Por
Roberto Luque
“El desprecio por Bush”. Una y otra
vez encuentro esa frase en la prensa. ¿Qué desprecio?
Lo que esa gente siente por George W. Bush es odio, un sentimiento
muy distinto. Desprecio es el que siente Bush por ellos. Por mucho
que se apegue al protocolo y a las buenas maneras que son obligatorias
(no mandatorias) para un presidente americano, se le sale por
aquí o por allá; en la sonrisa, en la mirada, en
frases como la dirigida a Chávez: “Eso es lo que su gente
espera de él”. Es desprecio. Desprecio que no sólo
comprendo, sino que también comparto.
Desde
que llegué al exilio noté una extraña obsesión
en muchas personas referente a la composición racial de
la población de la Isla. Que los negros ahora son mayoría,
que son el 60, incluso el 70%. Lo cierto es que los cambios demográficos
se producen con mucha lentitud. Dos generaciones (una cada 25
años) no son suficientes para un vuelco de esa magnitud.
Por otra parte, hay en estas afirmaciones una peculiar asimilación
del concepto de que todo el que tenga sangre negra es negro, idea
típica del racismo anglosajón y totalmente ajena
a nuestra cultura. Pues bien, quizás recuerden algunas
de las veces que he refutado con datos ese disparate, aclarando
de dónde los tomé.
En
abril o mayo de 1992, mi amiga Maggie Beltrán, una dama
de mucho cuidado que trabajaba en el Centro de Estudios Demográficos
de la Universidad de La Habana, sustrajo la información
que allí había, nunca dada a la publicidad, según
la cual, el 65 % de la población era blanca, un descenso
del 9% en relación al último censo antes de 1959;
del resto, el 23 % era mulata y el 12 % negra. Tales datos eran
proyecciones basadas en el censo realizado diez años antes.
Ahora se publican los resultados del censo del 2002, que arrojan
un 65% de blancos, un 25 por ciento de mulatos y un 10% de negros.
Como ven, las cifras son similares a las de 1992 sustraídas
por Maggie Beltrán, que eran, insisto, sólo proyecciones.
El descenso en el porcentaje de la población blanca ha
sido muy grande, pero no lo suficiente para hacer feliz a algunos
que parecen soñar con un país de mayoría
negra. El menor número de blancos se debe a la emigración,
que ha sido abrumadoramente blanca, y al mestizaje, factor éste
que también ha provocado la disminución de los negros,
porque cuando un negro o una negra tienen hijos mulatos, la proporción
de negros decrece... aunque los anglos piensen otra cosa.
Hablando
de negros y mulatos, es preocupante el desinterés por la
persona de Oscar Elías Biscet. Todo se vuelve “los 75,
los 75 y los 75”. ¿Es, acaso, un número mágico?
Las promesas no siempre se cumplen, pero, hoy por hoy y desde
hace ya bastante tiempo, Biscet es el más promisorio de
los opositores dentro de la Isla. Es también uno de los
que afronta mayor peligro, pues Esteban Dido, con la mentalidad
de negrero y esclavista que heredó de su padre, considera
que “los de color son suyos”, que le deben esto y aquello, y odia
de manera particular a los que se le oponen. Recuerden que los
tres únicos fusilados por intentar llevarse una lancha
eran negros. Recuerden también que, mientras menos se hable
de un opositor, más expuesto está a la crueldad
de la tiranía.
Con
el permiso de ustedes, voy a darle un cujazo al redactor de esta
sección, y conste que no le doy un janazo porque el tipo
me cae bien. En la edición anterior de LIBRE apareció
el siguiente párrafo: “No pasa una semana sin que un futbolista
negro sea detenido por cometer alguna tropelía, generalmente
borrachos (debió decir 'borracho', en singular) o bajo
la influencia de las drogas, (aquí debió ir un punto
y seguido, y mayúscula) mientras llevan puesto el casco
con máscara todo parece estar bien; cuando les toca descanso
y se lo quitan (aquí debió ir una coma) y uno ve
esas caras...”. Tres errores en cuatro líneas. Si Olimpia
Rosado estuviese viva lo (me) hubiese hecho picadillo. La verdad
es que el párrafo parece escrito por Norberto Fuentes.
Dos
nuevas tragedias en el estrecho de la Florida. En una murió
un niño, un hermoso niño de seis años, En
la otra, dos mujeres mayores, una de ellas anciana, de setenta
y cuatro. En ambos casos la embarcación se volcó,
la primera al intentar escapar de los guardacostas, la segunda,
por la impericia del que la conducía, al dejarla de costado
al oleaje. Ni el niño ni las señoras sabían
nadar. ¿Les parece difícil salir de debajo de una
embarcación volcada? No lo es tanto... para el que sepa
nadar; el que no, está condenado. El chaleco salvavidas
podría haberles dado una oportunidad, pero no llevaban
chaleco salvavidas. Hubo dinero para pagarles a los contrabandistas
en un caso, para comprar un bote en el otro, pero no para proveer
de chalecos a los que, si caían al agua, se hundirían
en pocos segundos.
Las acusaciones de uno de los supervivientes y dolientes de la
segunda tragedia y una foto de 1938 me han llevado a escribir
esta nota. Comencemos con la foto. En ella aparecen cuatro nadadoras
cubanas que acababan de ganar una competencia de relevo en los
Juegos Centroamericanos y del Caribe. Una de ellas es Olga Luque,
hija de Adolfo. Si Olga y mi hermana Berta, su compañera
de estudios en el colegio La Inmaculada, hubiesen estado en la
fatídica lancha a la edad de setenta y cuatro años,
casi con toda seguridad se hubieran salvado. Las dos: la hija
de Adolfo y la de Ernesto. Olga Luque era una nadadora de competencia,
pero mi hermana no; simplemente sabía nadar, y hubiese
salido a la superficie con la misma facilidad que su parienta
campeona. Las dos señoras muertas no sabían y, como
tenía que ser, se ahogaron. ¿Por culpa de quién?
De los guardacostas. Al menos, eso dice el organizador del viaje.
¿No les advirtieron los guardacostas que debían
llevar chalecos salvavidas al menos para los que no sabían
nadar? Claro que no se lo advirtieron. Eso hubiera sido dar instrucciones
para la comisión de un delito. Porque sucede que introducir
emigrantes sin visa de entrada es un delito, hágase por
dinero, lo que constituye un agravante, o por amor familiar; de
todos modos es un delito, aunque el señor que ahora acusa
a los guardacostas no será procesado por ello. Sin embargo,
acusa, y pide al gobierno americano que “muestre compasión”,
lo que me obliga a preguntar: ¿alguna vez, cuando estaba
en Cuba, le pidió al gobierno cubano compasión para
aquellos a los que dicho gobierno perseguía? El no era
perseguido, porque nada hacía contra los perseguidores,
pero otros sí lo eran. Pide compasión aquí,
cuando nunca la pidió allá. Fíjense que no
hablo de oponerse al régimen, sino de pedir compasión
para quienes se oponían. Ahora dice que buscará
el apoyo de los comunistoides de la ACLU. Me basta. Lo mismo que
el sargento condecorado en Irak, que exigía un trato preferencial
para ir a ver a sus hijos, a los que dejó atrás
cuando tenían uno tres años y el otro pocos meses
de nacido.
Hace
ya varias décadas se dictó la Ley de Ajuste Cubano,
destinada a dar asilo a los perseguidos por la tiranía,
no ya a los opositores activos, sino a aquellos que había
sido despojados de todo y, como el despojo no les pareció
bien, eran sometidos a constante hostilidad. Ellos y los que no
habían perdido bienes materiales, pero les desagradaba
el totalitarismo y se negaban a apoyarlo. Para ese tipo de personas
se creó la Ley de Ajuste Cubano, no para los que, sin importarle
la manera en que se desgobernara el país, quieren emigrar
para tener una vida mejor, porque una vida mejor es lo que buscan
los mexicanos que cruzan ilegalmente la frontera, y para ellos
no hay ninguna ley de ajuste ni de desajuste.
Pero pasó el tiempo y pasaron muchos patos de la Florida
sobre el mar, y comenzaron a llegar cubanos con otras características.
“Los cubanos que llegaron a Estados Unidos hace casi medio siglo
o años después con el éxodo del Mariel están
hechos de la misma pasta que los que ahora se juegan la vida en
el ancho mar del Estrecho. Sólo tuvieron más suerte.
Verlo de otra manera es una canallada”. Eso leo en un artículo
de hoy, lunes 14 de noviembre. “Pobre, pero canalla”: tal es la
divisa de mi viejo amigo Felo Alberti (déjenme agregar
que más amigo que viejo; Felo es muy susceptible). Se la
tomo prestada. De ninguna manera son de la misma pasta, y pensar
que lo son no es una canallada, pero sí una exhibición
de ignorancia y frivolidad. Porque ignorante y frívolo
hay que ser para ignorar los efectos degradantes que producen
varias décadas de poder totalitario . Los de “hace medio
siglo” e incluso muchos de El Mariel habían conocido otra
manera de vivir, sin sumisión, sin miedo cotidiano, sin
la obligatoriedad de mostrarse conformes con todo. Por eso eran
distintos.
Esteban, con su indiscutible talento para vaciar bolsillos ajenos,
otorgó su real permiso para viajar a Cuba, y, ¿qué
hicieron muchos recién llegados? Convertirse, con su constante
viajar al país en que habían declarado ser perseguidos,
en la principal fuente de recursos de la tiranía, que nunca
los persiguió porque a nada se atrevían, que nunca
los despojó porque nada se les permitía tener. Así,
la Ley de Ajuste Cubano se convirtió en un bayou, no en
un pantano de Louisiana, sino en un burdel, un relajo.
Muchos que vieron con indiferencia e incluso beneplácito
que a los “gusanos de Miami” no se les permitiera ir ni al entierro
de su madre, ahora reclaman su derecho a viajar a Cuba para ver
a la suya cada vez que se les antoje. Y muchos ni siquiera van
a ver familiares. Conozco algunos que son pobres, que viven en
cuartos prestados, pero cuando reúnen mil dólares,
allá van a gastarlos y a posar de triunfadores con los
socios, porque en Cuba, si usted tiene mil dólares para
gastar en un mes, es un triunfador. No. No son de la misma pasta.
Esa es mi canalla opinión.
Aquí entran los americanos, que, después de todo,
este país es suyo. A quién sabe qué lumbrera
de la administración Clinton se le ocurrió la absurda
idea de distinguir entre “pies secos y pies mojados”, algo ridículo,
ilegal y probablemente anticonstitucional, pues si alguien está
a tres millas náuticas de las costas americanas, está
en los Estados Unidos, porque esas aguas en las que navega, flota
o nada (si sabe nadar) son parte del territorio nacional; aguas
jurisdiccionales se les llama. Luego subió Bush y seguimos
con la misma gaita
La única solución es abolir la Ley de Ajuste Cubano.
Si hay otra, no la veo. Esa ley se concibió para personas
que no podían vivir bajo la tiranía, que se oponían
o no a ella, pero que bajo ningún concepto querían
apoyarla. Que no querían hacer “guardia de comité”,
ni trabajo “voluntario”, ni desfilar con banderitas ni aplaudir
a gente de la que tenían una mala opinión. Claro
que querían una vida mejor, pero esa vida mejor incluía
libertad, algo que para ellos era importante. A muchos otros que
llegaron después sólo les interesa vivir mejor,
aspiración legítima, pero no más que la de
los mexicanos, que también se juegan la vida y, a veces,
también la pierden.
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