Por
José Ignacio Rasco
EL
BINOMIO CASTRO REVOLUCIÓN
Sin duda alguna, Fidel Castro es una figura que ha traspasado
los linderos nacionales. Igual que su revolución. Entre
ambos fenómenos se produce un paralelismo increíble.
La revolución es un autorretrato del propio Castro. El
ha sido el actor y el autor de toda esa gran tragicomedia que
ha sido conocida y reconocida en las cuatro esquinas del mundo.
Uno
de los errores más nefastos que cometió la dirigencia
política, -y las no políticas-, en Cuba fue no reconocer
la potencialidad del causante. La subestimación del personaje
facilitó el camino revolucionario. Castro ha resultado
el actor teatral más notable del siglo XX con un innegable
carisma y talento para la intriga, el suspenso y el engaño
más refinados. Si Luis XIV podía decir que «L'etat
c’est moi», Castro podría reclamar que «La
Revolution c'est moi».
Castro
y la revolución son mellizos, por no decir que son siameses.
Castro se anticipó al descubrimiento de la clonación
al lograr tal semejanza entre
él y su hechura revolucionaria. Su omnipotencia ha sido
tal que no se ha movido hoja del proceso revolucionario que él
no la haya soplado. Aquí ha estribado también su
estabilidad y su fortaleza, que con la improvisación y
el cálculo, la alevosía y la traición,
produjeron no una reforma, sino una verdadera revolución
de las estructuras que se suponían más sólidas
en la sociedad cubana. No fue revolución de «curitas
y mercurocromo» como él mismo señaló.
Pocas veces en la historia se ha vuelto del revés un país,
de modo tan absoluto, como en el caso cubano.
Intentemos
penetrar un tanto la personalidad compleja del dictador cubano.
El hecho de haber conocido y tratado de cerca a Castro desde el
bachillerato hasta graduarnos en la misma promoción de
1945 en el Colegio de Belén. Y luego convivir en la etapa
universitaria, y aún algo después de su triunfo,
me permite tener una visión muy personal del sujeto. Aunque
todo lo que digo es verdad no creo tener toda la verdad. Otros
han conocido diversas facetas de la escurridísima figura.
Con algunos de ellos he podido corroborar mis apreciaciones. Trato,
pues, de presentar el caso de acuerdo con mi experiencia, la que
he de exponer del modo más objetivo posible.
TESTIGO DE CARGO: EL CASTRO QUE YO CONOCÍ
LA ETAPA BELEMITA
Recuerdo a Fidel cuando llegó al Colegio de Belén
con un aspecto un tanto «aguajirado», de muchacho
de campo, de tierra adentro. Entonces
era bien retraído, tímido, un poco cortado por su
situación familiar y social. Como es sabido, Fidel era
hijo ilegítimo de Ángel Castro y de Lina Ruz, quien
llegó a la finca en calidad de sirvienta y terminó
siendo la señora de la casa. Don Ángel era un español
rancio, que había desembarcado en Cuba como soldado español
para pelear contra los independentistas cubanos. Luego de terminada
la guerra regresó a España, pero más tarde
volvió a Cuba para hacer fortuna -y la hizo- como terrateniente,
al parecer, de poca ética en sus negocios. Se convirtió
en un rico latifundista. Al decir de algunos era persona tosca,
de modales rudos y duro con su hijo más rebelde, que era
Fidel. Tal vez esta situación fue un factor en la decisión
de enviarlo lejos, primero a Santiago de Cuba y luego a La Habana,
a colegios privados
de familias de clase media en su mayoría, pero que se caracterizan
por su gran disciplina académica, su sólida formación
moral y el amor a los deportes.
El
recién llegado de Birán, provincia de Oriente, cargado
ya de ambición y con tenacidad más gallega que cubana,
(Fidel es el más gallego de todos los cubanos) llegó
a brillar en los deportes.
Sobresalió en campo y pista, en «basket ball»
y en pelota. Resultó un «all star» del colegio.
Horas
y días enteros de vacaciones los utilizaba para practicar
los deportes. Si no encontraba catcher tiraba la pelota contra
los muros del cabaret Tropicana que lindaba con los patios del
colegio. Podía ganar las carreras largas de 400, 800 y
1000 metros a veces en una misma tarde.
Era
un «caballo» de carrera. El único deporte que
nunca pudo practicar fue el de salto de garrocha, en el que yo
fui campeón intercolegial (entonces era bien flaco). Yo
lo mortificaba bromeando cuando le decía que no podía
saltar garrocha porque «es el único deporte que las
mujeres no practican», (ahora sí por cierto) lo que
le enfurecía transitoriamente. Luego el mismo lo comentaba
con otros, pero ya en buen tono, cosa, por lo demás, muy
rara puesto que carece de sentido del humor. No sabe reírse
de sí mismo.
La
gravedad solemne suele ser su modo ordinario de conversar. Anda
muy ajeno al choteo cubano, no obstante ser ameno en su conversación,
en la que gusta más de la hipérbole y del suspenso.
No
era buen estudiante, «un filomático», como
decíamos en Cuba, que sólo sabía estudiar
sin participar en otras actividades . Pero siempre sacaba sus
notas con buenas calificaciones aunque sin pertenecer a los primeros
de la clase. Estudiaba a última hora con vista a las pruebas.
Entonces era capaz de dormir poco. Y se pasaba días y noches
preparándose para los exámenes. Con su prodigiosa
memoria era capaz de aprenderse, al pie de la letra, cualquier
texto. Como alarde
solía arrancar las páginas de un libro una vez que
las archivaba en su memoria. Era un verdadero «computer».
Luego podías preguntarle lo que decía el libro de
sociología, por ejemplo, en la página 50, y te la
repetía con punto y coma. Recuerdo que en el último
año le quedaron varias asignaturas pendientes del primer
semestre. La norma entonces era que si no pasabas
las asignaturas en el examen del colegio no podías ir al
del Instituto para obtener el título «oficial»
que daba el Ministerio de Educación. Fidel retó
al inspector del año, el P. Larrucea, para que lo dejara
examinar todas las materias pendientes y que si sacaba 100 (el
máximo) en las pruebas de Belén podía ir
al examen del Instituto. Parecía imposible que lo hiciera
en tan pocos días, pero lo logró. Si no recuerdo
mal las asignaturas examinadas eran Francés, Lógica
e Historia de América.
Algo
similar hizo después en la Universidad, pues se atrasaba
en los cursos por sus actividades políticas, pero luego
se ponía al día, con noches de insomnio, y era capaz
de sacar más de una docena de asignaturas, «por la
libre», aprendiéndose los códigos de memoria.
Otra
cosa que parecerá absurdo a muchos es la timidez inicial
que padecía para la tribuna. En Belén había
una Academia Literaria, «La Avellaneda», en la que
el ilustre P. Rubinos daba clases de oratoria. Pero para ser miembro
de la Academia había que pasar una prueba que consistía
en hablar durante 10 minutos, sin papeles, sobre un tema que se
le daba al aspirante una hora antes. Pues bien, Fidel falló
tres veces la prueba antes de pasarla. El profesor decía,
viéndole sufrir en el podium: «si le pones cascabeles
en las rodillas nos da un concierto de música». Tanto
era su nerviosismo. De más está decir que pronto
venció con creces sus timideces oratorias iniciales.
En
un debate oratorio público que tuvimos en el colegio sobre
la Democracia, a Fidel le tocó justificar la necesidad
del «dictador bueno». Pero, en otra ocasión
similar, fue un defensor de la enseñanza privada, mientras
que a mí me tocó convertirme en abogado de la enseñanza
estatal, en un debate que fue moderado por el Dr. Ángel
Fernández Varela, entonces profesor del colegio, y en el
que participaron también Valentín Arenas, Ricardo
Díaz Albertini, Jorge Sardiña, Francisco Rodríguez
Couceiro y otros. Por cierto que en la crónica sobre el
acto del periódico comunista «Hoy», el periodista
se burló de Fidel a quien llamó despectivamente
«el casto Fidel» al abogar por la educación
privada y católica. ¡Ironías de la vida!
Entre
las «locuras» de Fidel en el colegio, quiero recordar
la apuesta que hizo con Luis Juncadella de que era capaz de tirarse
de cabeza en bicicleta andante, a toda velocidad, contra una pared
en las amplias galerías del colegio. Y lo hizo, al precio
de romperse la cabeza y terminar inconsciente en la enfermería.
Siempre he visto este absurdo episodio como una prefiguración
de su ataque al Moncada en su afán de notoriedad. Sólo
que en el Moncada embarcó a mucha gente, y, en el momento
decisivo, él no chocó contra el cuartel.
Hijo
de un padre rico Fidel siempre tenía dinero en el bolsillo,
pero el dinero para él, no significaba nada, sólo
era un medio para el poder. Lo único que le interesaba
era el poder.
Dos
profesores de Belén, el P. Manuel Foyaca de la Concha y
el P. Miguel Ángel Larrucea, tuvieron temprano conocimiento
de la personalidad de Castro. La opinión de Foyaca tenía
un gran valor pues era un sociólogo cubano bien avanzado,
nada reaccionario, que incluso había sido acusado de izquierdista
por algunos católicos derechistas. Foyaca detectó
y denunció enseguida el cariz comunista del Ejército
Rebelde y de la Reforma Agraria promulgada. Larrucea nunca simpatizó
con el díscolo belemita al que ya en Quinto Año
de Bachillerato tuvo que quitarle violentamente una pistola que
escondía bajo su camisa.
Un
profesor ilustre, famoso orador y conferencista internacional,
el P. Alberto de Castro y Rojas, que nos enseñaba Historia
de Cuba, llegó a tener una íntima amistad con el
chico de Birán. Y durante la etapa de la Sierra, en un
popular programa de televisión que trasmitía en
Caracas, defendió mucho a su antiguo discípulo,
pero tan pronto llegó a La Habana, a principios de 1959,
se dio cuenta del sesgo que tomaban las cosas y se espantó
de lo que venía sobre Cuba.
A
petición mía Alberto de Castro ha escrito un Informe
sobre sus relaciones con Castro desde los días de CONVIVIO,
círculo de estudios que había fundado en el colegio
en 1942. Del largo resumen que me envió de Castro (ningún
parentesco con Fidel) transcribo literalmente lo que resulta más
atinente para nuestro análisis. Dice así:
«Su finalidad (la de Convivio): agrupar muchachos inteligentes
y varoniles, con madera de jefes, y comprometerlos a estudiar
y defender a ultranza los valores básicos de la cultura
española y ajustar sus ideales políticos a la tradición
histórica-jurídica de los pueblos hispanos. La rigurosa
selección se hizo entre los jóvenes más prometedores
que estaban cursando ya los últimos años del bachillerato.
Desde
su fundación Fidel Castro fue invitado para figurar como
miembro activo del CONVIVIO. Aceptó con entusiasmo, pero
no asistía con formalidad a las reuniones. Creía
suplir este incumplimiento con sus frecuentes consultas privadas
al Padre Alberto.
En
1945, cuando Fidel se graduó de bachiller, hizo expresamente
un viaje de La Habana a Santiago de Cuba para pedirle al Padre
Alberto que lo nombrara Presidente del CONVIVIO, pues deseaba
figurar como líder para abrirse paso en la Universidad.
Alberto le contestó: «Yo no nombró al Presidente,
lo eligen ustedes mismos». Y los miembros de CONVIVIO eligieron
por unanimidad a José Ignacio Rasco.
No
obstante, Fidel siguió figurando como miembro de CONVIVIO
y cuando años más tarde él se convirtió
en uno de los líderes estudiantiles más influyentes
de la Universidad, siguió tratando a sus compañeros
de CONVIVIO con gran consideración.
A
raíz del triunfo de la Revolución Cubana, apenas
Fidel entró en La Habana, preguntó a los Jesuitas
por el paradero del Padre Alberto. Enterado de que vivía
en Caracas (donde se había convertido en una de las figuras
más destacadas de la televisión venezolana), le
envió pasaporte diplomático con el
nombramiento de Comisionado Cultural at large en Europa y
en América y le rogó que fuera a La Habana para
consultarle. Al verlo llegar al Havana Hilton, interrumpió
el mitin que estaba celebrando, lo abrazó estrechamente
y le preguntó: ¿Y CONVIVIO? Alberto le contestó:
en estos momentos el abanderado de CONVIVIO eres tú, confío
en que cumplas su ideario.
Esta
primera entrevista duró varias horas y durante ella Fidel
recibía, en presencia del Padre Alberto, a todo el mundo
y despachaba los asuntos urgentes. Alberto cayó en la cuenta
de los equívocos ideológicos que ya se podían
detectar en Fidel y tuvo muestras de su crueldad (por la manera
en que resolvió el caso de los aviadores) y puso sobreaviso
a los superiores de la Compañía de Jesús
en Cuba.
El
23 de enero de 1959 Fidel se presentó en Caracas. El gobierno
venezolano nombró al Padre Alberto para formar parte del
comité de recepción. Fidel no perdió el tiempo
y enseguida se encerró con Alberto en un cuarto muy privado
y comenzó a darle cuenta de todos sus proyectos: quería
luchar contra el imperialismo americano buscando el apoyo de Rusia
¿Para qué esa lucha -le objetó Alberto- si
semejante actitud no entra para nada en el ideario de CONVIVIO?
Y añadió: me temo que por ese camino te vas a convertir
en prisionero de tu propia victoria. Porque eres joven e inexperto
y los rusos zorros viejos, que no tardarán en pasarte
la cuenta. ¿Acaso eres tú comunista? Fidel afirmó
tajantemente. «Por mi honor que ni soy ni seré jamás
comunista. Eso no lo olvide, para su buen gobierno, aunque las
apariencias me hagan aparecer como tal. Sólo por conveniencias
de momento. Pero quiero acabar con las clases privilegiadas y
no decepcionar al pueblo cubano. Le juro que me inspiro en el
Evangelio. Yo necesito su concurso.
«Confidencialmente
a mí Cuba me resulta muy estrecha, por eso, aunque de hecho
mando, como líder de
la Revolución, todavía no he querido aceptar ninguna
responsabilidad de gobierno. Mi aspiración suprema es poder
sentarme a gobernar el mundo entero en una misma mesa con el americano,
el ruso y el chino. Yo como representante del bloque de naciones
iberoamericanas».
Pocos
meses después Alberto (sin perder del todo la esperanza
de hacer recapacitar a Fidel) celebró con él una
última entrevista. Lo recibió en Cojímar
y lo retuvo desde la diez de la mañana hasta la cuatro
de la madrugada. A todo el que recibía (entre otras audiencias
estaban la del Embajador americano Bonsal y el Ministro del Estado
Agramonte) le decía que el Padre Alberto era la persona
a quien más él debía en este mundo. Esto
resultaba muy comprometido y, por desgracia, trascendió
a Venezuela, donde la prensa comenzó a publicar que el
Padre Alberto de Castro era la eminencia gris del gobierno. Pero
recordemos sus palabras en la entrevista de despedida con Fidel:
«Fidel,
te lo advierto con cariño: estás completamente desenfocado.
Vuelve a la cordura. Cuba es uno de los países mejor conseguidos
y de más alto nivel de vida de toda la América hispana.
Además está situada en el área del dólar,
con un cambio del peso a la par. Tú dices que es una colonia
económica de los americanos. Eso no es más que una
frase boba. Es demagógico y nada pragmático calificar
eso de «imperialismo». Si te pones a coquetear con
los rusos vas a dejar a Cuba en grave riesgo de convertirse en
plaza fuerte paupérrima de Rusia.
Dices que quieres convertirla en una Holanda o una Suiza. ¿Y
cómo? No seas iluso. Tú me dices que tu «comunismo»
no tiene nada que ver con el modelo ruso, porque es autóctono
y está inspirado en la doctrina del Evangelio.
De
mí no esperes ningún tipo de colaboración.
Como sacerdote y amigo estaré siempre dispuesto a hacerte
un favor personal. Pero ideológicamente nos separa un abismo.
Creo que todavía estás a tiempo, el pueblo cree
en ti y está dispuesto a ayudarte. No lo traiciones.
Después
de esta despedida, Fidel, que es muy empecinado, envió
por lo menos un par de mensajes a Alberto, para que fuera a Cuba
a colaborar. Pero Alberto ni le contestó. Se limitó
a no hablar mal de Fidel en público, para no amargarlo,
por si algún día lo necesitaba como sacerdote».
EN LA COLINA UNIVERSITARIA
El contacto con la Colina Universitaria cambió radicalmente
la actitud de Castro. Sin los contrapesos morales y religiosos
que moderaban su conducta colegial, se sintió libre de
toda atadura o compromiso. Inicia una etapa anárquica en
su vida en la que pierde la poca o mucha fe que había adquirido
en los claustros belemitas. Le entra una fiebre de publicidad,
de darse a conocer por sus extravagancias, rarezas y aventuras.
Suelta toda timidez o sentido de la moderación; el narcisismo
y la megalomanía se apoderan de su persona.
Su
primer discurso. en plan de líder universitario, fue el
27 de noviembre de 1947, aniversario del fusilamiento de los estudiantes
de medicina durante la colonia. Para preparar el discurso se pasó
tres días en mi casa. Quería que lo ayudase a redactarlo.
Así fue. Le di un contenido que, según Pardo Llada,
resultaba demasiado martiano. Se aprendió el discurso de
memoria y lo ensayó varias veces.
En
esta etapa su afición por las pistolas se desató.
Se afilió al grupo gangsteril de la UIR (Unión Insurreccional
Revolucionaria), que dirigía Emilio Tro, rival de otro
grupo pandillero, el MSR (Movimiento Socialista Revolucionario)
que comandaba Rolando Masferrer. En verdad Castro procuraba evitar
roces
peligrosos entre ambos grupos contendientes, y a veces coqueteaba
con ellos y sus líderes. Tan pronto era perseguidor como
perseguido. Todos estos afanes peligrosos le daban cierta jerarquía
machista entre algunos dirigentes estudiantiles. Se le consideró
autor o cómplice del asesinato, o tentativa de asesinato,
de algunos líderes universitarios, entre otros, de Manolo
Castro, Justo Fuentes y Leonel Gómez, pero, en verdad,
las pruebas no aparecieron nunca. El propio sospechoso con frecuencia
dejaba correr el rumor y la intriga. Tuvo un fuerte altercado
con Francisco Venero, policía universitario, cuando éste
trató de desarmarlo. Según algunos, lo fusiló
más tarde en la Sierra Maestra. También se le acusó
del atentado a Óscar Fernández Cabral, sargento
de la policía universitaria, el 6 de junio de 1948.
En
cierta ocasión viajábamos en un auto con varios
amigos y Fidel nos pidió que lo lleváramos. Y al
cruzarnos con otro vehículo, el propio Fidel de pronto
se agachó y dijo: «creía que esa gente me
iba a matar pues son muy vengativos». A la sorpresa siguió
el silencio y el agachado estudiante se bajó pocas cuadras
después. Nunca pudimos lograr que nos explicara aquella
actitud.
Cuando
fundamos, en 1948, el Movimiento Pro-Dignidad Estudiantil, con
Valentín Arenas, Pedro Romañach, Pedro Guerra y
otros compañeros, en un afán de adecentamiento y
reformas universitarias, Fidel mostró algún interés
en él, aunque dijo estar comprometido con otros grupos.
Me cuenta un amigo común que en cierta reunión de
la FEU alguien sugirió liquidar a varios líderes
para abortar el Movimiento, pero Fidel adujo que esos dirigentes
amigos y condiscípulos de él éramos «intocables»,
no obstante andar en bandos opuestos. Sin embargo, las amenazas
de muerte contra varios de nosotros, y de nuestros familiares,
nunca cesaron.
Castro
nunca pudo ganar la presidencia estudiantil de la Escuela de Derecho
ni de la FEU (Federación Estudiantil Universitaria). Su
amor por la urna apenas se probó en alguna delegatura de
curso. Su actuación básica operaba más detrás
de las bambalinas que en las candidaturas electorales. Siempre
andaba muy vinculado a elementos marxistas. Sin duda la mayor
influencia que pesó sobre él fue la de Alfredo Guevara,
comunista de partido, con gran poder de persuasión. Otros
que giraban en la órbita fidelista eran Baudilio Castellanos,
Benito Besada, Walterio Carbonell, Álvarez Ríos,
Mario García Incháustegui, Lionel Soto, Luis Más
Martín, Núñez Jiménez, Leonel Alonso,
Flavio Bravo y otros simpatizantes del comunismo.
Para
cierto público, ajeno a la universidad, el nombre de Fidel
Castro se iba dando a conocer como el de un joven intrépido
que a ratos alborotaba la opinión pública, en comparecencias
radiales, en un artículo de prensa, o en alguna de sus
aventuras, como cuando logró traer la histórica
campana de la Demajagua a la Universidad de La Habana. Pero para
algunos estudiantes su fama se reducía al tríptico
de botellero, gángster y comunista. Se decía que
tenía una botella (empleo del gobierno que se cobraba,
pero no se trabajaba) en el Ministerio de Educación, pero
en realidad nunca se supo de prueba suficiente. Lo del amor por
el gatillo era vox populi y lo de comunista ya era asunto polémico.
Recuerdo que en 1958, se
me invitó a una reunión de directores de bancos,
para que explicara la personalidad de
Fidel. Para gran escándalo de algunos señores (que
vendían bonos del 26 de julio) desarrollé el tema
tríptico: comunista, gángster y botellero. Solamente
tres o cuatro de ellos me dieron la razón. Los demás
defendieron al sujeto en cuestión. Uno fue miembro luego
del gobierno, pero todos murieron en el exilio totalmente desengañados.
Ruly
Arango, otro amigo y condiscípulo del colegio y de la universidad,
durante un tiempo fue «room mate» de Fidel en el Hotel
Vedado cerca de la Universidad. Ruly trataba de catequizar al
neoescéptico ex-alumno de los jesuitas, que antes se santiguaba
en los juegos de baloncesto y hacía promesas y rezos en
la capilla para ganar en toda competencia. Me acuerdo que una
vez Ruly lo invitó a asistir a un retiro espiritual, de
un día, en la Agrupación Católica Universitaria
(ACU). Fidel se apareció muy tarde, pero pudo conversar
al final con el grupo y también con el famoso P. Felipe
Rey de Castro, el fundador y director de la ACU. Su comentario
sobre el estudiante revolucionario: «Muchacho de grandes
cualidades de liderazgo, pero muy desorientado. En algo me recuerda
a Manolo Castro, (otro dirigente estudiantil de muchos años
y bien conocido en aquellos días), pero creo que es más
ambicioso y temible que Manolo, el otro Castro» (sin relación
familiar).
En
la Plaza Cadenas, junto a la Facultad de Derecho, un buen día
en 1948, me encontré con Fidel. Durante dos horas estuvimos
conversando. Me contó de sus lecturas de Malaparte, Hegel,
Lenin y Marx. En aquellos días pensaba en la necesidad
de dar un golpe de estado. Y me asombró su conocimiento
de la dialéctica hegeliana y de la estrategia leninista.
Ya se sabía de memoria el ¿Qué hacer? de
Lenin. Y me dio una clase sobre la plusvalía de Marx. Entonces
me dijo que había tomado cursillos de esos temas en Carlos
III (sede del Partido Comunista) y trató de convencerme,
con celo apostólico, que yo debería asistir y comprar
los libros «que allí se venden tan baratos».
Otras
veces se jactaba de saberse el Mein Kampf de memoria. A través
de sus lecturas aprendió el poder de la mentira repetida
como arma esencial de la propaganda. También recitaba párrafos
enteros de discursos de Primo de Rivera y de Mussolini, así
como del libro ¿Qué hacer? ya mencionado, que lo
aplicó en Cuba fielmente desde el propio año 59.
Otra
anécdota histórica. En la antesala del examen oral
de la asignatura de Propiedad y Derechos Reales, Castro pronunció
una filípica contra la propiedad privada de una violencia
increíble. Nunca lo había visto tan frenético
y ante testigos, compañeros de clase, disparatar de ese
modo, haciéndose eco de la interpretación de Marx
sobre la plusvalía. Señaló que esa asignatura,
y todo el Derecho Romano, debía eliminarse del curriculum,
ya que «la propiedad es un robo» como decía
Proudhon.
Luego
continuó con un ataque despiadado al capitalismo, a la
industria azucarera cubana «controlada» en su totalidad
por los intereses norteamericanos (lo cual desde luego, no era
cierto) por lo que era necesario una revolución radical
para «expulsar al gringo» y controlar toda la estructura
productiva por el Estado. Fidel apelaba a Walterio Carbonell para
que corroborara lo que el decía. Y Walterio asentía
más con la cabeza que con las palabras. Walterio era un
comunista de partido, hombre bueno y sencillo, negro criollo,
que se incorporó a la revolución y luego fue defenestrado
como tantos otros por alguna diferencia con el partido.
Estábamos
en tercer año de la carrera, cuando andábamos
en los líos de una asamblea para hacer una constitución
universitaria. Me tropecé con Fidel y acordamos una cita
para analizar los problemas de la universidad. Por sugerencia
suya nos debíamos reunir fuera de la universidad, en una
casa del centro de La Habana (creo que estaba en la calle Lealtad).
La entrevista se convirtió en una conversación sin
mayor importancia. Pero lo que me llamó
la atención fue la copiosa literatura marxista de libros,
folletos y revistas almacenados. Y el lugar resultó el
local «donde duerme» Alfredo Guevara. Algún
material era publicado en Cuba, pero la mayor parte provenía
del extranjero y se repartía para América Latina.
Un grupo de Pro-Dignidad Estudiantil descubrió en los locales
de la FEU parte de la literatura preparada para enviar a diversos
países. Se produjo una reyerta y tuvo que intervenir la
policía universitaria.
La
participación de Castro en la Asamblea Constituyente Universitaria
fue más de bambalinas que de actuación pública;
allí estuvo aliado a elementos gangsteriles y socialistoides
que nos combatían en todas las formas, incluso con amenazas
de muerte para nosotros o nuestras familias. Terminamos la Universidad
en 1950. A Castro todavía le quedaron algunas asignaturas
pendientes, pero pronto terminó sin apelar para ello a
las pistolas como se ha dicho erróneamente.
En
el año 1952 el golpe de estado del 10 de marzo dio comienzo
a la dictadura batistiana, que rompió el orden constitucional
y desencadenó un trágico proceso de violencia y
sangre.
Nuestras
discrepancias con Fidel aumentaron. Él entendía
que la única forma de lucha era la del alzamiento y el
hostigamiento violento por medio del terror, de la bomba indiscriminada
y de los atentados personales, lo que culminó con el desastroso
e irresponsable ataque al Cuartel Moncada y al de Bayamo. Nosotros
creíamos en la posibilidad de la vía electoral.
Nos enrolamos en el Partido de Liberación Radical que formamos
con Amalio Fiallo, Manuel Artime y algunos veteranos de los asaltos
a los cuarteles de Santiago de Cuba y de Bayamo que, con muy buena
fe, habían participado en esos afanes belicistas. Pero
todos aquellos esfuerzos fracasaron por la intransigencia del
gobierno y de la oposición. Las grandes mayorías
se tornaron apáticas y desinteresadas de toda política;
Castro aprovechó la oportunidad para lanzar el movimiento
guerrillero y para desarrollar una increíble propaganda
en favor del Ejército Rebelde y de su caudillo máximo.
Fue, para Cuba, el pírrico triunfo de las armas sobre las
urnas.
En
verdad se impuso una técnica de guerrilla psicológica,
con una publicidad bien orquestada que logró crear un clima
de inseguridad y de desestabilización que el barbudo de
la Sierra supo promover y capitalizar desde el principio. Grupos
opositores de magnitudes superiores fueron ignorados y destruidos
por la mítica leyenda heroica de la Sierra, del Robin Hood.
Muchos elementos civiles fueron rindiéndose a los úcases
y deseos del líder que boicoteaba toda negociación
pues quería «todo el poder para los soviets»,
aunque todavía aseguraba a la prensa que él no era
comunista, mientras ya el Ejército Rebelde recibía
lecciones de adoctrinamiento marxista-leninista. Y el New York
Times y Mr. Mathews le servían a Castro de sonora caja
de resonancia.
EN
EL NUEVO RÉGIMEN
En 1959, a partir de enero, la euforia y la confusión se
enseñoreaban del panorama cubano. Los dueños del
periódico Información estaban bien preocupados por
la situación. Sabiendo de mi conocimiento del líder
revolucionario me pidieron que fuera a Santiago de Cuba a otear
el ambiente. Yo era entonces ejecutivo y columnista del periódico,
así que me fui acompañado por Fernando Alloza, un
gran reportero, republicano español, que había sido
dirigente comunista en sus años mozos, por lo que era un
magnífico detector de los síntomas que otros todavía
no querían reconocer. Allí supimos de los primeros
y horrorosos fusilamientos dirigidos por Raúl Castro. Hablamos
con muchos amigos, con gran cautela, pues el embullo, aun entre
la gente más anticomunista, era desconcertante. Uno de
los pocos que analizaba muy preocupadamente la situación
era el Dr. Fermín Peinado, profesor
universitario, dirigente católico y que había sido
comunista también en su juventud. Para él no había
dudas de la fuerte tendencia marxista de muchos dirigentes del
26 de julio. Volvimos a La Habana, y dos de los dueños
del periódico Información, José Ignacio Montaner
y Pedro Basterrechea, nos pidieron que tratáramos de ir
a Santa Clara para ver a Castro antes de que se presentara en
La Habana. Y así lo hicimos.
El
6 de enero -dos días antes de que el «Máximo
Líder» llegara a la capital- nos entrevistamos con
él en un rincón del Gobierno Provincial de Santa
Clara. Allí conversamos a solas con Castro, Alloza y yo.
De vez en cuando interfería Celia Sánchez que cortaba
la entrevista pues Fidel tenía que salir para Cienfuegos
a un mitin público.
Luego
de preguntarme por Estela, y de amenazar con ir a casa a comerse
un arroz con pollo, me comenzó a criticar a Belén,
a la oratoria de Rubinos y a «toda las boberías que
nos enseñaban allá». Añadió
que no tenía la menor intención de visitar el colegio,
que los curas le habían negado el permiso a algunos empleados
para ir al Moncada. Por cierto, varios de los que fueron murieron
en el asalto. Fidel oscilaba entre un afecto jacarandoso y momentos
iracundos. Nos hizo una apología del papel que habían
jugado los comunistas en la lucha contra Batista y echó
pestes contra los Estados Unidos. Se burló con ironía
y sarcasmo de figuras políticas muy vinculadas a la revolución,
muchas de las cuales integrarían el Gabinete con Urrutia.
Trató de refutar nuestras observaciones críticas
y, en algún momento, perdió la ecuanimidad. No obstante
se quiso retratar con nosotros y enviar un saludo al pueblo de
La Habana, de su puño y letra, a través de Rasco
y Alloza. Nos dijo que fuéramos a oírlo a Cienfuegos.
Cosa que hicimos. Allí
dio un mitin público, de madrugada, con un tiempo friolento,
y desbarró incoherentemente contra los Estados Unidos,
el embajador norteamericano y otros elementos «contrarrevolucionarios».
Volvió a hablar de los imaginarios 20,000 muertos de Batista.
Hablaba inconexamente, balanceándose como si estuviera
algo borracho.
Pero
al salir de la entrevista de Santa Clara, antes de ir para Cienfuegos,
pudimos ver a muchos compañeros comunistas de la universidad.
Allí nos encontramos también con otros amigos no
comunistas, algunos de los cuales, bajaban de la Sierra. Entre
ellos, Manolo Artime y Pardo Llada, que estaban aterrados de la
penetración comunista y de la fría crueldad de los
jefes implacables.
Regresamos
a La Habana. Allí hablamos con obispos, embajadores, políticos
y amigos. Pero entonces tampoco «nadie escuchaba».
En el campamento de Columbia, donde ocurrió el fenómeno
calculado de la paloma, salimos preocupados con el discurso de
nuestro antiguo compañero de aulas.
El
discurso del 8 de enero de 1959 en Columbia no era el clásico
discurso criollo del triunfo, de fiesta y alegría. Nada
de reconciliación ni de apaciguamiento, en un momento en
que todo el mundo quería convivir en paz y unión.
Fue una típica pieza dialéctica de guerra, de amenaza
y divisionismo, a pesar de aquello de ¿armas para qué?
Sólo para desarmar a cualquier competidor. Un ataque violento
al Directorio Revolucionario, contra Rolando Cubelas y Faure Chomon.
Un
querido profesor de Belén, embobado con la revolución,
al día siguiente del discursito de la paloma me dijo, al
ver mis observaciones de aguafiesta: «Tienes el diablo metido
en el cuerpo, le tienes envidia a tu compañero de curso...
tú le ganarías en el colegio... pero ahora él
es quien va a triunfar...»
Aquel
profesor, deslumbrado muchos años con la revolución,
al fin murió en el exilio. Así andaban los ánimos
pasionales por aquellos días. Aun los más doctos
sucumbían ante el hechizo carismático de Fidel y
de la paloma que cayó sobre sus hombros, que algunos blasfemos
decían que era el Espíritu Santo.
El
22 de enero frente al Palacio Presidencial, Fidel convocó
a una gran concentración donde la gente masivamente pedía
«¡paredón! ¡paredón!» para
los batistianos, «asesinos de 20,000 cubanos». Erizaba
ver aquella multitud fanatizada y engañada por una demagogia
bien calculada y, alrededor del líder, algunos «burgueses»
ya en el gobierno o aspirando a entrar, con caras hoscas: engreídos,
pretendiendo ser más jacobinos que nadie; confundidos con
el triunfo que pronto los defraudaría.
A
la salida de Palacio Castro se encontró conmigo y de sopetón
me dijo: «Tú vienes también a Venezuela, ¿verdad?»
«No pensaba», le contesté, «y además,
no he sido invitado como periodista». Y dio órdenes
entonces a algún ayudante para que me pusieran en la lista.
Así fue.
La
organización y la salida de aquel viaje fue todo con gran
desorden y atraso. Al llegar a Maiquetía, la escalerilla
del avión se desbarató por el peso de la aglomeración
de visitantes y visitados y caímos todos al suelo. Una
de las azafatas se fracturó alguna costilla y tuvimos que
llevarla, junto con otros al hospital más cercano en La
Guaira. Así que salimos de allí en ambulancia. En
este viaje un miliciano murió víctima de las hélices
de un avión.
El
entusiasmo popular fue desbordante. Se veía a Castro como
un nuevo Bolívar, lo que aumentaba su megalomanía
afirmando públicamente que la nueva Sierra Maestra debería
ser Los Andes.
En
la Embajada de Cuba, en Caracas, nos reunimos con él, el
P. Alberto de Castro y Celia Sánchez, a ratos, en un cuarto
de baño, pues era el único espacio libre de gente
que quedaba en la Embajada. Allí Castro me juró
que no era comunista, sino «humanista» y como «prueba»
me mostraba las medallitas que llevaba en una cadena al cuello,
todo lo cual «se la habían regalado varias mujeres
y hasta una monjita» en su cabalgata de Oriente a La Habana.
Y echó pestes de algunos comunistas. Pero cantinfleó
bastante al tratar de justificar algunas medidas revolucionarias
adoptadas de corte totalitario y comunistoide. Nos pidió
que lo ayudáramos en sus luchas, sin más precisión.
En
Venezuela pudo engañar a casi todo el mundo menos al sagaz
Rómulo Betancourt, ex-comunista, que detectó, y
nos confesó, la peligrosidad de Castro.
Pocos
días después me llamó Castro para que le
preparara un proyecto de ley sobre la prensa, a fin de acabar
con los subsidios y botellas que recibían muchos periódicos
en Cuba a costa del erario público. Yo me reuní
con algunos periodistas amigos, miembros del Bloque de Prensa,
y elaboramos un modesto esquema, totalmente democrático
y liberal, que le entregué personalmente a Castro y que
debió ir al cesto de basura rápidamente. Pero lo
más interesante del caso fue que me pidió que se
lo entregara en el Hotel Hilton donde tenía uno de los
lujosos asientos de su poder. Lo esperaba en el «lobby»
del Hotel, repleto de gentes importantes, del viejo y nuevo régimen,
que querían ver a Fidel para interceder por los presos
y por otros amenazados con el paredón. Pero Castro entró
al salón sin saludar a ninguno de los personajes que allí
estaban. Y se dirigió a un guajirito infeliz, su compañero
en la Sierra. Lo abrazó, lo agasajó y gritó
para que todos oyeran que «con éstos son con los
que hay que gobernar, no con la partida de arribistas que están
aquí». Y le dijo a Celia que le diera todos sus teléfonos
y que él podía visitarlo aún cuando estuviera
en una reunión en Palacio.
Luego
de tantas zalemas y desprecio me pidió a mí y a
otros, que lo acompañáramos a su despacho. Cuál
no sería mi asombro cuando tan pronto entramos en el ascensor
le ordenó a su ayudante que prendiera a ese guajirito -creo
que su apellido era Rodríguez- que antes había saludado
con tanta emoción.
Pero,
eso sí, ordenó «que fuera el Che quien lo
hiciera». El Che, consternado, cumplió y lo encerró
en La Cabaña sin dar explicaciones. Pero para muchos revolucionarios
aquella decisión fue absurda e incomprensible. Se trataba
de un capitán de la Sierra. Las protestas no se hicieron
esperar.
Poco
días después tuve que ir a Palacio con un grupo
de profesores y alumnos de la Universidad de Villanueva, para
protestar contra aquella absurda Ley 11 que era un ataque directo
a la Universidad de Villanueva y a otras universidades privadas.
La ley desconocía y anulaba los títulos y exámenes
habidos durante la insurrección contra Batista. Llegué
una hora antes de la cita para imponerle a Castro de la injusta
situación que, desde luego, no quiso resolver, no obstante
sus palabras al grupo que vino a reclamarle.
Mientras
llegaban los visitantes, presididos por Mons. Boza Masvidal, a
la sazón nuestro rector de la Universidad de Villanueva,
Fidel se burlaba de su Ministro de Hacienda (Rufo López
Fresquet) por sus impuestos a la crónica social. Luego
llegó el Che Quevara quejándose de lo absurdo de
prender al capitancito guajiro de la Sierra «ya que no era
batistiano, ni latifundista, sino que había sido compañero
diario en la lucha, que nos hacía café...»
De
pronto Castro se abalanza sobre el Che, lo agarra por la solapa
y le dice «pero Che no seas comemierda, ¿no te acuerdas
de quién era ese en la loma...? Era el anticomunista más
definido que teníamos allá...» El Che, pausadamente,
le advirtió «Fidel, las cosas no se pueden hacer
así, hay que ir poco a poco...» A lo que Castro respondió:
«Mira Che, haz lo que quieras, lo dejas que se pudra en
La Cabaña, lo fusilas o lo largas para el exilio... pero
no quiero verlo más...»
Este
diálogo que pude escuchar indica también la gran
capacidad de Fidel para la mentira y la hipocresía, así
como su cinismo frío y cruel. El sentido de compañerismo
o de amistad no habita en él. Al mismo tiempo indica la
capacidad de sumisión del Che ante Castro.
Menos
implacable que su jefe, Guevara montó al desgraciado compañero
de armas en un avión, unos días más tarde,
hacia New York. Al llegar al aeropuerto «La Guardia»
el infeliz capitancito sacó su revólver y se pegó
un tiro. Dejó una carta que alguien le escribió,
puesto que era analfabeto, en la que confesaba su decepción
por aquel proceso al que tanto tiempo y esfuerzo había
dedicado.
Este
hecho, todo él de un surrealismo subido, refleja la inmensa
capacidad histriónica del señor Castro y su revolución
y su doble cara, una para el mundo ajeno y externo y otra para
su círculo interno y secreto.
DE VIAJE POR LAS AMÉRICAS (1959)
Otra vez me tocó representar al periódico Información
en el viaje de Castro a los Estados Unidos, invitado por la Asociación
de Editores de Periódicos. El periplo se extendió
a Canadá y Sur América. Así que después
de visitar Washington, New York, Princeton, Harvard y Boston,
pasamos a Toronto, y luego de una imprevista parada en Houston,
seguimos hacia el Cono Sur: Buenos Aires, Montevideo, Brasilia.
Aquello
fue una experiencia única. Sería imposible contar
todas las vicisitudes de aquel alocado periplo. Nunca olvidaré
a quien fue un magnífico amigo y compañero de viaje,
Nicolás Bravo, siempre agudísimo en sus comentarios,
veterano de la CMQ, que estaba también convencido del carácter
comunista de la revolución, y pensaba que había
que observarla con mucho cuidado.
No
faltaron nuevas discusiones nuestras con Castro, que se hacían
cada vez más abiertas para asombro de algunos colegas.
En la misma escalinata del Capitolio de Washington, luego de su
entrevista con Nixon, discutimos sobre el problema de las elecciones,
de la reforma agraria y de otros temas. Castro perdió los
estribos aquella noche ante nuestros puntos de vista contrarios.
En
el vuelo hacia Brasil Fidel se sentó en el avión
al lado mío por un rato. Me reiteró que él
era un «humanista», «un socialista no comunista».
Que el problema con la Iglesia se iba a arreglar, como el del
Colegio Baldor... Me pidió que le explicara quién
era Maritain y lo que sostenía la corriente demócrata-cristiana.
Entonces me dijo que su revolución también era cristiana...
Me dio tres razones por lo cual me decía que no era comunista,
en su inútil empeño para alejar mis objeciones.
La
primera -me dijo- porque el comunismo es la dictadura de una sola
clase y «yo siempre he estado contra toda dictadura».
La
segunda, porque el comunismo es el odio y la lucha de clases y
que él «era alérgico a toda lucha que implicara
odio» y la tercera porque «choca con Dios y con la
Iglesia».
Le
contesté, ya molesto de su hipocresía, y le dije
«facta non verba», Fidel, hechos, no palabras. Si
eso es así ¿por qué has convertido la pantalla
de televisión en una irritación contra el que tiene
dos pesetas y contra las señoronas que juegan canasta?»
Al final me dejó por imposible y me dijo «chico tú
tienes razón... voy a cambiar». Se levantó
de mal humor y se fue sin más comentarios.
Durante
el viaje había una serie de cubanos comunistas que no iban
oficialmente en la rara expedición, pero que se entrevistaban
a diario con él, preferentemente de noche. Formaban parte
de lo que algunos llamaban «el gobierno paralelo»,
es decir, los que de verdad decidían las cuestiones fundamentales.
Este gobierno secreto ya existió desde la insurrección.
Realmente desde el principio el poder revolucionario estaba en
manos de Castro y sus amigos, en su mayoría gente joven
de la nueva ola comunista, aunque Carlos Rafael Rodríguez,
comunista de la vieja guardia, participó también.
Rodríguez se convirtió por un tiempo, en el puente
hacia la vieja guardia del PSP (Partido Socialista Popular), bastante
desprestigiado por sus buenas relaciones con Batista. También
Carlos Rafael resultó elemento de enlace clave con los
soviético. Núñez Jiménez, Alfredo
Guevara y otros solían reunirse con el Che Guevara y Castro
en Tarará, donde el guerrillero argentino se reponía
de sus achaques. Luego fueron frecuentes algunas reuniones en
Cojímar en las que elaboraban planes para llevárselos
a Fidel.
Durante
el vuelo, pude ver a Alfredo Guevara y otros comunistas hablar
a escondidas con Fidel, como miembros del llamado «gobierno
paralelo», que bajo el mando absoluto de Castro, dirigían
todos los primeros balbuceos de sus intenciones pro-comunistas.
Las discrepancias siempre las decidía Castro. Esta fue
la razón de la imprevista visita a Houston para entrevistarse
con Raúl Castro sobre temas muy candentes como las invasiones
a Panamá y a otros lugares, así como lo que se haría
el lro. de mayo que se aproximaba. Castro pensó que todo
aquello era inoportuno durante su viaje exhibicionista.
En
Washington Castro le jugó una mala pasada a su equipo económico
que mantenía muy buenas relaciones con financieros del
gobierno norteamericano y de los organismos internacionales. Estuve
en una reunión en la Embajada cubana, donde Castro anuló
todas las gestiones y compromisos que se habían hecho para
recibir ayuda económica, dejando en una mala posición
a Rufo López Fresquet, a Felipe Pazos y demás gestores.
Castro vociferó allí que él no era un mendigo
internacional y que él no había venido invitado
por la Asociación de Editores de Periódicos de los
Estados Unidos para firmar acuerdos con el gobierno norteamericano.
Aquella
invasión de milicianos uniformados, con trajes de fatiga,
que acompañaban a Castro, desesperaba al Embajador Ernesto
Dihigo, profesor de la Universidad, hombre de gran cultura, que
no podía soportar el primitivismo de aquella gente que
ponía las botas sobre las mesas, quemaban alfombras con
las colillas de los cigarros y cometían todo tipo de tropelías.
Además, el señor Embajador estaba molestísimo
por la falta de seriedad y puntualidad del visitante que tan pronto
suspendía las citas como las demoraba sin previo aviso.
Dihigo ya estaba preocupado seriamente por la penetración
comunista en la revolución con la complicidad castrista.
En
Brasil, el Embajador argentino en La Habana Amoedo, buen amigo
mío y crítico solapado de la revolución,
siempre nos hacía comentarios bien irónicos de aquel
loco viaje y del viajero principal. En el almuerzo, en Brasilia,
Castro, ante la oficialidad brasileña, pretendía
saber más que ellos de cuestiones militares, mostrándose
como un tipo descompuesto y paranoide.
Por
cierto, ante las críticas que algunos periodistas le hicieron
en Brasil, Castro, en el avión, nos dio un largo «show»
de iracundia contra todo los que le hacían la menor objeción.
Y más de una vez para asustar a los viajeros, con la cabina
abierta, trataba de manejar el timón del Britania Turbo-jet
que nos llevaba, con gran preocupación del Capitán
Cook y de toda la tripulación. A ratos se paseaba por los
pasillos con furias de gato encerrado.
Otro
gran espectáculo lo dio Castro en Buenos Aires en la «Reunión
de los 21», orquestada por la OEA, donde proclamó
la obligación del gobierno norteamericano de aportar 30,000
millones de dólares para América Latina3. El que
había dicho unos días antes en Washington que no
quería un solo centavo de las arcas norteamericanas, ahora,
sorpresivamente, proclamaba la obligación que tenía
la América rubia de atender el desarrollo latinoamericano,
incluyendo a Cuba con una masiva ayuda en dólares. Sus
alegatos entusiasmaban a muchos y revelaban la medida de su odio
contra los norteamericanos.
Regresamos
a La Habana el 7 de mayo de 1959 en un largo, disparatado y costoso
viaje de 21 días, cuyo principal objetivo era repetir por
toda la América una caravana similar a la que había
realizado Castro en su lenta marcha de Santiago a La Habana y
exhibiéndose en su afán narcisista y megalomaniaco
por la televisión y demás medios de prensa.
El
desorden, la irresponsabilidad y la desfachatez con que se atrevía
a inmiscuirse en problemas ajenos de otros países, no tenía
paralelo. Castro pontificaba de todo y sobre todo, con la audacia
y la agresividad alocada que lo caracteriza. Todo aquello no era
más que una representación de la figura de la propia
revolución tal como la retrataba, la clonaba, su propio
«líder máximo». La incertidumbre, el
temor, la zozobra, los palos de ciego, las contradicciones verbales,
son tan típicas de Castro como de la revolución.
Este viaje de tres semanas me daba la medida exacta de lo que
era y sería aquel movimiento que se inició bajo
la etiqueta del 26 de julio y que tanto desorientaba a los que
buscaban una revolución honesta y democrática dentro
de un definido estado de derecho.
Nuestra
experiencia personal, como condiscípulo de Castro y el
acceso que me dio mi condición de periodista y abogado,
me llevó, con otros amigos, a la consideración de
vertebrar un ideario y una organización democrática
de inspiración cristiana, de acuerdo con la corriente mundial
que en Europa y América había hecho frente al comunismo
y establecido democracias con alto sentido ético y de justicia
social.
Al
fundarse el Movimiento Demócrata Cristiano (MDC), Fidel
habló bien, en algunos sitios y en entrevistas de radio
y televisión, del grupo inicial y de mi persona. Decía
que había que acabar con la vieja politiquería,
con partidos nuevos, con gente joven y de principios.
Pero
pronto me envió un recado para que lo fuera a ver al INRA
(Instituto de Reforma Agraria). Y allí fuí. Después
de una larga perorata sobre la situación, me advirtió
que el MDC y yo podrían subsistir siempre y cuando no criticáramos
a la revolución. Al contestarle que no seguíamos
a hombres y a etiquetas sino a ideas y proyectos concretos, que
alabaríamos lo bueno y criticaríamos lo malo que
viéramos, montó en cólera, se puso de pie
y me dijo que me atuviera a las consecuencias. Nosotros fuimos
arreciando en nuestras críticas y una comparecencia en
televisión, por la CMQ desató la persecución
contra el MDC y nos forzó a escaparnos por la vía
del exilio, a través de la Embajada del Ecuador, dignamente
representada entonces por don Virgilio Chiriboga.
CAUDILLISMO SUI-GÉNERIS
Castro tiene todas las características del caudillo, del
«duce», del «führer». Es una simbiosis
del clásico caudillo hispanoamericano, pero con una proyección
ideológica que escapa a la simple concepción caciquezca.
Es un tirano con bandera, es decir, un abanderado de una ideología
que ha tratado de imponer en su propio pueblo y con un espíritu
propagador, de proselitismo internacional. Siempre quiso convertir
la Sierra Maestra en los Andes y los Andes en toda la geografía
africana y asiática, en todo el orbe tercermundista. Cuba
ha sido escuela, arsenal, acorazado y aeropuerto para un intento
falaz de crear hombres y países nuevos, que respondan a
ciertos credos políticos y a estrategias antiimperialistas.
El
caudillismo de Castro, no obstante brotar de un mundo isleño,
ha querido saltar sobre mares, aires y tierras, sin detenerse
en consideraciones éticas o jurídicas. Sus ambiciones
imperialistas lo han hecho señor de horca y cuchillo, tratando
inútilmente de emular a aquel imperio donde jamás
se ponía el sol.
Su
peculiaridad caudillística ha sido la resultante de aquellos
héroes admirados en su etapa juvenil. De Maquiavelo aprendió
a justificarlo todo. De Adolfo Hitler y de Mussolini sus resabios
impositivos e invasores. De Mao Tse Tung tomó el gran poder
de simulación. De Franco -gallego como él- la tenacidad
en la perpetuación del poder. De Lenin y Stalin sus rejuegos
estratégicos y sus crueldades. De Marx el trasfondo ideológico
de ideas matrices sobre el odio, la lucha de clases, la propiedad
privada, la revolución mundial y otros títulos de
mucha plusvalía revolucionaria. Si todos estos capitanes
de la historia se batieran en una cotelera, el trago amargo resultante
sería Fidel Castro. Sé que todos estos personajes
fueron objeto de sus lecturas largas, meditadas y memorizadas.
No hay que pensar que Castro es un analfabeto político.
Incluso hay que reconocer que sus lecturas martianas han sido
abundantes desde muy joven. Y aunque sustancialmente es el antípoda
martiano que tergiversa la doctrina fundamental montecristina,
algo de lo que hay de utopía en José Martí
caló, zurdamente, en el decir castrista.
Castro
es, pues, un caleidoscopio de infinitos matices y colores. La
contradicción es la espina dorsal de su pensamiento. De
ahí la dificultad de conocer todas las aristas de su trasfondo
doctrinal y humano.
LA REVOLUCIÓN AMBIDIESTRA: TRAICIONADA Y TRAIDORA
La revolución que surgió de la Sierra Maestra logró
aunar a casi toda la gama política y social del pueblo
cubano. La propaganda psicológica logró el milagro
de unificar todos los grandes sectores y estamentos sociales en
la lucha contra el dictador Batista repudiado por las grandes
mayorías.
La
trampa fidelista -con su genial sentido publicitario- ganó
la guerra más que con las pocas batallas guerrilleras con
la atmósfera psicológica que logró crear
en la Sierra y en el Llano, en la clandestinidad y en el exilio.
La derecha cubana apoyó al «Robin Hood» de
las cercanías del Turquino casi con el mismo entusiasmo
que la misma clase obrera y el campesinado. La gran prensa norteamericana
convirtió lo que era un juego de escondite en las montañas
en una fuerza hercúlea dirigida por un Paul Bunyan cubano.
En
realidad, toda la tónica propagandística giraba
en torno a un proyecto bien burgués y conservador: Restauración
de la Constitución del 40, elecciones generales en un plazo
relativamente corto, honradez administrativa y restablecimiento
de todas las libertades democráticas. El viraje social
y radical surgió después que el castrismo se impuso.
En
ese sentido el pueblo vio que su revolución fue traicionada
porque sus verdaderas inquietudes se anclaban en el mundo político
de la democracia representativa. Así cabe hablar de una
revolución traicionada. Pero claro que cuando hay traición
es porque hay un traidor, que hoy todos reconocen en el personaje
central. No hay que ser muy zahorí cuando se estudia el
proceso que se inició con el desembarco del Granma para
ver cómo el cálculo y la previsión socialista
dirigían el pensamiento y la acción de los principales
aliados del caudillo. En honor de la verdad, las iniciativas de
la Sierra eran totalmente independientes de lo que otros grupos
de acción hacían en el Escambray, en Miami, Washington,
New York o Caracas.
Los
clamores de unidad y de fusión eran siempre rechazados
con insistencia por el caudillo de la Sierra. Por ello Gastón
Baquero ha señalado que muchos se quisieron engañar
o no pudieron contrarrestar los úcases monopolizadores
que venían de las lomas. Así, pues, la violencia,
la guerra y la venganza ya se habían establecido desde
antes de bajar de las alturas y los fusilamientos, desde entonces,
eran parte de «la justicia revolucionaria».
La
revolución, desde sus inicios, utilizaba ambas manos para
indicar sus caminos. La derecha predominaba en la gran propaganda
que se lanzaba por Radio Rebelde para Cuba y para la opinión
mundial. La izquierda se usaba más sutilmente para firmar
compromisos con los camaradas que subían, bajaban o permanecían
en las guaridas selváticas.
La
mano zurda era la que menos ruido hacía pero apretaba el
puño con todo su simbolismo. Ahí estaba la revolución
traidora. La del cálculo, la de la estrategia, la agazapada,
controlada por ese autócrata manipulador.
INGENUIDAD POPULAR Y COMPLICIDAD DE LAS DIRIGENCIAS
El pueblo cubano es generoso y noble, pero de un espíritu
emotivo y sentimental, que lo hace poco amigo del examen crítico,
objetivo o veraz. Somos por ello de reacciones muy pendulares
e inestables. Lo que indica una lamentable inmadurez política.
Vivimos del «wishfull thinking», del «ojalá
suceda». «Ojalateros», decía Pastor González,
aquel gran cubano que luego de mucho ajetreo público cambió
la tribuna política por el púlpito sagrado.
En
verdad, creo, que todos los países tienen siempre una masa
crédula e ignorante que suele pesar más de lo recomendable
en cualquier balanza política. Un pueblo tan culto y filosófico
como el alemán fue víctima de los cantos de sirena
de Adolfo Hitler. Y los italianos y los argentinos -perdónese
si puede haber redundancia- se emborracharon con los piropos de
Mussolini, de Perón y de Evita.
De
todos modos, nuestra idiosincrasia optimista, románticona
y jacarandosa, nos cantaba siempre que en Cuba «no hay problema»
y la «toalla» era una pieza de uso político
para secar muchas lágrimas. En el «totí»
recaían siempre todas las culpabilidades. Y en todo caso
la geografía, «las noventa millas», «los
gringos», no permitirían que en Cuba ocurrieran ciertas
cosas...
Pero
la responsabilidad de las clases «vivas» y de todas
las dirigencias, desde la política hasta la religiosa,
dejaba bastante que desear.
Castro,
con su dialéctica morbosa, ha sabido condenar cualquier
tipo de intervencionismo sobre Cuba mientras él, sin el
menor recato, ha mendigado al mundo entero, especialmente a la
ex-Unión Soviética, todo tipo de ayuda al tiempo
que sus propias tropas y sus infiltraciones invasoras, violan
todas las soberanías posibles a su alcance. Un caso bien
ejemplar de su maquiavélico proceder ocurre con el problema
del embargo norteamericano. Independientemente de la razón
o sin razón del mismo, él es quien tiene impuesto
sobre Cuba un embargo interno, negándole a los propios
ciudadanos lo que les da a los turistas, y a la «la nueva
clase». Y, al mismo tiempo, subestima al peso cubano y beneficia
a los pudientes que consiguen
dólares. Todo lo cual, además de la ineficiencia
del sistema, tiene una intención política de hacer
al pueblo dependiente de las arbitrariedades del gobierno.
El
internacionalismo castrista ha originado, paradójicamente,
un aislacionismo mayor de la Isla. Y su geopolítica intervencionista
ha provocado una peligrosa penetración cubana en casi todas
las latitudes tercermundistas con resultados nefastos para esos
pobres países y violando, sin escrúpulo, la soberanía
de esas naciones.
LA ESTRATEGIA CASTRO-COMUNISTA, ¿ES CASTRO COMUNISTA?
Esta es una eterna discusión entre los adictos al tema
de la Revolución castrista. No es fácil dar una
respuesta de sí o no. Los que por privilegio -o infortunio
de las circunstancias- pudimos penetrar un tanto en el laberíntico
proceso mental del «líder máximo», y
de algunos de sus acólitos, podemos concluir nuestra tesis.
Respeto, pues, las opiniones contrarias, pero para mí ya
no cabe la menor duda de que Castro es, fue y será, marxista-leninista
como él mismo terminó por decir -y desde entonces
nunca se desdijo-. Ahora mismo, cuando se ha quedado prácticamente
solo, con un país en ascuas, el testarudo gerifalte del
único gobierno comunista en América, sigue izando
la bandera roja. Hubiera sido muy fácil, por justificaciones
económicas, haber dado el viraje, lo que le habría
ganado la simpatía y la ayuda de los Estados Unidos y de
casi todos lo países de Europa y de América Latina.
Incluso de la desvencijada Unión Soviética a la
que hubiera podido servir hasta de modelo. Acaso así Castro
podría recuperar parte de su carisma hoy tan arrugado por
sus fracasos e impotencias.
Si
por los frutos los conoceréis ahí tenemos a Castro
dueño y señor de la revolución marxista,
quizás más ortodoxa de todas las que se conocen.
Creo que nadie -ni siquiera los rusos- alcanzaron la velocidad
y aceleración de los primeros tiempos de la revolución
totalitaria en que resultó el trágico ensayo cubano.
Las drásticas reformas en Cuba, en 1959, 60 y 61 no tienen
que envidiar nada de lo que se hizo en Checoslovaquia, Hungría,
Polonia o en la misma Unión Soviética en los primeros
años de imposición marxista. La comunización
de Cuba dejó pequeños otros procesos similares.
Si Castro siempre decidía todo y la revolución resultó
marxista, fue justamente porque el máximo líder
lo quería. De lo contrario la revolución hubiera
seguido el curso democrático que el pueblo buscaba.
Desde
el principio, siguiendo el patrón comunista, se concentró
en montar su sistema de propaganda y su aparato represivo de inteligencia
y terrorismo. La efectividad mayor de este régimen ha recaído
en su capacidad publicitaria -Castro tiene mucho de Goebbel- y
en su poderoso instrumento policiaco-militar de seguridad. -Castro
tiene mucho de Stalin-. Esos han sido sus dos grandes éxitos:
la propaganda y la represión y siempre en íntima
dependencia del culto a la personalidad del «líder
máximo».
FIDELO-COMUNISTA
El argumento esgrimido por algunos de que Fidel es fidelista antes
que todo, olvida que Stalin fue stalinista primero que comunista
como Kruschev fue kruchevista, Lenin leninista, o Ramiz Alia,
ramizista. El comunismo ha sido un medio más que un fin
para buscar el poder absoluto de sus líderes y mantenerse
en él, ha sido un ropaje para vestir la dictadura del proletariado
lo mismo en Cuba que en otros países.Y en ningún
caso se ha seguido al pie de la letra el recetario marxista-leninista
para alcanzar el poder o mantenerlo. El individualismo de los
jefes ha primado sobre el colectivismo socialista, es decir el
capitalismo de estado.
FIDELO-OPORTUNISTA
Tampoco el hecho de que Castro sea un oportunista -que lo es-
es razón suficiente para conceder que no es comunista.
No conozco un solo capitoste del comunismo internacional que no
sea oportunista. El terrible Honecker también lo fue como
todos sus sucesores, como Jaruzelski o Gomulka en Polonia, como
Zhivkovo en Bulgaria. Que Castro pudo haber sido nazista tampoco
lo exime de su totalitarismo marxista. Cualquiera -o al menos
algunos- de los líderes marxistas pudieron haber cambiado
la hoz y el martillo por la misma swástica si el nazismo
estuviera de moda o se hubiera impuesto. Después de todo
el nacional-socialismo y el socialismo marxista son primos hermanos
bien llevados. Por ello supieron firmar pactos de no agresión
cuando las conveniencias así lo aconsejaron. Que Castro
tiene mucho de nazista es cierto. Lo cual sólo refuerza
su condición de comunista manipulador y si hubiera habido
vientos favorables a su ascensión por la escalera nazi-fascista
lo hubiera hecho. Pero su sentido estratégico le dijo que
no era el momento para ser nazista ni siquiera para ser un dictador
tropical. Por eso no quiso ser tampoco un mero autócrata
al estilo de Batista, Somoza, Strossner, Pérez Jiménez
o cualquier otro al uso. Le provocaba más la figura de
un Tito -que fue también profundamente titoista- o el chino
Mao que jugó todo tipo de cartas para mantenerse en el
poder. En su oportunismo la carta marxista-leninista fue la escogida.
La motivación se aprovechó de la oportunidad.
Creo
que si no hubiera habido toda una concepción ideológico-estratégica
definida, Castro no se hubiera lanzado en busca de un socialismo
marxista, a 90 millas del Tío Sam, que en un principio
estuvo feliz y presto para encauzar a Cuba por la vía democrática
y capitalista como correspondía a sus mejores intereses.
Pero Castro aspiraba a ser algo más que un dictador títere
de los Estados Unidos. Y prefirió escoger su carta marxista,
en una etapa de guerra fría, a pesar de que su triunfo
se debió, en gran parte, a la actitud final de los Estados
Unidos contra Batista, al cual abandonaron y le decretaron un
embargo de armas que sirvió de jaque mate para acorralar
al entreguista ejército batistiano. Así se dio luego
la paradoja de que los dos grandes poderes del mundo, a partir
de Kennedy y Kruschev, se convirtieron en los mejores guardaespaldas
de la tiranía castrista o castro-comunista.
DE LA NEGACIÓN A LA AFIRMACIÓN
Que Castro negara reiteradamente su condición de comunista
en una Cuba, donde la simpatía hacia esa ideología
era realmente muy pobre, es explicable. Castro, que, de tonto
no tiene un pelo, lo sabía perfectamente y, por eso, reiteradamente,
en público y en privado, negaba su posición y su
mentalidad comunista. El uso de la mentira, así como cualquier
medio que sirva en un momento dado a la revolución, es
un principio muy leninista, tal vez aprendido de Maquiavelo.
La
dialéctica marxista, por otra parte, hace de las contradicciones
toda una teoría para su desarrollo. Sólo cuando
las condiciones objetivas y subjetivas son propicias para la definición
se reconoce el hecho. Mao-Tse-Tung, en la China, al principio
se presentaba como un mero reformador agrario.
El
Partido Comunista de Cuba, dominado por la vieja guardia, no quiso
apostar inicialmente por este joven revolucionario que surgía.
Castro pretendía dominar y por eso prefirió no pertenecer
a sus huestes, como sí lo hizo Raúl en 1953. Prefirió
prepararse para manipular el viejo esquema cuando lo creyera oportuno.
Para ello, desde la Universidad, ya empezó, como hemos
visto, a codearse con todos los elementos filo-comunistas y comunistas,
buscando aliados para acaparar el control. Lo mismo trató
de hacer en el Partido Ortodoxo que, paradójicamente, tenía
como dirigente a Chibás, bien anticomunista, pero la organización
estaba minada por comunistas más o menos confesos en aquella
época. Hay que recordar que aunque el comunismo cubano
no tenía fuerza electoral de primera potencia sí
poseía disciplina, organización y afanes de infiltración
y de conquista del poder, desde que Fabio Grobart comenzó
su diligente labor de zapa. Antes de salir el Granma de Méjico,
el caldo comunista ya hervía. El Che no se incorporó
de ingenuo en la partida. Pero la CIA dormía mientras la
KGB actuaba. Las guerrillas calientes entibiaban la guerra fría.
CONTRADICCIONES DIALÉCTICAS
En el Moncada combatieron sólo dos comunistas reconocidos.
Según Melba Hernández, entre los moncadistas estaba
prohibido mencionar las tesis marxistas. Pero tampoco hubo críticas
al comunismo por parte de Fidel en su etapa insurreccional. Sin
embargo, la propia Melba Hernández sostuvo que Abel Santamaría
-muerto en el Moncada- siempre insistió en la necesidad
de que Fidel se hiciera comunista. En el famoso discurso «La
Historia me Absolverá» -que tiene un buen tramo de
plagio a Hitler- entre líneas, en interpretación
de Gastón Baquero, se podía sospechar un espíritu
marxista larvado.
Debray
ha insistido, que en la técnica cubana, Castro sustituyó
el Partido por el Ejército. Acaso por eso el Che decía
que el ejército de las sierras ya podía contar con
un programa mínimo de acción, puesto que en sus
tropas el adoctrinamiento no era escaso. Nunca se olvide que para
Castro todos
los métodos y medios son buenos siempre y cuando sean útiles
para sus planes, independientemente de que resulten ortodoxos
o heterodoxos desde el punto de vista marxista-leninista.
PASO A PASO...
Carlos Rafael Rodríguez jugó un papel clave en el
proceso de afirmación marxista de Castro y en el casamiento
de lo que fue en un principio un mero amancebamiento del Comandante
en Jefe con los viejos y nuevos comunistas. Así primero
se armó aquella ORI (Organizaciones Revolucionarias Integradas)
que amparaba a las siglas más involucradas en el proceso.
Luego se llamó el PURS (Partido Unido de la Revolución
Socialista) y finalmente, sin máscaras, el PCC (Partido
Comunista Cubano) en 1965.
Castro,
desde luego, no es un aliado seguro de nadie. Sus relaciones con
la Unión Soviética y la China comunista han sido
siempre variables y temperamentales, como todo lo suyo, y van
desde la sumisión abyecta hasta la hepática rebeldía.
Sus conversaciones con los rusos -de modo abierto- comienzan en
Cuba desde el propio año 59, casi siempre se celebraban
en el INRA (Instituto de Reforma Agraria). Su director -Núñez
Jiménez- jugó un importante papel en el interregno
paralelo. Según Fabio Grobart, la fusión incipiente
de todos los elementos de la vieja y la nueva guardia comenzó
en 1959. Pero los asistentes a aquellas reuniones eran tamizados
siempre por el filtro de Fidel. Los más asiduos al conciliábulo:
el Che, Camilo, Raúl, Blas Roca, Ramiro Valdés y
Alfredo Guevara. Alguien dijo: «Mierda, ahora que somos
gobiernos tenemos que seguir reuniéndonos ilegalmente».
PERO ACELERACIÓN HISTÓRICA
La velocidad de la comunización ya en el propio año
de la victoria es increíble. Castro había dicho
que si en el Turquino hubiera proclamado su socialismo no hubiera
podido bajar de la loma. Pero ahora impulsaba -aunque sin aparecer
directamente- medidas de indoctrinación y de propaganda
marxista. El lro. de enero ya salió la primera edición
del periódico oficial del PSP, «Hoy», que había
sido clausurado durante mucho tiempo. Enseguida surgieron las
EIR (Escuelas de Instrucción Revolucionaria). Otro gran
centro de adoctrinamiento se instauró en la Primera Avenida
de la Playa en el que colaboraron, entre otros, Leonel Soto, Valdés
Vivó, Lázaro Peña, y Blas Roca.
Un
«Manual de Preparación Cívica» cargado
de doctrina marxista se hizo pronto texto para escolares. La entrega
a los comunistas de la CTC (véase el capítulo VI)
fue una de las «bravas» más indecentes que
se han dado para usurpar el control a los no comunistas. Cuando
Castro se declara socialista ya se habían tomado muchas
avenidas. Raúl en pocos meses desbarató el aparato
militar y formó un nuevo ejército policíaco-militar
y de seguridad, al estilo de los países comunistas. El
fin siempre fue el mismo, los medios variaban.
Amigos
de Fidel suelen comentarme con frecuencia el impacto que recibió
ya estudiante cuando leyó -y se aprendió- el Manifiesto
Comunista de 1848. Cuando lo de Bogotá (1948) Fidel dijo
que «ya era casi comunista». En aquel evento Castro
se mezcló con los peores elementos de izquierda y con gente
de armas tomar. Sus arengas allá, en país extranjero,
fueron bien extremistas. Como se sabe aquello fue un brote de
terrorismo que se destapó con motivo del asesinato de Gaitán,
el popular líder colombiano, durante la Conferencia de
Cancilleres que dio origen a la nueva OEA. Castro fue salvado
gracias a las gestiones del Embajador Guillermo Belt que lo llevó
para Cuba en avión especial.
Hubo
un tiempo en que Raúl Castro se jactaba de haber sido quien
inició a su hermano en la secta comunista. Sin embargo,
Alfredo Guevara, más discretamente, decía que él
era «el culpable, pero los jesuitas le habían hecho
mucho daño».
LA TOCATA EN FUGA
Pronto empezaron las renuncias de personajes del gobierno donde
la denuncia de infiltración comunista era la razón
fundamental del abandono de los cargos. Notorio fue el caso de
Pedro Luis Díaz Lanz, jefe de la aviación revolucionaria,
testigo de las conversaciones pro-comunistas que le escuchó
al propio Fidel. El presidente Manuel Urrutia también alegó
la penetración comunista en su salida. Y Manolo Artime.
Y Hubert Matos y Rogelio Cisneros. Pero el traidor seguía
diciendo que su revolución «no era roja sino verde
como las palmas». Sólo los muy cegatos no veían
la creciente infiltración comunista en casi todos los sectores
nacionales y en las llamadas «leyes revolucionarias».
La
lluvia de renuncias de reconocidos dirigentes era impresionante
por la jerarquía que tenían en el nuevo régimen:
Humberto Sorí Marín (luego fusilado), Elena Mederos,
Justo Carrillo, Rufo López Fresquet, Manuel Ray, Roberto
Agramonte, Felipe Pazos, José Miró Cardona. Hubert
Matos fue condenado a 20 años de prisión. Viene
después la fuga en masa. Recuérdese simplemente
lo de Camarioca y el Mariel, lo de los balseros... más
de un millón escapados de un país donde la gente
casi nunca emigraba. Si Cuba no fuera una isla hoy sería
un desierto.
PREDICCIONES CONFIRMADAS
Las pruebas del proceso de comunización eran cada vez más
evidentes. Algunos políticos y sacerdotes que habían
vivido etapas semejantes en China y en Europa veían claramente
la tipicidad del fenómeno. Pero nadie parecía creerlo.
En todo caso querían salvar la buena fe de Castro al que
tanto habían endiosado. No querían confesar su gran
equivocación de haber colaborado tanto para establecer
el nuevo régimen. Entre los pocos políticos que
profetizaron el desastre hay que mencionar a Juan Antonio Rubio
Padilla, gran figura de la generación de 1930, que no se
cansó de denunciar, con mucha anticipación, la maniobra
comunista. Por otra parte, los batistianos acusaban de comunista
a Castro y su revolución, pero la falta de moral de aquel
gobierno espúreo restaba credibilidad a sus denuncias.
El temor a ser fusilado -física o moralmente- inhibía
a muchos de manifestarse con claridad. Se impuso un terrorismo
verbal que constituyó una verdadera pesadilla. Una ola
de calumnias arrollaba a los disidentes y opositores. La censura
y las «coletillas» en los periódicos frenaban
conductas. Pronto se confiscó toda la prensa independiente.
UNA PESADILLA INCONCLUSA
A los pocos meses aquello parecía una pesadilla. Deserciones,
traiciones, falsas acusaciones, censuras, irrespeto a la persona,
a las instituciones revolucionarias, periodísticas, económicas,
religiosas y de todo tipo. Jóvenes y viejos, hombres y
mujeres que mostraban su anticomunismo eran perseguidos, presos
o fusilados; aquello no parecía real. Los hijos denunciaban
a sus padres. Los casados a su pareja, los hermanos a sus hermanos.
El paredón aumentaba. La cárcel y el exilio eran
las únicas salidas para sobrevivir.
A MODO DE CONCLUSIÓN
El hecho de que Castro sea un bribón sagaz, con todas las
buenas y malas capacidades que posee, es un índice de que
hizo lo que quería, es decir establecer un país
comunista. Lo que hizo en Cuba fue, pues, lo que más ambicionó.
Pudiera haber sido un gran reformador constructivo si hubiera
querido. Si en esto de la comunización los siguieron tantos
-unos por tontos, otros por vivos- es porque sucumbieron ante
el hechizante brujo de tribu que fue este gran actor y autor de
teatro que se propuso llevar a Cuba hacia el escenario comunista
internacional.
Los
viejos socialistas, marxistas, o comunistas cubanos, como quiera
llamárseles, jugaron con Castro y Castro con ellos. En
definitiva eran dos mitades de la misma cosa. Ambos hicieron bien
su papel en busca de un poder absoluto, totalitario. Castro más
hábil y carismático, se impuso con recursos nacionales
e internacionales. Se aprovechó de la guerra fría
para dar rienda suelta a su ancestral odio al «imperialismo
yanqui», no obstante la ayuda que los vecinos del Norte
le prestaron cuando decidieron alejarse del corrupto régimen
de Fulgencio Batista. Y los tontos útiles, o inútiles,
se plegaron a la manipulación castrista que tan pronto
se presentaba como humanista, tercermundista, antiimperialista
o en otros términos. El hijo de Birán manipulaba
esos conceptos políticos y los enrojecía a su capricho.
Esto es esencial para entender el complejo y difícil crucigrama
cubano.
Muchos
biógrafos y autores al escribir sobre Castro tratan de
esconder todavía su manipulación traidora y su credo
marxista encandilados por la indiscutible personalidad de quien
rompió con los signos que marcaban la geopolítica
y la historia de Cuba. No parece que la historia lo absolverá
como adujo en su discurso famoso en el juicio por el ataque al
Moncada. Acaso ningún hombre en toda la historia cubana
pudo haber hecho tanto por su país, ya que contaba con
un pueblo totalmente fascinado con su personalidad y estaba consciente
de las reformas democráticas que se anhelaban. Lejos de
eso Castro torció el rumbo hacia la izquierda socialistoide
de un modo alocado y deletéreo fusionando la revolución
con su propio absurdo modo de ser.
LOS RASGOS CARACTERÍSTICOS DEL PERSONAJE
¿Cuál es la personalidad psicológica de nuestro
personaje? ¿Cuál es su patrón de conducta
más permanente?
Para
describir el carácter y el temperamento de esta figura
singular acudiremos al testimonio de algunos buenos conocedores
del personaje y de la psicología humana.
Al
principio de la Revolución, en el año 1960, el Dr.
Rubén Darío Rumbaut -brillante médico psiquiatra-
trazó la silueta sociopática de Castro con «muchos
fuertes rasgos paranoides» lo que lo lleva siempre a necesitar
enemigos, «que cuando no los tiene los crea».
«Parece
cumplir -dice Rumbaut- lo que en psicología se llama «profecía
autorrealizada»: anuncia sin más pruebas que determinado
sector es su enemigo e inmediatamente empieza a funcionar sobre
esa suposición, atacando y ofendiendo a su pretenso rival...
anuncia triunfalmente al mundo que su «profecía»
había estado correcta, que aquel había sido siempre
su enemigo, sin percatarse de que él mismo es quien se
ha convertido en tal».
«El
lenguaje de Castro -añade- gira alrededor de esos conceptos
y de esa actitud ante la sociedad. Sus palabras favoritas son:
enemigo, conjura, campaña, ataque, agresión, lucha,
muerte, maniobra, traición».
Y
para corroborar su aserto, Rumbaut brinda una lista de nombres
de los agredidos (ya en 1960): el Directorio Revolucionario, su
invitado de honor José Figueres, el Presidente Urrutia,
el Embajador de España Lojendio, la Iglesia Católica,
la Masonería, los norteamericanos.....
Otro
estudio acucioso sobre la psicopatología de Castro se lo
debemos al eminente psiquiatra, Dr. Humberto Nágera, quien
en su «Anatomía de un tirano» acusa también
a Castro de «desorden paranoico» y lo retrata de este
modo:
«Altamente
dotado, en verdad extraordinariamente dotado, personalidad de
gran desorden narcisista y megalomaniático con rasgos psicopáticos.
Debe enfatizarse que su narcisimo y megalomanía son de
proporciones gigantescas... un ser humano extraordinariamente
inteligente, con una notable habilidad política así
como para manipular grandes masas de gente. Lo que recuerda a
Hitler y Mussolini».
Y
continúa el Dr. Nágera:
«...
Posee serios desajustes en la formación de su super ego
lo que implica que es altamente corruptible, es decir, sus creencias
éticas no son estables y frecuentemente cambian para acomodarse
a sus deseos... lo que lo convierte en un individuo extraordinariamente
peligroso».
Y
el ilustre psiquiatra comprueba su diagnóstico con la osadía
de Castro al llevar al mundo a una confrontación nuclear
cuando la crisis de los cohetes. Y recuerda cómo ha podido
agraviar y supervivir a nueve presidentes norteamericanos: Eisenhower,
Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan. Busch, Clinton.
Nágera,
Rumbaut y otros autores, han destacado las actitudes violentas
de Castro hacia su padre y la doble reacción que proyecta
ante la fuerza paterna y la humildad materna que provoca anárquicamente
irregulares patrones de conducta en un hogar de difíciles
relaciones. Su fría indiferencia ante la muerte de su padre
Don Ángel Castro y aun de su propia madre doña Lina
Ruz. Su modo extraño de tratar a todas las mujeres y su
hipocresía para con sus propios compañeros de lucha.
El
narcisismo de Fidel lo lleva a no interesarse por nada ajeno.
Sólo le importa y ama lo que concierne a su persona. Esto
explica el porqué casi todo el grupo original revolucionario
de los primeros tiempos desapareció misteriosamente (tal
es el caso de Camilo) o fue preso, fusilado, o escapó al
exilio. «Alejandro» fue el seudónimo con que
el mismo se bautizara en su época clandestina, seudónimo
que anuncia sus afanes de guerrero y conquistador y posee un alto
nivel de autoestima.
Por
otra parte la megalomanía de Castro lo hizo pensar que
la Isla de Cuba le quedaba pequeña para sus ambiciones
políticas mundiales. De ahí su conocido afán
de exportar la revolución a cualquier esquina del planeta
y para ello formar un ejército descomunal para el tamaño
del país y su población entonces (1959) de poco
más de seis millones. Con lo cual, superó con creces
el militarismo batistiano, asunto puntual de la oposición.
Según
el psiquiatra Nágera el caudillo criollo sintió
una gran identificación con Primo de Rivera, Franco, Hitler
y Mussolini, pero también, paradójicamente, con
José Martí y Antonio Guiteras, a los cuales ha tratado
de imitar parcial y maliciosamente.
En
la obra del Dr. Julio Garcerán de Vall, titulado «Perfil
Psiquiátrico de Fidel Castro Ruz» su autor reitera
los rasgos patológicos en la psicología del líder
cubano, acentuando la nota paranoica que se revela en toda
su actuación. En un serio recorrido por sus aristas personales,
Garcerán señala explícitamente los rasgos
más notables del carácter y del temperamento castrista:
desconfianza, megalomanía, egoísmo, poca afectividad,
antisocial, desajuste social, intelectualidad, egocentrismo, emotividad,
ingratitud, hostilidad, irritabilidad teatral, posición
defensiva ante el mundo, complejo de superioridad, subestimación
y negación de otros, inseguridad, intimidación,
astucia, suspicacia, orgullo, proyección de su conducta
en otros, racionalización, agresividad, causticidad, mitomanía.6
Aunque
larga la lista del Dr. Garcerán tampoco es exhaustiva.
Y lo interesante es que el propio autor enriquece su enumeración
con hechos reales y anécdotas bien conocidas que avalan
su juicio, imposibles de relatar dada la brevedad de este trabajo.
El
Dr. José Ignacio Lasaga, afamado psicólogo, me señaló
en cierta ocasión, que además de la tendencia paranoide,
tan visible en el perfil castrista, existían también
rasgos esquizoides que lo alejaban de las realidades más
visibles y que los agrandaba con su tropical imaginación.
Recuérdese el caso, bastante reciente, en que propuso a
un grupo de sus expertos ganaderos la necesidad de «inventar»
una vaca doméstica, concebida en un laboratorio genético,
que
resolviera, a nivel familiar, las aspiraciones nutricias de la
leche, el queso y la carne, ante la escasez que se produjo en
el país como consecuencia de su absurdo sistema económico.
Alguien de su equipo, con espíritu de sorna, comentó,
clandestinamente, al final de la insólita disertación
del Comandante: «Esto es increíble, Fidel no se ha
dado cuenta que ya eso está inventado y es la chiva...»
En
los días iniciales de la revolución, la megalomanía
y el narcisismo se alentaban por el propio Comandante en Jefe,
al que todo el mundo, tirios y troyanos, le reconocían
un gran carisma, pero también lo consideraban un tanto
chiflado. La sabiduría popular sintetizaba de este modo
su confusa personalidad: «es un loco que en sus momentos
lúcidos es comunista».
Sin
embargo, todos los especialistas coinciden que no es realmente
lo que se dice un orate. De haber sido un verdadero esquizofrénico-
paranoide habría que exonerarlo de toda responsabilidad
ética en sus desafueros. Sus rasgos neuróticos y
psicopáticos no constituyen un índice de verdadera
demencia, sino una deformación de su personalidad que contribuye
a la hipérbole patológica de su pensar, decir y
actuar en un odioso juego de espejos, cóncavos y conexos,
que desfiguran toda realidad.
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