Por
José Vilasuso
Aporte al artículo titulado “Biografía
del Che”, escrito por Richard Dido.
Richard Dido ensayista suizo, admirador de Ernesto Guevara,
acababa de publicar su Biografía del Che. A fin de
enriquecer aportaciones sobre el guerrillero argentino, en
1997 me permití acotar informes pertinentes que han
recorrido el mundo y hoy continúan siendo solicitados.
En
enero de mil novecientos cincuenta y nueve trabajé
a las órdenes del conocido dirigente en la Comisión
Depuradora, Columna Ciro Redondo, fortaleza de La Cabaña.
Recien graduado de abogado y con el entusiasmo propio de quien
ve a su generación subir al poder. Forme parte
del cuerpo instructor de expedientes por delitos cometidos
durante el gobierno anterior, asesinatos, malversaciones,
torturas, delaciones, etc.
Por
mi escritorio pasaron expedientes de acusados como
el comandante Alberto Boix Coma, quien reportaba los partes
de guerra gubernamentales y Otto Meruelo, periodista. La mayoría
de los encartados eran militares de baja graduación,
y políticos sin relieve ni carisma. Por su parte,
los testigos fueron jóvenes fogosos, revanchistas,
ilusos o pícaros deseosos de ganar meritos revolucionarios.
Recuerdo a un teniente apellidado Llivre, de acento oriental,
que me azuzaba.
"Hay
que dar el chou, traer de testigos a revolucionarios de verdad,
que se paren ante el tribunal y pidan a gritos; justicia,
justicia, paredón, esbirros.. Esto mueve a la gente."
El
entonces comisionado por Marianao, una vez nos exhortó,
"A estos hay que arrancarles la cabeza, a todos."
De inicio componíamos los tribunales letrados civiles
y militares, bajo la dirección del capitán Mike
Duque Estrada y los tenientes, Sotolongo, Estévez,
Rivero que terminó loco y los fiscales Tony Suárez
de la Fuente, Pelayito apellidado "paredón o charco
de sangre," entre otros, quienes en su casi totalidad
desertamos a causa de las discrepancias a la vista.
Posteriormente
aforados sin instrucción legal, ocuparon nuestros puestos.
Hubo familiares de víctimas del anterior régimen
a quienes cupo juzgar a los victimarios.
Entre ellos, el capitán Oscar Alvarado, cuyo hijo Oscarito,
fuera ultimado por la policía en La Habana. Pero Alvarado
dejó un rastro de cordura y equidistancia a la hora
de dictar sentencias.
El primer procesado que tuve ante mis ojos se llamaba Ariel
Lima, era casi un niño, exrevolucionario pasado al
bando gubernamental, su suerte estaba echada; vestía
de preso, lo vi esposado y los dientes le temblaban.
De
acuerdo a la ley de la Sierra, se juzgaban hechos sin consideración
de principios jurídicos generales. El derecho de Habeas
Corpus había sido suprimido.
Las
declaraciones del oficial investigador constituían
pruebas irrefutables. El abogado defensor limitaba
su acción a admitir las acusaciones aunque invocando
la generosidad del gobierno, solicitaba una disminución
de la condena.
Por aquellos días Guevara era visible con su boina
negra, tabaco ladeado, rostro cantinflesco, y brazo en cabestrillo.
Estaba sumamente delgado y en el hablar pausado y frío,
dejaba entrever su "posse" de eminencia gris y total
sujección a la teoría marxista.
En
su despacho, se reunían numerosas personas discutiendo
acaloradamente sobre la marcha del proceso revolucionario.
Sin embargo, su conversación solía cargarse
de ironía, nunca mostró alteración de
temperamento y tampoco atendía criterios dispares.
A
más de un colega lo amonestó en privado, en
público a todos: su consigna era de dominio público.
"No demoren las causas, esto es una revolución,
no usen métodos legales burgueses, las pruebas son
secundarias. Hay que proceder por convicción. Es una
pandilla de crimnales, asesinos. Además, recuerden
que hay un tribunal de Apelación."
El
tribunal nunca declaró con lugar un recurso, confirmaba
las sentencias de oficio y lo presidía el comandante
Ernesto Guevara Serna.
Las ejecuciones tenían lugar de madrugada. Una vez
dictada la sentencia, los familiares y allegados estallaban
en llantos de horror, súplicas de piedad para sus hijos,
esposos etc. La desesperación y el terror cundían
por la sala. A numerosas mujeres hubo que sacarlas a la fuerza
del recinto.
El
siguiente paso era la capilla ardiente donde por vez postrera
se abrazaban unidos por el dolor. Aquellos abrazos por minutos
parecían preludiar un largo viaje. Al quedarse solos
hubo quien se resistió hasta el instante de la descarga,
otros iban anonadados, trémulos, abismados; un policía
como última merced solicitó que le dejaran orinar,
varios sentenciados ese día conocieron que era un sacerdote,
más de uno murió proclamando "soy inocente."
Un
bravo capitán dirigió su propia ejecución.
Presenciar aquella matanza a manos de bisoños y lombrosianos,
fue un trauma que me acompañará hasta la tumba
y tengo por misión divulgar hasta la tumba, a los cuatro
vientos.
Durante
aquellas horas los muros del imponente castillo medieval recogieron
los ecos de las marchas en pelotón, rastrillar de los
fusiles, voces de mando, el retumbar de las descargas, los
aullidos lastimeros de los moribundos, el vocinglerío
de oficiales y guardias al ultimarlos. El silencio macabro
cuando todo se había consumado.
Frente al paredón huellado hondamente por las balas,
atados al poste, quedaban los cuerpos agonizantes, tintos
en sangre y paralizados en posiciones indescriptibles; manos
crispadas, expresiones adoloridas,
de asombro, quijadas desencajadas, un hueco donde antes hubo
un ojo. Parte de los cadáveres con la cabeza destrozada
y sesos al aire a causa del tiro de gracia.
De lunes a viernes se fusilaban entre uno y siete prisioneros
por jornada; fluctuando el número conforme a las protestas
diplomáticas e internacionales.
Las
penas capitales estaban reservadas a Fidel, Raul, Che y en
casos menores al tribunal o al Partido Comunista.
Cada integrante de pelotón cobraba quince pesos por
ejecución y era considerado combatiente. A
los oficiales les correspondían veinticinco.
En la provincia de Oriente se aplicaron penas máximas
sumarísima y profusamente; pero no poseo cifras confiables.
Presumo que algunos cálculos son exagerados. Aunque
en total en La Cabaña, hasta el mes de junio de aquel
año, debieron fusilarse no menos de cuatrocientos reos,
más un número indefinido de condenas a prisión,
producto de una lucha en que murieron unas cuatro mil personas
entre ambos bandos.
En contraste, como resultado de la Segunda Guerra Mundial,
donde entre bajas en frentes de batalla, campos de concentración,
bombardeos, etc, se calculan cuarenta millones de víctimas.
Sin
embargo, en los procesos de Neurenberg la pena capital únicamente
se aplicó a doce criminales de guerra. Posteriormente
otros tres o cuatro casos fueron ajusticiados en Israel.
Estos datos sucintos serían útiles al señor
Dido tanto en aras de cierto balance en el libro, como para
ilustración personal en torno a su apologado.
Para comentarios, correo al autor...
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