanización, los contingentes agrícolas,
el cacareado poder del proletariado -¿qué
proletarios?-) y tantas cabezas de ganado como seres humanos.
En 1952, seis millones de habitantes produjeron siete millones
doscientas cincuenta mil toneladas, más el azúcar
de bibijagua, producción no declarada para burlar los
impuestos. Grandes obras, desarrollando una infraestructura
propia, fueron logros de una férrea voluntad nacionalista:
la carretera central, el capitolio, el palacio presidencial,
las alcaldía municipales y provinciales, los palacios
de justicia, las escuelas normales, barriadas residenciales,
donde vivía una naciente burguesía nacional, son
indudable ejemplo del inicio de una nuevo estadio en la historia
nacional. Las artes florecieron como nunca antes se había
visto en la historia en nación alguna: decenas de ritmos
musicales - !ay, el son y el bolero!-, el ballet de Los Alonso,
la literatura de Guillen, Lezama, Carpentier, la pintura de
Lam, ... En el deporte todavía arde la gloria de Chocolate,
Capablanca, Font ...
Sin
embargo, sólo la Iglesia católica, la más
vieja institución, con su sabiduría milenaria
y un hombre de la sensibilidad e intuición de André
Bretón, poeta del surrealismo, capaz de "presentir,
descubrir, oír, viajando en una guagua habanera, caminando
por las calles y barrios, sintiendo la entretierra de la gente",
podían prever, coincidentemente el mismo año,
1947, cuando todo el mundo estaba ciego, que las dramáticas
contradicciones que vivía La llave de Las Américas,
avizoraran un desenlace tremendo. "En este país
se siente venir una revolución", dijo el poeta y
el Papa Pío XII, en una alocución radial al pueblo
de Cuba advirtió: "Ustedes se sienten orgullosos,
y con justa razón, de haber nacido en la que alguien
llamó la tierra más fermosa que ojos humanos vieron,
en la Perla de las Antillas.
Pero en esa misma bondad del clima, en esa exuberancia y placidez
se anida el peligro. Me parece ver que por el tronco altivo
de la palma real, que se mece con donaire, se desliza la serpiente
tentadora... Si no hay en ustedes una vida sobrenatural fuerte,
la derrota será segura." Cardenal Jaime Ortega,
Arzobispo de La Habana, nos recordaba en su visita a Venezuela,
a principios de 1995, que el Papa se daba cuenta que los cimientos
de la Patria no estaban terminados de forjar, que no percibíamos
los grandes desafíos de la historia, nuestra responsabilidad
nacional y hemisférica. El estado de cosas se volvió
insoportable. El cambio era una necesidad histórica.
Los cubanos, creyendo más en la revolución que
en la evolución, cargados de intolerancia, sin medir
adecuadamente la trascendencia de los actos, fuimos a buscar
la paz en la guerra, con sus secuelas de muerte, destrucción,
odio, negación y revancha.
La
insurrección triunfo en 1 de enero de 1959, en medio
de la Guerra Fría.
Cerradas las puertas del Vecino del Norte, Fidel Castro se alineo
al Campo Socialista fundado y liderado por la entonces Unión
Soviética, que tenía su base en la Rusia de la
Revolución de Octubre. La Rusia feudal en pleno siglo
XX, que comenzaba a abrirse al modernismo cuando ya occidente
se estaba despidiendo de él. La Rusia que no había
recibido aún, de manera eficaz, las influencias del derecho
romano, del renacimiento, del iluminismo, del movimiento enciclopédico,
de la revolución industrial inglesa, y mucho menos de
la revolución francesa y de la concepción tripartita
de los poderes del estado, que ésta le legó al
mundo en las ideas de Montesquiu, a no ser la creación
de la Duma, especie de parlamento sometido, legalizador por
unanimidad viciada de la muchas veces ilegítima voluntad
del Zar, antecedente histórico de las mal llamadas asambleas
populares de los países socialistas totalitarios. Rusia
no había conocido una Constitución. "Sólo
una vez, en noviembre de 1917, hubo un parlamento votado libremente,
pero sin llegar a reunirse", nos recuerda Michael Morozow,
en su obra, "El caso Solzhenitsyn" El pueblo ruso
carecía de una tradición de opinión pública.
Sus pensadores estaban en la literatura, y sus vidas eran trágicas:
Pusckin fue asesinado por una camarilla de cortesanos aliados
a Nicolás I; Lermontow murió en un duelo; Gogol
quedó medio loco luego de una huelga de hambre; Rylejev
fue ahorcado. Incluso, después de la Revolución
de Octubre de 1917; Blok murió de inanición en
Petrogrado; Essinin se ahorcó en una habitación
de un hotel de Leningrado después de escribir su último
poema con sangre en la pared de la habitación; Majakowki
se suicidó de un balazo en la cabeza; Gumilow fue fusilado;
Máximo Gorki elige el exilio voluntario por 10 años,
y más recientemente Boris Paternaf y el propio Solzhenitsyn
reflejan en sus propias vidas el drama de todo un pueblo.
El
comunismo soviético, era pues una sociedad dirigida por
el Estado, que trataba de fundir todos los ámbitos en
un sólo bloque monolítico e imponer una dirección
común, desde la economía hasta la política
y la cultura, mediante una sola institución, el Partido.
El arte, la cultura, expresión real de los valores de
una sociedad, se vieron aniquilados por un Estado que no permitía
crear sino a favor de sus intereses políticos coyunturales.
La tierra de la otrora extraordinaria cultura rusa, una de las
más importante de principios del siglo XX, venida la
Unión Soviética, no creó una arquitectura
trascendente, a no ser la de "tipo pastel" de la era
estalinista, y reprimió a los músicos y a los
escritores. A tal frustrante realidad se le rindió culto,
dentro de una corriente ideoestética denominada Realismo
Socialista, que ha constituido un de los legados culturales
más pobres que ha conocido la humanidad.
La edad moderna, cuya obertura fue el renacimiento, vivió
desde la época de la palabra impresa hasta la era del
lenguaje digital, desde el Siglo de las Luces hasta el Socialismo,
desde el positivismo hasta el cientificismo, desde la revolución
industrial hasta la revolución informática, bajo
el signo del hombre que, en tanto cumbre de todo lo existente,
era capaz de descubrir, definir, explicar y dominarlo todo y
de convertirse en el único propietario de la verdad respecto
al mundo. El Bloque Socialista, la última expresión
del modernismo como era, donde se creía que el universo
y el ser representaban un sistema capaz de ser explorado por
completo, era además dirigido por una suma de reglas,
directrices o sistemas que, se pensaba, el hombre iría
dominando y orientando a su beneficio. Eran los tiempos del
propósito de la sociedad ideal: el comunismo, en virtud
de una doctrina (el
marxismo-leninismo) que se consideraba la verdad científica,
según la cual se debía organizar la vida. "Dos
peligros tiene la idea socialista, como tantas otras - había
advertido ya José Martí desde el siglo XIX -:
el de las lecturas extranjerizas, confusas e incompletas, y
el de la soberbia y rabia disimulada de los ambiciosos, que
para ir levantándose en el mundo empiezan por fingirse,
para tener hombros en que alzarse, frenéticos defensores
de los desamparados." Ya en 1887, John Rae, en su libro
Contemporary Socialism (obra de consulta de José Martí)
expresaba "El comunismo lleva a todo lo contrario de lo
que pretende alcanzar; busca igualdad y concluye en la desigualdad,
busca la supresión de los monopolios y crea un nuevo
monopolio, busca aumentar la felicidad humana y en realidad
la reduce. Es una utopía, y ?por qué es una utopía?
... Porque la mayor igualdad y la mayor libertad posible sólo
pueden lograrse juntas"
El
triunfo de la revolución de 1959, en medio de la Tercera
Guerra Mundial, conocida como la Guerra Fría - época
en que la humanidad vivía en la asfixiante atmósfera
de la paz del miedo nuclear -, el sentimiento antiimperialista
de un sector importante de la sociedad, dada la existencia de
un capitalismo despiadado, sin plena conciencia social, que
ignoraba e impedía la vigencia de la Constitución
del 40, legítimo fruto de la voluntad popular, la aspiración
del partido comunista de tomar el poder e implantar la "dictadura
del proletariado", las hábiles manipulaciones de
la "Internacional Stalinista", junto al voluntarismo
y a la vocación dictatorial de Fidel Castro, y la intolerancia
de los gobernantes norteamericanos, comprometidos entonces con
los gobiernos más corruptos y retrógrados del
mundo, entre otras cosas, condicionaron el alineamento de Cuba
al Campo Socialista, el cual además consideraba al derecho
un instrumento -y por tanto sin valores propios - del poder
político. Cuba salía así de su hábitat
natural, su espacio histórico-cultural, el hemisferio
occidental y asimilaba una concepción orientalista, inquisitiva,
semifeudal, autocrática, zarista, con un poco de socialismo
utópico y filosofía alemana, por supuesto, con
mucho del clásico dictador latinoamericano, cometiendo
el error histórico, del que nos había advertido
José Martí hace más de cien años,
de copiar doctrinas y formas foráneas de gobierno.
La
caída del muro de Berlín significa pues no sólo
la derrota del campo socialista en la Guerra Fría, sino
ademas, el agotamiento de la era moderna, la era de los mitos,
las ideologías, los partidos de políticas doctrinarias,
aspirantes a la "toma del poder", y el inicio de una
era de circulación de ideas, información, concertaciones,
una era sin fronteras, sin distancias, de internacionalización
de los procesos productivos y de la soberanía de los
individuos, en fin, la posmodernidad, donde el derecho, como
ciencia social autónoma debe ejercer su imperio al servicio
de la pluralidad político-social de la humanidad toda.
Lcdo. Faisel Iglesias. Es narrador, periodista, Fundador
de la Corriente Agramontista de Abogados disidentes de Cuba
y miembro de la Comisión de Relaciones Internacionales
del Colegio de Abogados de Puerto Rico. (Calle Hatillo No.6,
Apto 2. Hato Rey, San Juan, Puerto Rico. 00918.
celular: 787 - 553 3373)