Desde
Cuba nos llegó este Artículo escrito por Iradia
Concepción Urrutia, fiel reflejo de lo que fue la mal
llamada revolución, para aquellos que nacimos con ella.
Quizás con este artículo los cubanos del exilio,
que se quedaron en el pasado, con los pensamientos de la Cuba
del 60, se actualicen de la realidad cubana ... en donde las
retoricas mambisas ya no funcionan ni funcionaran, porque el
cubano ya no cree en nada, dejando de creer en retoricas y siendo
más pragmaticos.
Jorge Felix
Editor de "El Veraz"
"...Los
cuarentones de hoy se espantan al mirar atrás y recordar
con
qué promesas comenzaron su vida, y tienen terror de comparar
lo que
esperaron tener con lo que tienen..."
La
generación nacida en los sesenta cumplió, o está
por cumplir, cuarenta años. En Cuba, esas cuatro décadas
han definido circunstancias muy diferentes a las del resto del
mundo para la fuerza técnica calificada. Los cuarentones
de hoy se espantan al mirar atrás y recordar con qué
promesas comenzaron su vida, y tienen terror de comparar lo
que esperaron tener con lo que tienen. Diríase que han
sido cuatro décadas en que la opción individual
de cientos de miles ha sido una carrera desatinada hacia ninguna
parte, azuzados por himnos y consignas que cada vez suenan más
cascados, más obsoletos. Cuba, ¿la espera interminable?
Desde la infancia del cuarentón de hoy, cuando vestía
su almidonado uniforme de pionero y aprendía a jurar
que sería como el Che, todos lo convencieron de que el
futuro sería indefectiblemente luminoso. Las estrecheces
de los hogares cubanos eran compensadas con la fe en ese futuro
mejor. No importaban los apagones, las movilizaciones cañeras,
los zapatos plásticos, el gofio como sustento infantil,
si el país era una inmensa obra en construcción
donde a toda hora sonaban las concreteras y los martillos, y
que se iba llenando de escuelas, hospitales y viviendas.
Hechos en serie, es cierto, pero que anticipaban el supuesto
bienestar del futuro. No importó tampoco que rusos, búlgaros
y checos se metieran en todo y modificaran en un periquete las
más criollas tradiciones de trabajo, pues a cambio inundaban
el país de petróleo y tractores, camiones, ladas,
pomitos de compota y películas de guerra, chícharos
y maquinaria pesada con la que se construiría la industria
del futuro.
Luego, y a pesar de la "hostilidad del imperialismo",
casi todos los cuarentones de hoy huyeron llevados por sus padres
a aquellas famosas Vueltas a Cuba, donde podían hospedarse
en los mejores hoteles del país; mientras los más
afortunados daban la vuelta aún más lejos, en
las "giras por los países socialistas", donde
el futuro parecía brillar en todo su esplendor. La
inocencia de los cuarentones de hoy se fue perdiendo en las
becas donde se libraban sórdidas batallas nocturnas y
los profesores tenían odaliscas particulares.
Era el tiempo de otros sacrificios: inventar un pantalón
campana con tela de saco de harina, esconderse para oír
la música favorita en emisoras enemigas, sobrevivir con
la asquerosa pitanza servida en bandejas de aluminio, la lucha
por conservar unos centímetros más de pelo, la
primera afeitada con la cuchilla Gillette que le mandaron a
alguien, pegada en una postal desde el país enemigo.
Detrás de las cuchillas, un buen día vino "la
comunidad". Hubo que sonreírle a señoras
teñidas de rubio, fragantes y sonrosadas, que se asombraban
de lo grandes que estaban los muchachos, y regalaban productos
de la maldita sociedad de consumo, donde, al parecer, nadie
tenía que sacrificarse tanto para asegurarse un futuro
luminoso.
Pero lo mejor era no pensar en cuestiones metafísicas:
llegaba el momento de escoger con qué carrera cada adolescente
iba a construir el futuro. Sonaba la hora de estudiar en la
universidad. Los cuarentones de hoy se vieron, de pronto, instalados
en Novosibirsk o en Vladivostok, en Bakú, Tashkent o
Tbilisi, estudiando especialidades con nombres insospechados
en el pequeño país caribeño: Física
Nuclear, Electrónica aplicada a la computación,
SAD-PT y así por el estilo.
Predominaban las carreras técnicas, pues todos querían
ser ingenieros o científicos para hacer que el futuro
llegara más rápido. Mientras, los cuarentones
de hoy que se quedaron, invadían también frenéticamente
las escuelas de ingeniería y sólo unos pocos,
desafiando la oleada tecnicista, hacían unos tímidos
estudios sociales. El que no iba a ser médico o ingeniero,
tenía el sagrado deber de meterse en el Destacamento
Pedagógico, con vocación o sin ella. ¿No
era acaso lo que necesitaba la patria? Las nuevas generaciones
hervían de entusiasmo, pues con una juventud casi totalmente
profesional no habría país que compitiera con
éste. Pero cuando los cuarentones de hoy terminaron sus
estudios, se encontraron que no había dónde utilizarlos.
La mayoría de las especialidades que habían estudiado
resultaban completamente inútiles, pues en Cuba aún
no se podían aplicar novedosos conocimientos adquiridos.
Los que venían de tierras distantes regresaron con sus
visiones particulares del socialismo – que extrañamente
no se parecían mucho entre sí-, pero compartían
un status de aristócratas técnicos muy chic. Además,
regresaban cargados de símbolos del futuro socialista
que hacían sonreír a los que conocían el
otro "futuro" (el pasado): muebles, bibelots e incluso;
exóticas mujeres con axilas sin depilar.
No obstante, la riqueza soñada nunca pareció más
real que cuando el cuarentón de hoy empezó a trabajar
en el desatinado sistema empresarial cubano. Muy pocos lograron
avanzar en su especialidad: la mayoría era necesaria
para dirigir con nuevas estrategias aquellas entidades donde
el socialismo había ya materializado su ineficacia económica.
La "política de cuadros" y el Partido acogieron
con brazos abiertos la nueva hornada de profesionales, pues
la ineficacia, obviamente, se debía a la caterva de jefes
veteranos que, dormidos en los cojines de sus medallas militares,
no daban pie con bola en la economía política,
ni en los planes quinquenales.
Siguiendo el ejemplo de la gran Rusia, había que emprender
la "rectificación de errores".
Lo que nadie podía imaginarse era el vuelco total de
la historia que empezó con la perestroika. Ni lo que
siguió: la caída del Muro de Berlín arrastrando
al bloque del Este. Y por extensión, tampoco nadie previó
la onda expansiva que haría tambalearse al país
caribeño en ese abismo llamado Período Especial.
Muchos cuarentones de hoy, más o menos situados, emigraron
en balsa en 1994, dejando sus Ladas y su carné del Partido;
el resto se quedó vegetando y se convirtió en
aquella masa famélica que se lanzaba al campo a cambiar
las ropas por plátanos y los zapatos por cerdos, pues
para entonces ya sus hijos ocupaban el primer puesto indiscutible
en el orden de Prioridades de la supervivencia.
Por primera vez, la fe del cuarentón de hoy se estremeció
profundamente. Las promesas en las que siempre creyó
debían reconsiderarse. Del enternecedor optimismo
que lo alimentaba hasta entonces, cayó en el desconcierto,
la incertidumbre y el miedo.
Para colmo, la apertura de tiendas en divisas (fuera de su alcance)
lo condenaron a una competencia desgarradora con sus contemporáneos
por descubrir y explotar algún medio de entrada de dólares,
para lo cual sus estudios especializados no le servían
de nada.
Así, cientos de arquitectos, ingenieros y médicos
fueron a servir cócteles y limpiar habitaciones en hoteles
para turistas, que encontraron muy distintos de cuando, dichosos,
daban la Vuelta a Cuba con sus padres y donde ahora sus propios
hijos no podían entrar. Esa época fue
más oscura por la muerte de las ilusiones que por la
muerte de la economía. El cubano se acostumbró
a la degradación total, aun cuando la crisis se suavizaba
lentamente. Los valores éticos tradicionales fueron puestos
al revés como un abrigo viejo.
No es extraño, entonces, que la voluntad de la
nación -salvo honrosas excepciones- se aplanara a un
nivel animal, de manipulación absoluta por parte del
gobierno. Y he aquí al cuarentón de hoy,
que todavía lleva dentro al pionerito de pañoleta
que creía en el futuro luminoso, sin saber qué
decir a sus hijos adolescentes que odian la idea de estudiar
en la universidad, le piden jeans de 20 dólares y sueñan,
sin excepción, con ser camareros o emigrar a Estados
Unidos. Su vida es un círculo vicioso de trabajo
inútil, colas interminables y malabares con el salario.
No puede ni tirar una canita al aire: los romances cada día
son más caros.
Se desliza hacia los cincuenta sin que ninguno de sus sueños
se haga realidad. Se le ponen los dientes largos cuando se entera
del éxito de sus contemporáneos que lograron instalarse
"afuera". A veces, atormentado por el insomnio, se
pregunta por qué no tuvo valor para echarse al mar en
una balsa y dónde fue a parar el paquete de promesas
en que le enseñaron a creer. Quisiera saber para qué
sirvió tanto sacrificio, tanta juventud malgastada. Le
parece mentira que ya está en el futuro, en aquel futuro
que imaginaba tan distinto. Es muy duro admitir que su cuota
de futuros se ha agotado.