Autor:
Niyasdeen Diéguez Santiesteban
El sudor de la frente caía en sus ojos, mientras la sal
de su cuerpo se evaporaba bajo un sol que no daba tregua. Sus
manos sembradas de callos estrangulaban una pala llena de cemento
y de agonía. Todavía faltaban cuatro horas para
la hora de almuerzo y ya su estómago protestaba y gritaba
por comida. Esa mañana no había desayunado porque
el reloj viejo que le regalaron no sonó. Despertó
media hora tarde y salió volando hacia el trabajo. Cuando
llegó a la parada, la guagua de las seis y media había
pasado unos veinte minutos atrás. Nada podía pasar
peor –pensaba-... me cago en la madre que me parió...
quien me habrá manda’o a venir pa’ este país.
Si yo sé esto, no vengo. No me obligan, ni aunque me
hubieran mata’o... quien me habrá manda’o a venir pa’
‘ca. Antes de terminar la frase en su mente, una guagua se acercaba
a la parada.
-Gracias, Dio’mío –dijo en voz alta, sin importarle la
gente que estaba sentada junto a él.
La
camisa comenzaba a deslizarse con el sudor y los movimientos
continuos del “mulato”, como le decían en la Compañía
de construcción. Levantaba la mirada de vez en cuando
y miraba hacia el sur o por lo menos a donde él pensaba
que quedaba el sur. Se perdía entre recuerdos por unos
segundos, hasta que el supervisor de la obra lo miraba torciéndole
los ojos. Sin decir una palabra regresaba al trabajo y lentamente
se olvidaba de todo. Las horas pasaban rápidas entre
polvo y gritos, pero la vida se le hacia lenta, más lenta
que la tristeza y el arrepentimiento. El sudor seguía
corriendo por su frente y sin ignorar la gravedad caía
justo en la mezcla de cemento y piedras que estaba paleando.
El mulato miraba por un momento la diminuta huella que dejaba
la ultima gota de sudor y pasaba su mano despacio por la frente
surcada. Secuestraba un poco de aire y se lo regalaba a sus
pulmones, mientras miraba de nuevo al sur. Continuó trabajando
incansablemente, hasta que uno de sus compañeros le avisó
del “break” de almuerzo.
-Coño, mi pana, si sigues así te vamos a sacar
en camilla. Deja eso, que es la hora de almuerzo.
El
mulato ni siquiera levantó la mirada, pero por la voz
sabía que era Tito, el único que le había
brindado ayuda cuando recién había llegado de
su país. Dejó la pala clavada en el cemento, como
queriendo matar el dolor y sin mirar atrás siguió
a su compañero hasta donde se reunían los obreros.
En los dos meses que llevaba en la Compañía evitaba
los grupos y solo había podido hacer amistad con Tito.
Se habían conocido cinco meses atrás, cuando el
mulato recién había llegado y no sabía
donde la vida lo había llevado. El mulato no conocía
a nadie en el país y en los primeros días de su
llegada solo recibió ayuda de un Hogar de Beneficencia
que quedaba cerca del apartamento que compartía con varios
inmigrantes. Los primeros días fueron un poco confusos
para él, pero poco a poco fue entendiendo la realidad
y la verdad le destrozó las esperanzas. En el Hogar conoció
a Tito, quien hacía unos tres meses atrás había
salido en probatoria por un caso de drogas que lo llevó
a prisión por mas de doce años. Al principio no
hablaba mucho, pero con el tiempo la voz de Tito le recordaba
en algo a sus amigos de Cuba. A sus “nagües” del barrio
Candelaria, allá en el viejo Santiago de Cuba. Donde
los carnavales y las mujeres eran su pasatiempo preferido.
Era uno de los orgullos de la ciudad. Por lo menos él
se lo creía. En los carnavales no había quien
le ganara entonando las congas. Tocaba la corneta china dentro
de la comparsa del barrio y era tan diestro que algunos le decían
el negro chino. A él por supuesto no le molestaba y con
orgullo respondía cuando así lo llamaban. Con
esa popularidad era difícil desaprovechar las insinuaciones
de las admiradoras. En cada rincón de aquella ciudad,
desde los vecindarios de los blanquitos hasta los barrios más
problemáticos, allí tenía el negro chino
una mujer. A todas las mantenía contentas y con el cuento
de que siempre tenía que ensayar alguna pieza nueva en
la comparsa, se desataba de una para amarrarse con otra. La
vida le sonreía y él le sonreía a la vida.
No había más preocupación que la de ocuparse
de sí mismo.
Los seis años, en la Universidad de Santiago de Cuba,
no le habían servido de mucho. Era una de las notas mas
altas de la carrera de Química Industrial, pero en realidad
lo que le interesaba, era la vida fácil y las congas.
No se preocupaba en ahorrar mucho dinero. Lo mucho o poco que
ganaba en los pequeños negocios turbios, así mismo
se lo gastaba en cualquier apuesta de gallos o de dominó.
Lo único sagrado para él era su madre. A la que
siempre le daba una buena parte de lo que ganaba. Una señora
de sesenta y tres años que solo había tenido tiempo
en la vida para sus santos y sus maridos. Aun así, era
adorada por su hijo, su único hijo. Quién más
de una vez la había defendido de los insultos de los
chismosos del barrio. Nunca faltaba una que otra discusión
con los amantes de su madre, pero nada tan grave que un buen
pitillo de marihuana no pudiera resolver.
Así era su vida, sencilla y llena. Llena como la luna
de una noche de Noviembre, en que lo cogieron en uno de sus
pequeños negocios, mientras trataba de vender unos dólares.
La vida por esos tiempos se hacía dura y cada vez era
más difícil conseguir dinero fácil. Siempre
cuidándose de la presidenta del CDR, quién con
tan solo denunciarlo podía hacer que pagara los platos
rotos; Mario Pagano sabía esquivar las miradas y la envidia
de los chismosos. Esa noche, la falta de oscuridad y la desesperación
por ganarse la vida, lo llevaron a cometer uno de sus peores
errores: tratar de vender veinte dólares a un agente
encubierto de la policía. El error lo pagó cuando
fue sentenciado a quince años y trasladado a una de las
cárceles más grande del país. La cárcel
estaba situada en las afueras de la capital, al otro extremo
del país. Allí, en el Combinado del Este, aprendió
Mario a diferenciar entre el carnaval y la vida. Aprendió
que la vida no es un carnaval y había que tomarla en
serio. Sobre todo se trataba de la libertad.
Las peleas por defender su hombría, fueron su diario
vivir en los próximos dos años, hasta que un día
poco normal, lo separaron de los demás y junto a otros
reclusos los llevaron a otra prisión de mayor seguridad.
En realidad no era una cárcel, solo era granja donde
los obligaban a trabajar de sol a sol. Mario no entendía
nada. Los demás tampoco. Los policías solo se
limitaban a decir que ellos estaban allí para pagarle
a la Revolución lo que le habían hecho y tenía
que ser antes que se fueran.
-¿Irnos
a donde?. ¿Adónde nos van a llevar esta gente?
–se preguntaba Mario cada noche, sin obtener una respuesta lógica.
Miraba
hacía todos lados y todo lo que veía era lo mismo:
cientos de hombres enmudecidos por la duda y la incertidumbre.
Aunque nunca preguntaba, la duda de Mario se fue transformando
en una espina que apenas lo dejaba vivir. Así pasaron
los meses y nada cambiaba. Poco a poco hizo amistad con uno
de los uniformados que los cuidaba. Hasta el punto que intercambiaba
cigarrillos por información. En uno de los canjes, Mario
aprovechó y le preguntó al policía que
en realidad hacían ellos allí.
-Mira,
Mario, te lo voy contar porque te he cogido aprecio, además
por que tú y yo somos santiagueros... –el combatiente
tomo una bocanada de aire y luego continuo-. Mira nagüe,
no te voy mentir. Todos los que están aquí, son
lo peor de lo peor... tu me entiende. Aquí están
los matones, los violadores, los marihuaneros, en fin la peor
calaña de las cárceles. También están
los gusanos, tu sabes los que están en contra de la revolución.
El que menos tiene, por lo menos tiene quince o veinte años
encima. Los tienen aquí, porque el gobierno se va a deshacer
de ustedes... se los va a quitar de encima, compay.
-¿O sea que nos van a limpiar?.
-No... creo que no. No sé bien como es la cosa, pero
creo que los van a mandar pa’ la yuma.
-Pa’ la yuma... No jodas, nagüe.
-No se lo digas a los demás. Si no me vas a meter en
un lío.
Desde
esa conversación la cabeza de Mario no dejó de
pensar en el asunto. Cada día se levantaba, pensando
que sería el ultimo en la tierra que lo vio nacer. Nunca
había pensando irse del país. No porque fuera
revolucionario o comunista, sino porque amaba su tierra, sus
mujeres y sobre todo su conga. Ni siquiera le interesaban las
tertulias que se armaban en el barrio sobre la vida de los cubanos
que emigraban a Estado Unidos. Ni ponía interés
en los amargos relatos de los que trataban de cruzar el estrecho
de la Florida y perecían en el intento. Para él,
el mundo era Santiago, las mujeres y las congas. Aunque mantuvo
el secreto, se le hizo difícil disimular su tristeza.
-Que
pasa, Mario. –preguntó el policía.
- Nagüe... yo no me quiero ir de aquí... aquí
está mi vida. ¿Que voy hacer yo allá...?
-Mire, compay, no sea bobo, haga lo que le digan. Tu sabes como
funciona esto.
-Y si me niego... ¿Qué pasaría? –preguntó
Mario.
-Yo no sé... pero si te puedo asegurar que te va a ir
peor. Hazme caso, nagüe, si lo obligan a irse no se niegue...
váyase y rehaga su vida por allá. Aquí
tú no vales na’.
-¿Para cuando sería eso?
-No sé, pero creo que pronto.
Como
si el policía predijera el futuro, esa misma noche los
despertaron y los montaron a empujones en unos camiones fuertemente
custodiados por policías y militares. Algunos de ellos
iban en calzoncillos y otros vestidos a medias. Los llevaron
hasta la bahía El Mariel y los subieron en lanchas rumbo
al norte. Mario miraba tranquilo el nerviosismo incrédulo
de los demás presos, quienes no sabían que sucedía.
Cuando apenas amanecía, fueron interceptados en alta
mar por un barco de la Marina Estadounidense.
Después de unos meses de estar recluido y de ser interrogado
varias veces, lo liberaron. No sabía que hacer, ni a
quién recurrir. Decidió buscar trabajo entre la
comunidad cubana de Miami, pero fue casi imposible. En cuanto
decía que era de los que habían venido por El
Mariel, la respuesta era la misma.
-Tú
eres marielito... pues ven después que seguro hay algo
pa’ ti.
Mario
no entendía. Tampoco conocía esa especie de cubanos
que habían salido treinta años atrás y
lo miraban por encima del hombro. Poco a poco fue entendiendo
que aquellos cubanos no eran sus hermanos. Que aquello que le
hicieron creer, de que su gente en Miami lo ayudarían,
era solo una mentira. A fin de cuenta había encontrado
más calor y más amistad en un boricua que entre
sus propios compatriotas.
-¿Pana,
en que piensas? –preguntó Tito, mientras acomodaba su
almuerzo al lado de Mario.
-Nada... en mi gente en Cuba.
-Mira, mulato. Yo tampoco puedo ir a mi tierra, con mi gente.
Imagínate, salí con una condicional y no puedo
abandonar el estado de la Florida. Allá están
mi mamá, mis hermanos, mis panas...
-Si, pero ellos pueden venir pa’ acá. A diferencia de
mi gente...
-Bueno, en eso tienes razón. En verdad, en verdad, la
cosa esta fea.
Los
dos hombres comieron insaciablemente hasta que el abdomen de
cada uno los obligó a aflojarse los pantalones. Continuaron
conversando, hasta que el aviso del supervisor los levantó,
para volver al trabajo. El sol continuaba rompiendo sus rayos
en las cabezas de los obreros. Pero a Mario no le importaba
mucho, solo le interesaba acabar el día y terminar enterrado
en una cama. Las horas quedaron sepultadas entre el concreto
y casi sin darse cuenta la jornada había terminado para
Mario.
-¿Qué
vas hacer? –le preguntó Tito.
-Na’ voy pa’ la cuevita, me doy un baño, le hago una
carta a la pura y me acuesto a dormir.
-¿Qué es eso de pura?
-A mi mamá...
-Ah, anyway, te iba a invitar a darnos un par de tragos, pero
sí tú...
-Esta bien... vamos pa’ ‘llá.
Los
dos amigos caminaron hasta un bar de mala muerte que administraba
otro boricua, que apodaban “la cabra”. Era unas calles más
abajo, por donde ni la policía se atrevía a pasar.
Allí asistía lo más enajenado dentro del
grupo de emigrantes latinos. En el bar se reunían todos
los latinos pobres, desde chilenos, argentinos, brasileños,
hasta mejicanos y cubanos. No había distinción
de razas, todos eran una gran familia y aunque de vez en cuando
surgían riñas entre ellos, todo quedaba ahí:
en una pelea familiar. Mario sintió por fin un lugar
donde ahogar sus penas. Las visitas al bar de la cabra se hicieron
cada día más frecuente, hasta el punto que se
hizo amigo del dueño del bar. A veces no tenía
dinero, ni siquiera para comer, pero siempre tenía para
gastárselo en la barra del bar. Las deudas con el dueño
del bar lo llevaron a comprometer el próximo sueldo de
cada semana. El alcohol y la nostalgia lo estaban enterrando
lentamente en una pesadilla derretida en dolor. Los días
de la semana parecían nubes que se deshacían con
el viento del sufrimiento y ya nada tenía importancia.
Solo un trago, otro más y al final la misma historia.
Con los meses la depresión fue haciendo nido en su vida
hasta que cayó ahogado en el pozo sin fondo de las drogas.
Fue una noche sin luna, en la que los tragos parecían
ya no alterar su estado de ánimo. Todo parecía
tan vacío, que no vaciló ni un segundo cuando
Tito le ofreció un pase al paraíso, con tan solo
inhalar un polvito blanco que le había puesto en sus
manos de piedras. La práctica se hizo tan frecuente,
que un día fue expulsado del hospedaje que compartía,
cuando fue sorprendido por el dueño regalándose
un boleto a la felicidad. Por supuesto, Tito le ofreció
un espacio dentro de la camioneta vieja donde vivía,
hasta que por lo menos pudiera buscar su propio espacio. No
pasó mucho tiempo antes que encontrara un auto abandonado
a la orilla de un vertedero. El asiento trasero, aunque un poco
estrecho, le servía de cama y de mesa. Todo lo encontraba
cómodo. Si tenía hambre solo tenía que
localizar donde las aves de rapiña estaban concentradas
y allá iba Mario a llenarse la panza. Si llovía
se bañaba, sino esperaba que Dios le enviara una ayudita.
Dentro del baúl guardaba su ropa y algunos recuerdos
de su Santiago de Cuba. A veces abría un sobre y contemplaba
por horas una foto vieja en la que aparecía su madre
abrazándolo. Las lágrimas marcaban el camino a
través de un rostro cansado y humillado. Ya las fuerzas
se habían esfumado y todo parecía una burla del
destino. No quería seguir arrastrando su vida por una
tierra que no era la suya.
-¿Qué tanto tú piensa mulato...? –preguntó
Tito un día en que la noche no parecía tener fin.
-No sé... ya no quiero seguir así...
-¿Así como... ?
-En esta mierda... esto no es vida. Yo creo que voy pa’ Cuba
otra ve’
-Tú estas loco... si de allá te botaron. Como
es que vas a regresar.
-Hace tiempo escuché una historia de un cubano, que fue
deporta’o pa’ Cuba de nuevo, por algo que hizo... no sé
bien, pero creo que fue algo de drogas.
-Mira mi pana no te metas en eso, que los federales no comen
cuento. Te meten pa’ dentro y de una perpetua no te salva nadie.
-Tito yo no sé, creo que por volver pa’ Cuba yo hago
lo que sea.
Los
meses continuaron deshaciéndose uno a uno, pero aquella
idea de volver a su tierra a Mario no sé le borraba de
la memoria. Pensaba que tan grave debía actuar para que
lo devolvieran para Cuba. No se cansó y continuó
en su lucha. Preguntando y averiguando, conoció a un
individuo que había trabajado para inmigración,
pero se había retirado dos años atrás.
En una larga conversación, entre tragos y risas, Mario
obtuvo por fin la información que necesitaba. Sabía
que al menos tenía que pasar un tiempo en prisión
antes que lo deportaran, pero que el motivo debía ser
suficientemente convincente para que lo cualificaran como ciudadano
non-grato de los Estados Unidos.
Las continuas visitas al bar de la cabra no cesaron. Todos los
días, junto a su fiel amigo, reservaba un asiento en
aquel lugar olvidado por los hombres. Entre cada trago, siempre
nacía la misma pregunta, aunque con un color diferente.
-¿Tito, que tu crees si mato a alguien importante?.
El silencio de Tito era la respuesta correcta.
-¿Tito, que tu crees si robo un banco?.
El sabio silencio, cerraba por un momento la boca de Mario,
hasta que volvía a preguntar.
-¿Tito, que tu crees si secuestro a alguien?.
La ausencia de palabras, motivaba a Mario a volver a preguntar.
-¿Tito, que tu crees si empiezo a traficar?.
Las voces lejanas de algunos borrachos, fueron la única
respuesta que Mario obtuvo. La paciencia de su amigo ya no tenía
fuerzas para soportar las palabras vacías del mulato.
-‘cucha,
bien lo que te voy a decir, mulato. Si tu sigues con esa guasa...
me avisas por que no me ves más. Ya estoy jarto de que
sigas con lo mismo. O te callas o hasta que aquí llegó
nuestra amistad.
La advertencia se hizo una vez. Suficiente para que Mario entendiera
que su obsesión era un martillo en la cabeza de su amigo.
No se habló más del asunto entre ellos, pero la
idea seguía latiendo en la mente de Mario.
Una tarde de lluvia, en la que Mario había decidido acampar
en su viejo auto y cuando la idea del regreso había menguado
un poco, entonces le llegó la solución tan natural
como si siempre hubiera estado allí. Puesto que la temperatura
había bajado unos cuantos grados, Mario reunió
algunos periódicos viejos y se cobijo con ellos. Los
papeles siempre habían estado allí, incluso antes
que él habitara el viejo auto. Nunca los había
leído, porque estaban en ingles. Excepto uno, que parecía
ser el más viejo de todos. El más gastado. El
que siempre Mario había rechazado, por que olía
a orina de ratón. La tarde pasaba amarga y blanca y a
Mario no le quedaba nada más que entretenerse contando
los rayos que caían. Pronto se cansó del juego
y decidió echar una ojeada a los viejos periódicos.
Titulares con grandes letras no le decían absolutamente
nada a Mario. Comenzaba a aburrirse hasta que tomó el
viejo periódico que tantas veces había rechazado.
La fecha era tan antigua, que Mario creyó por unos instantes
que él no había nacido para entonces. Abrió
con cuidado el periódico y poco pudo leer. Las letras
estaban borrosas y empañadas. Mario continuó hojeando
el viejo rotativo, hasta que pudo distinguir una noticia que
pudiera leer. La encontró en la página catorce.
Aunque no se entendía muy bien, pudo leer algo sobre
un asalto perpetrado por un grupo llamado Los Macheteros, de
Puerto Rico. Que luchaban por la liberación de Puerto
Rico o algo así. La noticia no estaba completamente clara
del todo, pero la idea fue el combustible para que las ganas
renacieran nuevamente en la mente de Mario. Esperó que
la lluvia cesara y mientras tanto ya iba formando un plan para
lograr regresar a Cuba. Pensando en el asunto se quedó
dormido entre los periódicos.
Despertó la mañana siguiente, por los gritos de
su amigo, quien cada día lo buscaba para ganarse la vida
en cualquier trabajo por ahí. Por un momento, se olvidó
del alumbramiento de la tarde anterior, pero en cuanto se acordó
interrogó a Tito.
-Tito, ¿Qué son los macheteros?
-Y a ti que animal te picó... eso es política.
No te metas en eso, mi pana.
-Cuéntame...
-Bueno... lo poquito que yo sé... eso es un grupo de
puertorriqueños que formaron como un ejercito, tu sabes,
pa’ luchar contra los americanos, tu sabes. Creo que se pusieron
Ejercito Popular Boricua o algo así... no, creo que se
pusieron Los Macheteros... no, yo creo que los dos. Anyway,
la cosa es que esa gente hacen años que asaltaron algo,
no me acuerdo... de lo que sí me acuerdo es que se llevaron
siete millones de dólares. Tu sabes, pa’ financiar la
lucha.
-¿Los cogieron?
-Si... pero creo que el dinero nunca apareció. Dicen
los chismosos, que el jefe de to’ ellos se fue pa’ Cuba con
el dinero.
-Ah... –respondió Mario, mientras se agachaba para recoger
una lata vacía.
-Mulato, ¿Qué tu estas pensando?
-Na’, compay, na’.
Los días pasaban grises y solitarios. Mario se alejó
silenciosamente de la compañía de Tito y lo evitaba
continuamente. Hasta se había mudado a un puente unas
millas al sur del vertedero. Pensaba a todas horas y ya no tenía
tiempo ni siquiera para beber o para darse un pase. Su prioridad
era ganarse una deportación para Cuba. No importaba cuanto
tardara o cuanto costara. Había decidido reunir dinero
suficiente para su causa. Tanto así, que comenzó
nuevamente a trabajar en la construcción. Apenas comía
y solo dormía unas tres horas diarias. Los huesos hicieron
relieve sobre su piel y el pelo creció rebelde, como
si quisiera ayudar en su causa. El poco dinero que acumulaba,
lo gastaba en el bajo mundo, comprando artefactos explosivos,
armas y municiones. Cuando pensó que aún estaba
listo, continuó comprando. Lo que no pudo comprar lo
cocino, acordándose de su profesión de químico
industrial. La idea se había vuelto una obsesión,
quizás una venganza. Cuando el dinero se acabó,
entonces comenzó escoger sus objetivos. Seleccionó
sigilosamente estaciones de policías, agencias federales
y hasta una base militar.
Empezó el diez de octubre. Una noche en que todos en
la ciudad parecían dormidos, excepto Mario. Días
antes, había seleccionado el edificio del Departamento
de Inmigración y sin mucho esfuerzo ya había escogido
la hora exacta del ataque. A las dos y cuarenta de la madrugada,
Mario arrastraba un carrito de compras, aparentando ser lo que
era: un mendigo. Al llegar justo a la esquina del edificio,
sacó una brocha y con pintura roja escribió las
letras E.P.B. y debajo de estas Puerto Rico libre. Continuó
caminando lentamente y al llegar a la entrada principal lanzó
dos bombas de Molotov, que aguantaba en sus manos. Las bombas
estallaron justo delante de las puertas de cristales. Mario,
sacó una pistola nueve milímetros y comenzó
a disparar hacía la entrada. Evitando que los guardias
de seguridad, pudieran salir. Cuando la ultima de las balas
hizo su salida, Mario corrió y se perdió unas
cuadras más abajo. La policía llegó en
tan solo unos segundos, pero ya no había rastro del atacante.
Al otro día, los titulares llenaron sus primeras páginas
con el suceso. Mario, ni siquiera se dio por enterado.
Se
escondió por unos días debajo del puente, mientras
preparaba su próximo ataque. Esta vez la acción
era más arriesgada. A Mario se le había ocurrido
un día que paseaba por un restaurante de comida rápida.
Observó como los policías, entraban al restaurante
y descuidaban sus patrullas. Ese precisamente sería su
próximo objetivo. Tres semanas después y utilizando
otro carrito de compras, Mario observaba dos patrullas de la
policía mientras se acercaban a uno de los restaurantes.
Los policías se bajaron y entraron descuidadamente al
restaurante. Sin perder tiempo, Mario se acercó y pintó
en una de las paredes laterales del local las mismas letras
y las mismas palabras que la primera vez. Luego más confiadamente,
caminó hacía los autos y los incendió,
utilizando las bombas de Molotov. Los policías salieron
al escuchar la explosión, mientras una llamarada envolvía
sus patrullas. Desde lo lejos, Mario se sentía orgulloso
de su plan. No hay duda que cuando me cojan me deportan. –pensó
mientras sonreía. Las semanas siguientes, ya el FBI estaba
dando una recompensa por la cabeza del atacante. Mario, lo escuchó
en la radio del bar de la cabra y aunque quería entregarse,
sintió que aun faltaba otro ataque. Esta vez escogió
una estación de policías, situada cerca del vertedero
donde antes vivía. Este objetivo le había tomado
más tiempo. No podía determinar una hora específica
para el ataque, pero poco a poco, fue descifrando las fallas
del local. Cada día, a eso de las cuatro de la mañana,
los policías se quedaban dormidos. Algunos en el buró,
otros en los asientos traseros de la patrulla y otros en las
incomodas camas de las celdas vacías. Era la oportunidad
perfecta para el último ataque. Casi dos meses de planificación
y una exhaustiva acumulación de información, fueron
suficiente para la acción. Arrastrando el característico
carrito de compras lleno de latas y desperdicios, se acercó
a una de las paredes de la estación. Con una rapidez
poco común terminó en cuestión de segundos
las letras y las palabras. Sin perder tiempo, tomó dos
bombas incendiarias y las arrojó sobre la estación.
Antes que las primeras dos, cayeran en el interior del edificio,
Mario ya estaba lanzando las próximas dos. Así
continuó, hasta lanzar un total de ocho. El efecto fue
devastador. Las llamas consumieron la estación y cuatro
policías resultaron quemados. Cuando las demás
patrullas llegaron, ya Mario estaba bajo el puente, durmiendo
bajo un manto de periódicos. La semana continuó
revuelta. El FBI dobló la recompensa a cualquiera que
diera información sobre el o los atacantes. Ahora la
oferta ascendía a mas de cien mil dólares.
Mario, asistió al bar de la cabra con una sonrisa y una
felicidad que se le notaba en los ojos. Allí esperaba
por su amigo Tito. Quería proponerle un negocio, antes
de marcharse para Cuba. Esperó casi tres horas, en las
que se dedicó a soñar con la tierra que lo vio
nacer. Se veía en Santiago de Cuba, congueando con su
corneta china. Al rato despertaba, miraba el reloj de la pared
y se sumergía de nuevo en sus sueños. Cuando la
impaciencia comenzaba a golpear las ganas de quedarse, apareció
Tito.
-Dichosos los ojos que te ven... estas perdido. –casi gritó
Tito, mientras le daba un abrazo.
-Los muertos también reviven, eso dice mi mamá.
–respondió Mario con alegría.
-¿Qué te trae por acá?
-Vengo a proponerte algo.
-¿A mí...?
-Vamonos de aquí... que esto es serio.
Los dos amigos caminaron varias cuadras sin decir una palabra.
Llegaron hasta un parque abandonado y sin pensarlo dos veces
se sentaron en la hierba.
-Tito, te considero mi hermano. Lo que te voy a contar no es
cáscara de guayaba, así que aguanta. Hace un tiempo
se me metió en la cabeza, la idea de la deportación...
-¿De que tú hablas?... pensé que esa idea
se te había borrado.
-Ta’ ‘cuerdas que te dije que si yo hacía algo grave,
entonces me deportarían... pues yo soy el que ha esta’o
detra’ de todos esos ataques...
-Tú estas locos o que te pasa... te van a pasar por la
piedra, mi pana. No te creo. De donde sacaste todo...
-¿Se te olvido que soy químico de profesión?
-No... si, pero. ¿ Como lo hiciste?.
-Cálmate... lo que te vengo a proponer es que me entregues.
-Ahora si que te volviste loco. Tu me estas pidiendo que te
que...
-Mira, compay, no sea bruto... están dando una recompensa
de cien mil dólares. Tu me entregas, paso par de meses
en la cárcel. Tu cobras el dinero y lo repartimos a la
mitad. Tu cincuenta y yo cincuenta. Eso sí. Me tienes
que enviar lo mío, poco a poco pa’ Cuba. Estoy confiando
en ti... porque eres el único que dio la mano cuando
llegué... ¿ta’cuerda?.
-Si me acuerdo... mira déjame pensarlo. ¿Ok?
-Toma tu tiempo.
Los
días eran difíciles. Ya se conocían varias
pistas sobre el autor de los ataques. La policía estaba
cada día más cerca de Mario. El cerco se cerraba
y Tito todavía no se decidía a ayudar a Mario.
La vida se le hacia gris y el tiempo no le alcanzaba para esconderse.
Continuamente fue cambiando de sitio, hasta que terminó
durmiendo debajo de las escaleras de una escuela abandonada.
Solo salía tres o cuatro horas al día, recolectaba
lo poco que iba a comer y se pasaba la mayor parte del tiempo
en la oscuridad y el miedo. Religiosamente asistía al
bar de la cabra en busca de información y para encontrarse
con Tito. Siempre le dejaba un mensaje a su amigo y volvía
a desaparecer entre las calles malolientes. Una mañana
llegó al bar, sin esperar que su rutina cambiara, pero
el destino le tenía la respuesta que tanto había
esperado. Allí estaba su amigo esperando por él
y sobrio como nunca había estado.
-Tito..
-Vamonos de aquí –respondió Tito, mientras le
daba la mano.
Los
dos hombres caminaron hasta el vertedero. Durante el camino
Tito le hizo varias aclaraciones de las que Mario debía
estar consciente durante las investigaciones de la policía.
Al llegar al lugar los dos hombres se acomodaron en el viejo
auto donde vivía Mario.
-¿Estas claro de lo que te dije? –preguntó Tito
con aire de amenaza.
-Si... yo solo te conocí una vez y en una borrachera
te confesé que yo era el que estaba detrás de
los ataques y que me faltaban dos más para terminar...
Ah, y que te lo dije porque como tú eres boricua... yo
estaba luchando contra los americanos pa’ que dejen tu tierra
en paz. ¿Me lo aprendí?
-Eso es lo que yo voy a decir, así que más vale
que tú lo confirmes... no tienes que ser exacto para
que no sospechen. Solo que coincidan algunos detalles. Ahora,
quiero saber donde vas a estar.
-Por ahí...
-No, no, no... dime donde vas a estar pa’ que la policía
te encuentre rápido.
-Bueno... voy a estar... aquí mismo. Este carro me cobijó
durante mucho tiempo... así que quiero que me vengan
a buscar aquí.
-Pues entonces estamos cuadra’o...
-No, Tito... falta lo más importante, el dinero.
-Claro, mi pana. Eso está cuadra’o. Mira... yo cobro
el dinero y te juro por ese Dios que está arriba que
mitad y mitad.
-No sé cuanto tiempo estaré en la cárcel...
pero de que me mandan pa’ Cuba, me mandan...
-Bueno, Dios quiera que si.
Los dos amigos estuvieron hablando hasta que el sol los obligó
a salir del auto en busca de agua. La sed y la costumbre los
llevó hasta el bar de la cabra, de donde habían
salido hacia cuatro horas atrás. Sin perder tiempo Tito
invitó a su amigo a unas cervezas. La tarde continuó
tranquila entre risas y chistes que les hizo recordar los viejos
buenos tiempos. El renacer de la noche hizo que los dos amigos
se despidieran, no sin antes darse un buen abrazo y mirarse
fijamente a los ojos. Mario volvió al vertedero sin preocupación,
mientras Tito caminó pensativo por las calles oscuras
de la ciudad.
Pasaron dos inquietantes días, en los que Mario parecía
no encontrar la paciencia en su mente. La noche del tercer día
parecía más eterna que la vida misma de Mario.
No podía conciliar el sueño en el asiento trasero
del auto, así que involuntariamente comenzó a
contar estrellas a través del cristal sucio del auto.
Mientras un suspiro del pasado se acomodaba en su mente, los
ojos agotados no podían aguantar el peso de sus párpados
caídos. Se vio en su Santiago, tocando su corneta china,
gozando quizás como nunca lo había hecho. Hasta
los fuegos artificiales veía sin mirar al cielo. Escuchó
un ruido y momentáneamente abrió los ojos, para
descubrirse completamente rodeado por la policía. Casi
toda la fuerza policíaca de la ciudad estaba allí.
Sonrió por un momento y sin pensarlo fue hasta donde
los policías que le apuntaban con las pistolas.
Los
meses pasaban lentos dentro de la prisión federal de
máxima seguridad. Ya casi todos en la ciudad habían
olvidado el caso de “el machetero cubano” que había impuesto
el terror en la ciudad por varias semanas. Las primeras investigaciones
lo vincularon con el movimiento independentista de Puerto Rico,
pero poco después se demostró que el supuesto
machetero actuaba por su cuenta. Los fiscales del caso pedían
la pena de muerte, mientras los abogados pedían clemencia.
La lucha judicial se extendió casi dos años, hasta
que a finales de 1983 Mario Pagano, el machetero cubano, fue
sentenciado a cadena perpetua. Ni los fiscales, ni Inmigración,
solicitaron la deportación. Nadie escuchó el reclamo
de “el mulato”, que solo quería irse a conguear a las
calles de su Santiago.
Unos meses más tarde en el viejo San Juan, se anunciaba
la apertura de un pequeño restaurante, llamado El Boricuba.
Donde su dueño, un tal Tito, mezclaba la comida tradicional
cubana con la puertorriqueña, obteniendo un finísimo
e innovador producto caribeño –según la crítica.