Por
Alberto Luzárraga
La propiedad privada es la base de la libertad. Sin ella el hombre
deviene en esclavo del que detente el poder. Los cambios en su
tenencia causan profundas consecuencias sociales a largo plazo.
Cuba no es excepción pero sí es un caso diferente
en América. Pasó de estar despoblada y su tierra
mercedada por la corona en enormes hatos, a rica colonia de plantaciones
y de allí a república que nació en circunstancias
peculiares.
Los
grandes hatos se fraccionaron poco a poco gracias a la fertilidad
de las familias. Un buen ejemplo: En 1855 muere en Santiago Josefa
de Vargas Machuca a la edad de 92 años dejando 225 descendientes
de sus 18 hijos, nietos, biznietos, tataranietos y cuartos nietos.
La
riqueza azucarera promovió el desarrollo rural y dió
oportunidades a esas largas familias. En 1861 existían
1365 ingenios y 949 contaban con máquinas de vapor. En
1862 durante el gobierno de Domingo Dulce se censan 50,648
fincas rurales casi 7 veces más que en 1778. [1] Quiere
decir, que Cuba no se lanzó a la lucha para incorporarse
a la familia de las naciones contando tan sólo con una
clase dirigente adinerada afincada en la tierra, aferrada a sistemas
obsoletos y a la mano de obra esclava.
Una
clase de agricultores adinerados existía pero no era exclusiva
y compartía el agro con los pequeños agricultores.
La aristocracia agrícola cubana contaba con gentes de amplia
cultura que habían sido educados en Estados Unidos y Europa.
Tenían ideas liberales y consideraban la esclavitud como
un lastre perjudicial. La guerra del 68 que costó 200 mil
vidas y 700 millones (de aquéllos pesos) en daños,
liquidó una buena parte de la aristocracia rural cubana
y asestó un duro golpe al agricultor pequeño que
protegía al mambí. España imponía
penas de confiscación y destierro y muchos patriotas quedaron
arruinados mientras los especuladores compraban las propiedades
confiscadas a buenos precios y ‘gratificaban’ a los gobernantes
que les facilitaban tan pingüe oportunidad. Pocos meses después
de lanzado el Grito de Yara el gobierno español se había
incautado de propiedades valoradas en $17.433,233 pertenecientes
a 1184 personas. [2]
Sólo
fue el comienzo. Centenares de millones de pesos fuertes fueron
confiscados y pasados a terceros. La emancipación de los
esclavos por la república en armas hizo que la esclavitud
fuera defendida acérrimamente por los nuevos adquirentes
que buscaban una rápida amortización de su inversión
y se convirtieron en los más recalcitrantes defensores
del sistema colonial.
La
guerra del 95 fue otro rudo golpe, esta vez dirigido al campesino
cubano, que cargó con el peso de la reconcentración
decretada por Weyler. Según Herminio Portell Vilá
el censo de 1887 le reconocía a Cuba una población
de 1,631.687 habitantes que, a un ritmo normal de crecimiento
vegetativo, hubiera alcanzado la cifra de dos millones de habitantes
en 1899 cuando el gobierno interventor realizó otro censo.
Pero la cifra censada alcanzó tan sólo 1,572,797.
Quiere decir que el 20% de la población desapareció
en la contienda en la que se luchó con un ejército
español que alcanzó los 270 mil hombres. Número,
nos recuerda el autor, que excedió a la suma de todos los
ejércitos que lucharon en Norte y Suramérica durante
sus respectivas guerras de independencia.[3]
Esos
campesinos desarraigados por la reconcentración o muertos
en la guerra fueron una gran pérdida. Eran sitieros y pequeños
agricultores, la espina dorsal de la propiedad rural familiar
que tanto ha contribuido a desarrollar sociedades estables en
todas las naciones. La guerra absorbió sus modestos recursos,
sumió a muchas familias en la miseria e hizo difícil
reincorporarlas a la tierra.
No
fue así en México y Suramérica donde los
criollos no sólo conservaron sus tenencias sino que las
acrecentaron. A diferencia de Cuba la movilidad social fue muy
escasa y las diferencias de castas eran notorias.
En
Norteamérica los fundadores eran en buena parte ricos terratenientes
que conservaron sus propiedades. Washington compró su primera
propiedad, 1,459 acres, a los 19 años y añadió
vastas extensiones a su patrimonio por herencia, matrimonio y
posterior adquisición. Al morir era uno de los hombres
más ricos de los Estados Unidos simplemente porque supo
manejar bien su patrimonio. Al aceptar la dirección de
la guerra se negó aceptar sueldo alguno y fue escrupulosamente
honesto y puntilloso en el manejo de los fondos administrados
por él, primero del ejército y los públicos
después. Su situación desahogada le dió la
posibilidad de actuar sin apetencias económicas y de exigir
en otros la misma honestidad que lo caracterizaba. En nuestro
caso Aguilera y Aldama también fueron hombres inmensamente
ricos. Al igual que Céspedes, Agramonte y muchos otros,
menos ricos pero igualmente sacrificados, lo arriesgaron todo
y lo perdieron todo. Estos casos de abnegación y sacrificio
son raros en la historia. Cuando se pierden hombres de ese calibre
se pierde un elemento esencial en una nacionalidad en desarrollo:
el hombre público, preocupado por el bien común
y no por enriquecerse, que cuenta además con la cultura,
la energía y los conocimientos para realizar la difícil
tarea de ser comadrona de naciones.
Y
para colmo, las injusticias plasmadas a lo largo de largas décadas
de guerra se cimentaron definitivamente con el Tratado de París
entre España y los Estados Unidos. Los Estados Unidos resistieron
las propuestas españolas de quedarse con la isla (hecho
ampliamente documentado en los documentos de la época)
pero cedieron en cuanto a la razón ulterior de la propuesta:
la protección de los bienes de los españoles.
Así
el artículo VII de dicho tratado estipuló que los
Estados Unidos y España renunciaban mutuamente a todas
las reclamaciones por daños de guerra y garantizaba en
su artículo IX los derechos de propiedad de los españoles
residentes en Cuba quienes podían disponer de ellas libremente.
Y en fin, el artículo XVI estipuló que los Estados
Unidos recomendarían al gobierno cubano que asumiese las
mismas obligaciones.
Garantizar
a los españoles pacíficos y honrados el disfrute
de sus bienes era conducta civilizada y de justicia pero de esa
garantía se beneficiaron también los aprovechados
e inmorales que habían lucrado con la desgracia ajena.
Los vencedores vieron como su patrimonio continuaba en manos de
las sanguijuelas que habían criado los Capitanes Generales
vencidos.
Los
Estados Unidos, parte extraña a esa lucha, no sentían
el problema afectivamente y en todo caso con la tendencia utilitaria
que caracteriza al país no estaban mayormente interesados
en pleitos sino en zanjar la guerra con España. Una vez
que se firmó el tratado, a duras penas podía la
flamante república cubana hacer nada diferente. Había
demasiados problemas urgentes a resolver y Máximo Gómez,
hombre práctico, a falta de opciones viables se enfrentó
a la realidad y aconsejó: ‘olvido de lo pasado y esperanza
en el porvenir. Eran otros tiempos y no existían los recursos
y oportunidades de hoy en día para luchar contra la injusticia.
A
pesar del lastre heredado, el pueblo cubano laborioso y emprendedor
reaccionó espléndidamente y comenzó un proceso
de recuperación de la riqueza nacional y de la propiedad
rural en el cual los cubanos hicieron mucho con pocos recursos.
Aprovecharon la afluencia de capital extranjero para lanzar un
acelerado proceso de desarrollo. Se extendió del ferrocarril
a toda la isla permitiendo el desarrollo azucarero y la inversión
de vastos capitales para crear nuevos ingenios. La zafra azucarera
que en 1900 alcanzó apenas 300 mil toneladas subió
a 850,000 en 1902. Poco más de veinte años después
(1924) llegó a 4.1 millones de toneladas. De 130 mil cabezas
de ganado al fin de la guerra se aumentó a 4.6 millones
en 1924. En 1906 con 1,989,000 habitantes se sacrificaban 300
mil cabezas de ganado (de 2.6 millones) para alimento de la población.
Si calculamos el peso aprovechable, conservadoramente, en 500
libras por res veremos que los cubanos de hace un siglo comían
carne en abundancia y no tofu. El marxismo actual que desmerece
todo esfuerzo pasado, aunque es incapaz de lograr nada, calificó
a esas inversiones de ‘latifundio feudal’ pero se trataba de empresas
agrícolas y no de propietarios ausentistas que arrendaban
la tierra a agricultores pequeños. En muchos casos las
nuevas empresas crearon bateyes que eran verdaderos pueblos con
excelentes servicios. Naturalmente, cumplieron con la avanzada
legislación social cubana pues el proceso cubano, diferente
y no feudalista, creó nuevas e interesantes formas de desarrollo
social.
La
Ley de Coordinación Azucarera de 1939 dio al colono pequeño
que molía menos de mil toneladas de caña una protección
especial, garantizándole la compra de todo su producto
aunque hubiese restricciones a las zafras. Los colonos que eran
arrendatarios de la tierra se beneficiaban de rentas congeladas
y de un derecho de permanencia mientras pagasen esas rentas que
eran casi irrisorias. El derecho de permanencia era inscribible
en el registro y susceptible de ser vendido. Naturalmente, valía
mucho más que la propiedad. La citada ley estableció
asimismo un sistema de salarios atado al precio del azúcar
que resultaba en una verdadera repartición de utilidades
y no en salarios fijos. Lo único fijo era un precio mínimo,
fijado por decreto, al azúcar al inicio de la zafra sobre
el cual se basaba el salario aplicable a todo trabajador azucarero,
desde el obrero industrial hasta el machetero. Si el precio era
superior se pagaba extra. El colono asimismo percibía el
precio de sus cañas atado al rendimiento en azúcar
y al precio de ésta. En 1959 existían en Cuba 65.000
colonos y 161 ingenios. La cifra habla por sí sola, más
de 400 colonos cubanos por ingenio que en su inmensa mayoría
ya eran propiedad de cubanos incluyendo buena parte de los ingenios
fomentados en las dos primeras décadas del siglo por empresas
americanas.
En
esa fecha, contábamos con 7 millones de cabezas de ganado,
una por habitante y una ganadería científica, operada
por muchos productores y no unos pocos con vastas extensiones,
que producía una excelente calidad y exportaba. Los cultivos
se diversificaban. La producción de arroz, cítricos,
frutos tropicales, frutos menores y otros mantenían ganosamente
ocupados a un número muy considerable de pequeños
agricultores. Milagrosamente algunos aún subsisten pues
el régimen ha tenido que tolerarlos pues son productivos
y eficientes. La exportación de frutos y vegetales de invierno
a Estados Unidos en que fuimos pioneros era un excelente cultivo
intensivo apto para fincas de menor extensión. Tenía
un alto valor agregado que proporcionaba divisas y empleaba a
considerable número de personas. Cuba fue el primer país
de América que consiguió que los inspectores fitosanitarios
americanos hicieran la inspección en el país de
origen y no en el de recepción. De una situación
de analfabetismo pavorosa casi el 90% a fin de la guerra, ya en
1906 había 189,000 niños en 3580 escuelas. En 1917,
301,00 en 4,589 escuelas públicas, 2,411 en segunda enseñanza,
1,557 en la Universidad de la Habana y 19.600 en escuelas privadas.
En 1920 estas cifras habían subido a 335.000 alumnos en
5,652 aulas y la Universidad matriculó 3 mil alumnos. En
1920 el 61.7% de todos los cubanos mayores de 10 años sabían
leer y escribir. Esa sí fue alfabetización masiva
y no la del 10% efectuada y cacareada como si lo hubiese sido
por el desgobierno castrista.[4]
No
hay espacio para decir lo mucho más que podría decirse.
Pero la conclusión es la siguiente: Al principio de la
república heredamos un país destruido y una situación
política muy difícil. Muchos de nuestros hombres
mejores y más desinteresados murieron en la contienda y
no pudieron darnos su guía y aporte moral. Pero a pesar
de todos los lastres el pueblo trabajador superó la situación
y creó riqueza.
Fuimos
diferentes en nuestro nacimiento y diferentes en nuestro desarrollo.
Sin duda tuvimos, como todos los países, que sortear problemas
políticos, padecer y remediar injusticias. Y también
como todos a veces nos quedamos cortos. Pero que tuvimos iniciativa,
preocupación y creamos soluciones ingeniosas y diferentes,
de ello no cabe duda. El cubano es emprendedor y progresista.
Lo seguirá siendo cuando se libere de la pesadilla castrista
y del último y el más colonialista de sus Capitanes
Generales.
Martí
con su acostumbrada visión vislumbraba que fuésemos:
"nudo de haz de islas donde se ha de cruzar el comercio de
los continentes….crucero del mundo…un pueblo libre, en el trabajo
abierto a todos enclavado a las puertas del universo rico e industrial”.
La
geografía no ha cambiado. Seamos optimistas y esperanzados
y una vez más mostremos al mundo que sobre las ruinas sabemos
crear prosperidad.
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