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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
La deportación

Autor: Niyasdeen Diéguez Santiesteban


El sudor de la frente caía en sus ojos, mientras la sal de su cuerpo se evaporaba bajo un sol que no daba tregua. Sus manos sembradas de callos estrangulaban una pala llena de cemento y de agonía. Todavía faltaban cuatro horas para la hora de almuerzo y ya su estómago protestaba y gritaba por comida. Esa mañana no había desayunado porque el reloj viejo que le regalaron no sonó. Despertó media hora tarde y salió volando hacia el trabajo. Cuando llegó a la parada, la guagua de las seis y media había pasado unos veinte minutos atrás. Nada podía pasar peor –pensaba-... me cago en la madre que me parió... quien me habrá manda’o a venir pa’ este país. Si yo sé esto, no vengo. No me obligan, ni aunque me hubieran mata’o... quien me habrá manda’o a venir pa’ ‘ca. Antes de terminar la frase en su mente, una guagua se acercaba a la parada.

-Gracias, Dio’mío –dijo en voz alta, sin importarle la gente que estaba sentada junto a él.

La camisa comenzaba a deslizarse con el sudor y los movimientos continuos del “mulato”, como le decían en la Compañía de construcción. Levantaba la mirada de vez en cuando y miraba hacia el sur o por lo menos a donde él pensaba que quedaba el sur. Se perdía entre recuerdos por unos segundos, hasta que el supervisor de la obra lo miraba torciéndole los ojos. Sin decir una palabra regresaba al trabajo y lentamente se olvidaba de todo. Las horas pasaban rápidas entre polvo y gritos, pero la vida se le hacia lenta, más lenta que la tristeza y el arrepentimiento. El sudor seguía corriendo por su frente y sin ignorar la gravedad caía justo en la mezcla de cemento y piedras que estaba paleando. El mulato miraba por un momento la diminuta huella que dejaba la ultima gota de sudor y pasaba su mano despacio por la frente surcada. Secuestraba un poco de aire y se lo regalaba a sus pulmones, mientras miraba de nuevo al sur. Continuó trabajando incansablemente, hasta que uno de sus compañeros le avisó del “break” de almuerzo.

-Coño, mi pana, si sigues así te vamos a sacar en camilla. Deja eso, que es la hora de almuerzo.

El mulato ni siquiera levantó la mirada, pero por la voz sabía que era Tito, el único que le había brindado ayuda cuando recién había llegado de su país. Dejó la pala clavada en el cemento, como queriendo matar el dolor y sin mirar atrás siguió a su compañero hasta donde se reunían los obreros.
En los dos meses que llevaba en la Compañía evitaba los grupos y solo había podido hacer amistad con Tito. Se habían conocido cinco meses atrás, cuando el mulato recién había llegado y no sabía donde la vida lo había llevado. El mulato no conocía a nadie en el país y en los primeros días de su llegada solo recibió ayuda de un Hogar de Beneficencia que quedaba cerca del apartamento que compartía con varios inmigrantes. Los primeros días fueron un poco confusos para él, pero poco a poco fue entendiendo la realidad y la verdad le destrozó las esperanzas. En el Hogar conoció a Tito, quien hacía unos tres meses atrás había salido en probatoria por un caso de drogas que lo llevó a prisión por mas de doce años. Al principio no hablaba mucho, pero con el tiempo la voz de Tito le recordaba en algo a sus amigos de Cuba. A sus “nagües” del barrio Candelaria, allá en el viejo Santiago de Cuba. Donde los carnavales y las mujeres eran su pasatiempo preferido.

Era uno de los orgullos de la ciudad. Por lo menos él se lo creía. En los carnavales no había quien le ganara entonando las congas. Tocaba la corneta china dentro de la comparsa del barrio y era tan diestro que algunos le decían el negro chino. A él por supuesto no le molestaba y con orgullo respondía cuando así lo llamaban. Con esa popularidad era difícil desaprovechar las insinuaciones de las admiradoras. En cada rincón de aquella ciudad, desde los vecindarios de los blanquitos hasta los barrios más problemáticos, allí tenía el negro chino una mujer. A todas las mantenía contentas y con el cuento de que siempre tenía que ensayar alguna pieza nueva en la comparsa, se desataba de una para amarrarse con otra. La vida le sonreía y él le sonreía a la vida. No había más preocupación que la de ocuparse de sí mismo.

Los seis años, en la Universidad de Santiago de Cuba, no le habían servido de mucho. Era una de las notas mas altas de la carrera de Química Industrial, pero en realidad lo que le interesaba, era la vida fácil y las congas. No se preocupaba en ahorrar mucho dinero. Lo mucho o poco que ganaba en los pequeños negocios turbios, así mismo se lo gastaba en cualquier apuesta de gallos o de dominó. Lo único sagrado para él era su madre. A la que siempre le daba una buena parte de lo que ganaba. Una señora de sesenta y tres años que solo había tenido tiempo en la vida para sus santos y sus maridos. Aun así, era adorada por su hijo, su único hijo. Quién más de una vez la había defendido de los insultos de los chismosos del barrio. Nunca faltaba una que otra discusión con los amantes de su madre, pero nada tan grave que un buen pitillo de marihuana no pudiera resolver.

Así era su vida, sencilla y llena. Llena como la luna de una noche de Noviembre, en que lo cogieron en uno de sus pequeños negocios, mientras trataba de vender unos dólares. La vida por esos tiempos se hacía dura y cada vez era más difícil conseguir dinero fácil. Siempre cuidándose de la presidenta del CDR, quién con tan solo denunciarlo podía hacer que pagara los platos rotos; Mario Pagano sabía esquivar las miradas y la envidia de los chismosos. Esa noche, la falta de oscuridad y la desesperación por ganarse la vida, lo llevaron a cometer uno de sus peores errores: tratar de vender veinte dólares a un agente encubierto de la policía. El error lo pagó cuando fue sentenciado a quince años y trasladado a una de las cárceles más grande del país. La cárcel estaba situada en las afueras de la capital, al otro extremo del país. Allí, en el Combinado del Este, aprendió Mario a diferenciar entre el carnaval y la vida. Aprendió que la vida no es un carnaval y había que tomarla en serio. Sobre todo se trataba de la libertad.

Las peleas por defender su hombría, fueron su diario vivir en los próximos dos años, hasta que un día poco normal, lo separaron de los demás y junto a otros reclusos los llevaron a otra prisión de mayor seguridad. En realidad no era una cárcel, solo era granja donde los obligaban a trabajar de sol a sol. Mario no entendía nada. Los demás tampoco. Los policías solo se limitaban a decir que ellos estaban allí para pagarle a la Revolución lo que le habían hecho y tenía que ser antes que se fueran.

-¿Irnos a donde?. ¿Adónde nos van a llevar esta gente? –se preguntaba Mario cada noche, sin obtener una respuesta lógica.

Miraba hacía todos lados y todo lo que veía era lo mismo: cientos de hombres enmudecidos por la duda y la incertidumbre. Aunque nunca preguntaba, la duda de Mario se fue transformando en una espina que apenas lo dejaba vivir. Así pasaron los meses y nada cambiaba. Poco a poco hizo amistad con uno de los uniformados que los cuidaba. Hasta el punto que intercambiaba cigarrillos por información. En uno de los canjes, Mario aprovechó y le preguntó al policía que en realidad hacían ellos allí.

-Mira, Mario, te lo voy contar porque te he cogido aprecio, además por que tú y yo somos santiagueros... –el combatiente tomo una bocanada de aire y luego continuo-. Mira nagüe, no te voy mentir. Todos los que están aquí, son lo peor de lo peor... tu me entiende. Aquí están los matones, los violadores, los marihuaneros, en fin la peor calaña de las cárceles. También están los gusanos, tu sabes los que están en contra de la revolución. El que menos tiene, por lo menos tiene quince o veinte años encima. Los tienen aquí, porque el gobierno se va a deshacer de ustedes... se los va a quitar de encima, compay.
-¿O sea que nos van a limpiar?.
-No... creo que no. No sé bien como es la cosa, pero creo que los van a mandar pa’ la yuma.
-Pa’ la yuma... No jodas, nagüe.
-No se lo digas a los demás. Si no me vas a meter en un lío.

Desde esa conversación la cabeza de Mario no dejó de pensar en el asunto. Cada día se levantaba, pensando que sería el ultimo en la tierra que lo vio nacer. Nunca había pensando irse del país. No porque fuera revolucionario o comunista, sino porque amaba su tierra, sus mujeres y sobre todo su conga. Ni siquiera le interesaban las tertulias que se armaban en el barrio sobre la vida de los cubanos que emigraban a Estado Unidos. Ni ponía interés en los amargos relatos de los que trataban de cruzar el estrecho de la Florida y perecían en el intento. Para él, el mundo era Santiago, las mujeres y las congas. Aunque mantuvo el secreto, se le hizo difícil disimular su tristeza.

-Que pasa, Mario. –preguntó el policía.
- Nagüe... yo no me quiero ir de aquí... aquí está mi vida. ¿Que voy hacer yo allá...?
-Mire, compay, no sea bobo, haga lo que le digan. Tu sabes como funciona esto.
-Y si me niego... ¿Qué pasaría? –preguntó Mario.
-Yo no sé... pero si te puedo asegurar que te va a ir peor. Hazme caso, nagüe, si lo obligan a irse no se niegue... váyase y rehaga su vida por allá. Aquí tú no vales na’.
-¿Para cuando sería eso?
-No sé, pero creo que pronto.

Como si el policía predijera el futuro, esa misma noche los despertaron y los montaron a empujones en unos camiones fuertemente custodiados por policías y militares. Algunos de ellos iban en calzoncillos y otros vestidos a medias. Los llevaron hasta la bahía El Mariel y los subieron en lanchas rumbo al norte. Mario miraba tranquilo el nerviosismo incrédulo de los demás presos, quienes no sabían que sucedía. Cuando apenas amanecía, fueron interceptados en alta mar por un barco de la Marina Estadounidense.
Después de unos meses de estar recluido y de ser interrogado varias veces, lo liberaron. No sabía que hacer, ni a quién recurrir. Decidió buscar trabajo entre la comunidad cubana de Miami, pero fue casi imposible. En cuanto decía que era de los que habían venido por El Mariel, la respuesta era la misma.

-Tú eres marielito... pues ven después que seguro hay algo pa’ ti.

Mario no entendía. Tampoco conocía esa especie de cubanos que habían salido treinta años atrás y lo miraban por encima del hombro. Poco a poco fue entendiendo que aquellos cubanos no eran sus hermanos. Que aquello que le hicieron creer, de que su gente en Miami lo ayudarían, era solo una mentira. A fin de cuenta había encontrado más calor y más amistad en un boricua que entre sus propios compatriotas.

-¿Pana, en que piensas? –preguntó Tito, mientras acomodaba su almuerzo al lado de Mario.
-Nada... en mi gente en Cuba.
-Mira, mulato. Yo tampoco puedo ir a mi tierra, con mi gente. Imagínate, salí con una condicional y no puedo abandonar el estado de la Florida. Allá están mi mamá, mis hermanos, mis panas...
-Si, pero ellos pueden venir pa’ acá. A diferencia de mi gente...
-Bueno, en eso tienes razón. En verdad, en verdad, la cosa esta fea.

Los dos hombres comieron insaciablemente hasta que el abdomen de cada uno los obligó a aflojarse los pantalones. Continuaron conversando, hasta que el aviso del supervisor los levantó, para volver al trabajo. El sol continuaba rompiendo sus rayos en las cabezas de los obreros. Pero a Mario no le importaba mucho, solo le interesaba acabar el día y terminar enterrado en una cama. Las horas quedaron sepultadas entre el concreto y casi sin darse cuenta la jornada había terminado para Mario.

-¿Qué vas hacer? –le preguntó Tito.
-Na’ voy pa’ la cuevita, me doy un baño, le hago una carta a la pura y me acuesto a dormir.
-¿Qué es eso de pura?
-A mi mamá...
-Ah, anyway, te iba a invitar a darnos un par de tragos, pero sí tú...
-Esta bien... vamos pa’ ‘llá.

Los dos amigos caminaron hasta un bar de mala muerte que administraba otro boricua, que apodaban “la cabra”. Era unas calles más abajo, por donde ni la policía se atrevía a pasar. Allí asistía lo más enajenado dentro del grupo de emigrantes latinos. En el bar se reunían todos los latinos pobres, desde chilenos, argentinos, brasileños, hasta mejicanos y cubanos. No había distinción de razas, todos eran una gran familia y aunque de vez en cuando surgían riñas entre ellos, todo quedaba ahí: en una pelea familiar. Mario sintió por fin un lugar donde ahogar sus penas. Las visitas al bar de la cabra se hicieron cada día más frecuente, hasta el punto que se hizo amigo del dueño del bar. A veces no tenía dinero, ni siquiera para comer, pero siempre tenía para gastárselo en la barra del bar. Las deudas con el dueño del bar lo llevaron a comprometer el próximo sueldo de cada semana. El alcohol y la nostalgia lo estaban enterrando lentamente en una pesadilla derretida en dolor. Los días de la semana parecían nubes que se deshacían con el viento del sufrimiento y ya nada tenía importancia. Solo un trago, otro más y al final la misma historia.

Con los meses la depresión fue haciendo nido en su vida hasta que cayó ahogado en el pozo sin fondo de las drogas. Fue una noche sin luna, en la que los tragos parecían ya no alterar su estado de ánimo. Todo parecía tan vacío, que no vaciló ni un segundo cuando Tito le ofreció un pase al paraíso, con tan solo inhalar un polvito blanco que le había puesto en sus manos de piedras. La práctica se hizo tan frecuente, que un día fue expulsado del hospedaje que compartía, cuando fue sorprendido por el dueño regalándose un boleto a la felicidad. Por supuesto, Tito le ofreció un espacio dentro de la camioneta vieja donde vivía, hasta que por lo menos pudiera buscar su propio espacio. No pasó mucho tiempo antes que encontrara un auto abandonado a la orilla de un vertedero. El asiento trasero, aunque un poco estrecho, le servía de cama y de mesa. Todo lo encontraba cómodo. Si tenía hambre solo tenía que localizar donde las aves de rapiña estaban concentradas y allá iba Mario a llenarse la panza. Si llovía se bañaba, sino esperaba que Dios le enviara una ayudita. Dentro del baúl guardaba su ropa y algunos recuerdos de su Santiago de Cuba. A veces abría un sobre y contemplaba por horas una foto vieja en la que aparecía su madre abrazándolo. Las lágrimas marcaban el camino a través de un rostro cansado y humillado. Ya las fuerzas se habían esfumado y todo parecía una burla del destino. No quería seguir arrastrando su vida por una tierra que no era la suya.

-¿Qué tanto tú piensa mulato...? –preguntó Tito un día en que la noche no parecía tener fin.
-No sé... ya no quiero seguir así...
-¿Así como... ?
-En esta mierda... esto no es vida. Yo creo que voy pa’ Cuba otra ve’
-Tú estas loco... si de allá te botaron. Como es que vas a regresar.
-Hace tiempo escuché una historia de un cubano, que fue deporta’o pa’ Cuba de nuevo, por algo que hizo... no sé bien, pero creo que fue algo de drogas.
-Mira mi pana no te metas en eso, que los federales no comen cuento. Te meten pa’ dentro y de una perpetua no te salva nadie.
-Tito yo no sé, creo que por volver pa’ Cuba yo hago lo que sea.

Los meses continuaron deshaciéndose uno a uno, pero aquella idea de volver a su tierra a Mario no sé le borraba de la memoria. Pensaba que tan grave debía actuar para que lo devolvieran para Cuba. No se cansó y continuó en su lucha. Preguntando y averiguando, conoció a un individuo que había trabajado para inmigración, pero se había retirado dos años atrás. En una larga conversación, entre tragos y risas, Mario obtuvo por fin la información que necesitaba. Sabía que al menos tenía que pasar un tiempo en prisión antes que lo deportaran, pero que el motivo debía ser suficientemente convincente para que lo cualificaran como ciudadano non-grato de los Estados Unidos.

Las continuas visitas al bar de la cabra no cesaron. Todos los días, junto a su fiel amigo, reservaba un asiento en aquel lugar olvidado por los hombres. Entre cada trago, siempre nacía la misma pregunta, aunque con un color diferente.
-¿Tito, que tu crees si mato a alguien importante?.
El silencio de Tito era la respuesta correcta.
-¿Tito, que tu crees si robo un banco?.
El sabio silencio, cerraba por un momento la boca de Mario, hasta que volvía a preguntar.
-¿Tito, que tu crees si secuestro a alguien?.
La ausencia de palabras, motivaba a Mario a volver a preguntar.
-¿Tito, que tu crees si empiezo a traficar?.
Las voces lejanas de algunos borrachos, fueron la única respuesta que Mario obtuvo. La paciencia de su amigo ya no tenía fuerzas para soportar las palabras vacías del mulato.

-‘cucha, bien lo que te voy a decir, mulato. Si tu sigues con esa guasa... me avisas por que no me ves más. Ya estoy jarto de que sigas con lo mismo. O te callas o hasta que aquí llegó nuestra amistad.

La advertencia se hizo una vez. Suficiente para que Mario entendiera que su obsesión era un martillo en la cabeza de su amigo. No se habló más del asunto entre ellos, pero la idea seguía latiendo en la mente de Mario.

Una tarde de lluvia, en la que Mario había decidido acampar en su viejo auto y cuando la idea del regreso había menguado un poco, entonces le llegó la solución tan natural como si siempre hubiera estado allí. Puesto que la temperatura había bajado unos cuantos grados, Mario reunió algunos periódicos viejos y se cobijo con ellos. Los papeles siempre habían estado allí, incluso antes que él habitara el viejo auto. Nunca los había leído, porque estaban en ingles. Excepto uno, que parecía ser el más viejo de todos. El más gastado. El que siempre Mario había rechazado, por que olía a orina de ratón. La tarde pasaba amarga y blanca y a Mario no le quedaba nada más que entretenerse contando los rayos que caían. Pronto se cansó del juego y decidió echar una ojeada a los viejos periódicos. Titulares con grandes letras no le decían absolutamente nada a Mario. Comenzaba a aburrirse hasta que tomó el viejo periódico que tantas veces había rechazado. La fecha era tan antigua, que Mario creyó por unos instantes que él no había nacido para entonces. Abrió con cuidado el periódico y poco pudo leer. Las letras estaban borrosas y empañadas. Mario continuó hojeando el viejo rotativo, hasta que pudo distinguir una noticia que pudiera leer. La encontró en la página catorce. Aunque no se entendía muy bien, pudo leer algo sobre un asalto perpetrado por un grupo llamado Los Macheteros, de Puerto Rico. Que luchaban por la liberación de Puerto Rico o algo así. La noticia no estaba completamente clara del todo, pero la idea fue el combustible para que las ganas renacieran nuevamente en la mente de Mario. Esperó que la lluvia cesara y mientras tanto ya iba formando un plan para lograr regresar a Cuba. Pensando en el asunto se quedó dormido entre los periódicos.

Despertó la mañana siguiente, por los gritos de su amigo, quien cada día lo buscaba para ganarse la vida en cualquier trabajo por ahí. Por un momento, se olvidó del alumbramiento de la tarde anterior, pero en cuanto se acordó interrogó a Tito.
-Tito, ¿Qué son los macheteros?
-Y a ti que animal te picó... eso es política. No te metas en eso, mi pana.
-Cuéntame...
-Bueno... lo poquito que yo sé... eso es un grupo de puertorriqueños que formaron como un ejercito, tu sabes, pa’ luchar contra los americanos, tu sabes. Creo que se pusieron Ejercito Popular Boricua o algo así... no, creo que se pusieron Los Macheteros... no, yo creo que los dos. Anyway, la cosa es que esa gente hacen años que asaltaron algo, no me acuerdo... de lo que sí me acuerdo es que se llevaron siete millones de dólares. Tu sabes, pa’ financiar la lucha.
-¿Los cogieron?
-Si... pero creo que el dinero nunca apareció. Dicen los chismosos, que el jefe de to’ ellos se fue pa’ Cuba con el dinero.
-Ah... –respondió Mario, mientras se agachaba para recoger una lata vacía.
-Mulato, ¿Qué tu estas pensando?
-Na’, compay, na’.

Los días pasaban grises y solitarios. Mario se alejó silenciosamente de la compañía de Tito y lo evitaba continuamente. Hasta se había mudado a un puente unas millas al sur del vertedero. Pensaba a todas horas y ya no tenía tiempo ni siquiera para beber o para darse un pase. Su prioridad era ganarse una deportación para Cuba. No importaba cuanto tardara o cuanto costara. Había decidido reunir dinero suficiente para su causa. Tanto así, que comenzó nuevamente a trabajar en la construcción. Apenas comía y solo dormía unas tres horas diarias. Los huesos hicieron relieve sobre su piel y el pelo creció rebelde, como si quisiera ayudar en su causa. El poco dinero que acumulaba, lo gastaba en el bajo mundo, comprando artefactos explosivos, armas y municiones. Cuando pensó que aún estaba listo, continuó comprando. Lo que no pudo comprar lo cocino, acordándose de su profesión de químico industrial. La idea se había vuelto una obsesión, quizás una venganza. Cuando el dinero se acabó, entonces comenzó escoger sus objetivos. Seleccionó sigilosamente estaciones de policías, agencias federales y hasta una base militar.

Empezó el diez de octubre. Una noche en que todos en la ciudad parecían dormidos, excepto Mario. Días antes, había seleccionado el edificio del Departamento de Inmigración y sin mucho esfuerzo ya había escogido la hora exacta del ataque. A las dos y cuarenta de la madrugada, Mario arrastraba un carrito de compras, aparentando ser lo que era: un mendigo. Al llegar justo a la esquina del edificio, sacó una brocha y con pintura roja escribió las letras E.P.B. y debajo de estas Puerto Rico libre. Continuó caminando lentamente y al llegar a la entrada principal lanzó dos bombas de Molotov, que aguantaba en sus manos. Las bombas estallaron justo delante de las puertas de cristales. Mario, sacó una pistola nueve milímetros y comenzó a disparar hacía la entrada. Evitando que los guardias de seguridad, pudieran salir. Cuando la ultima de las balas hizo su salida, Mario corrió y se perdió unas cuadras más abajo. La policía llegó en tan solo unos segundos, pero ya no había rastro del atacante. Al otro día, los titulares llenaron sus primeras páginas con el suceso. Mario, ni siquiera se dio por enterado.

Se escondió por unos días debajo del puente, mientras preparaba su próximo ataque. Esta vez la acción era más arriesgada. A Mario se le había ocurrido un día que paseaba por un restaurante de comida rápida. Observó como los policías, entraban al restaurante y descuidaban sus patrullas. Ese precisamente sería su próximo objetivo. Tres semanas después y utilizando otro carrito de compras, Mario observaba dos patrullas de la policía mientras se acercaban a uno de los restaurantes. Los policías se bajaron y entraron descuidadamente al restaurante. Sin perder tiempo, Mario se acercó y pintó en una de las paredes laterales del local las mismas letras y las mismas palabras que la primera vez. Luego más confiadamente, caminó hacía los autos y los incendió, utilizando las bombas de Molotov. Los policías salieron al escuchar la explosión, mientras una llamarada envolvía sus patrullas. Desde lo lejos, Mario se sentía orgulloso de su plan. No hay duda que cuando me cojan me deportan. –pensó mientras sonreía. Las semanas siguientes, ya el FBI estaba dando una recompensa por la cabeza del atacante. Mario, lo escuchó en la radio del bar de la cabra y aunque quería entregarse, sintió que aun faltaba otro ataque. Esta vez escogió una estación de policías, situada cerca del vertedero donde antes vivía. Este objetivo le había tomado más tiempo. No podía determinar una hora específica para el ataque, pero poco a poco, fue descifrando las fallas del local. Cada día, a eso de las cuatro de la mañana, los policías se quedaban dormidos. Algunos en el buró, otros en los asientos traseros de la patrulla y otros en las incomodas camas de las celdas vacías. Era la oportunidad perfecta para el último ataque. Casi dos meses de planificación y una exhaustiva acumulación de información, fueron suficiente para la acción. Arrastrando el característico carrito de compras lleno de latas y desperdicios, se acercó a una de las paredes de la estación. Con una rapidez poco común terminó en cuestión de segundos las letras y las palabras. Sin perder tiempo, tomó dos bombas incendiarias y las arrojó sobre la estación. Antes que las primeras dos, cayeran en el interior del edificio, Mario ya estaba lanzando las próximas dos. Así continuó, hasta lanzar un total de ocho. El efecto fue devastador. Las llamas consumieron la estación y cuatro policías resultaron quemados. Cuando las demás patrullas llegaron, ya Mario estaba bajo el puente, durmiendo bajo un manto de periódicos. La semana continuó revuelta. El FBI dobló la recompensa a cualquiera que diera información sobre el o los atacantes. Ahora la oferta ascendía a mas de cien mil dólares.

Mario, asistió al bar de la cabra con una sonrisa y una felicidad que se le notaba en los ojos. Allí esperaba por su amigo Tito. Quería proponerle un negocio, antes de marcharse para Cuba. Esperó casi tres horas, en las que se dedicó a soñar con la tierra que lo vio nacer. Se veía en Santiago de Cuba, congueando con su corneta china. Al rato despertaba, miraba el reloj de la pared y se sumergía de nuevo en sus sueños. Cuando la impaciencia comenzaba a golpear las ganas de quedarse, apareció Tito.
-Dichosos los ojos que te ven... estas perdido. –casi gritó Tito, mientras le daba un abrazo.
-Los muertos también reviven, eso dice mi mamá. –respondió Mario con alegría.
-¿Qué te trae por acá?
-Vengo a proponerte algo.
-¿A mí...?
-Vamonos de aquí... que esto es serio.
Los dos amigos caminaron varias cuadras sin decir una palabra. Llegaron hasta un parque abandonado y sin pensarlo dos veces se sentaron en la hierba.
-Tito, te considero mi hermano. Lo que te voy a contar no es cáscara de guayaba, así que aguanta. Hace un tiempo se me metió en la cabeza, la idea de la deportación...
-¿De que tú hablas?... pensé que esa idea se te había borrado.
-Ta’ ‘cuerdas que te dije que si yo hacía algo grave, entonces me deportarían... pues yo soy el que ha esta’o detra’ de todos esos ataques...
-Tú estas locos o que te pasa... te van a pasar por la piedra, mi pana. No te creo. De donde sacaste todo...
-¿Se te olvido que soy químico de profesión?
-No... si, pero. ¿ Como lo hiciste?.
-Cálmate... lo que te vengo a proponer es que me entregues.
-Ahora si que te volviste loco. Tu me estas pidiendo que te que...
-Mira, compay, no sea bruto... están dando una recompensa de cien mil dólares. Tu me entregas, paso par de meses en la cárcel. Tu cobras el dinero y lo repartimos a la mitad. Tu cincuenta y yo cincuenta. Eso sí. Me tienes que enviar lo mío, poco a poco pa’ Cuba. Estoy confiando en ti... porque eres el único que dio la mano cuando llegué... ¿ta’cuerda?.
-Si me acuerdo... mira déjame pensarlo. ¿Ok?
-Toma tu tiempo.

Los días eran difíciles. Ya se conocían varias pistas sobre el autor de los ataques. La policía estaba cada día más cerca de Mario. El cerco se cerraba y Tito todavía no se decidía a ayudar a Mario. La vida se le hacia gris y el tiempo no le alcanzaba para esconderse. Continuamente fue cambiando de sitio, hasta que terminó durmiendo debajo de las escaleras de una escuela abandonada. Solo salía tres o cuatro horas al día, recolectaba lo poco que iba a comer y se pasaba la mayor parte del tiempo en la oscuridad y el miedo. Religiosamente asistía al bar de la cabra en busca de información y para encontrarse con Tito. Siempre le dejaba un mensaje a su amigo y volvía a desaparecer entre las calles malolientes. Una mañana llegó al bar, sin esperar que su rutina cambiara, pero el destino le tenía la respuesta que tanto había esperado. Allí estaba su amigo esperando por él y sobrio como nunca había estado.
-Tito..
-Vamonos de aquí –respondió Tito, mientras le daba la mano.

Los dos hombres caminaron hasta el vertedero. Durante el camino Tito le hizo varias aclaraciones de las que Mario debía estar consciente durante las investigaciones de la policía. Al llegar al lugar los dos hombres se acomodaron en el viejo auto donde vivía Mario.
-¿Estas claro de lo que te dije? –preguntó Tito con aire de amenaza.
-Si... yo solo te conocí una vez y en una borrachera te confesé que yo era el que estaba detrás de los ataques y que me faltaban dos más para terminar... Ah, y que te lo dije porque como tú eres boricua... yo estaba luchando contra los americanos pa’ que dejen tu tierra en paz. ¿Me lo aprendí?
-Eso es lo que yo voy a decir, así que más vale que tú lo confirmes... no tienes que ser exacto para que no sospechen. Solo que coincidan algunos detalles. Ahora, quiero saber donde vas a estar.
-Por ahí...
-No, no, no... dime donde vas a estar pa’ que la policía te encuentre rápido.
-Bueno... voy a estar... aquí mismo. Este carro me cobijó durante mucho tiempo... así que quiero que me vengan a buscar aquí.
-Pues entonces estamos cuadra’o...
-No, Tito... falta lo más importante, el dinero.
-Claro, mi pana. Eso está cuadra’o. Mira... yo cobro el dinero y te juro por ese Dios que está arriba que mitad y mitad.
-No sé cuanto tiempo estaré en la cárcel... pero de que me mandan pa’ Cuba, me mandan...
-Bueno, Dios quiera que si.
Los dos amigos estuvieron hablando hasta que el sol los obligó a salir del auto en busca de agua. La sed y la costumbre los llevó hasta el bar de la cabra, de donde habían salido hacia cuatro horas atrás. Sin perder tiempo Tito invitó a su amigo a unas cervezas. La tarde continuó tranquila entre risas y chistes que les hizo recordar los viejos buenos tiempos. El renacer de la noche hizo que los dos amigos se despidieran, no sin antes darse un buen abrazo y mirarse fijamente a los ojos. Mario volvió al vertedero sin preocupación, mientras Tito caminó pensativo por las calles oscuras de la ciudad.
Pasaron dos inquietantes días, en los que Mario parecía no encontrar la paciencia en su mente. La noche del tercer día parecía más eterna que la vida misma de Mario. No podía conciliar el sueño en el asiento trasero del auto, así que involuntariamente comenzó a contar estrellas a través del cristal sucio del auto. Mientras un suspiro del pasado se acomodaba en su mente, los ojos agotados no podían aguantar el peso de sus párpados caídos. Se vio en su Santiago, tocando su corneta china, gozando quizás como nunca lo había hecho. Hasta los fuegos artificiales veía sin mirar al cielo. Escuchó un ruido y momentáneamente abrió los ojos, para descubrirse completamente rodeado por la policía. Casi toda la fuerza policíaca de la ciudad estaba allí. Sonrió por un momento y sin pensarlo fue hasta donde los policías que le apuntaban con las pistolas.

Los meses pasaban lentos dentro de la prisión federal de máxima seguridad. Ya casi todos en la ciudad habían olvidado el caso de “el machetero cubano” que había impuesto el terror en la ciudad por varias semanas. Las primeras investigaciones lo vincularon con el movimiento independentista de Puerto Rico, pero poco después se demostró que el supuesto machetero actuaba por su cuenta. Los fiscales del caso pedían la pena de muerte, mientras los abogados pedían clemencia. La lucha judicial se extendió casi dos años, hasta que a finales de 1983 Mario Pagano, el machetero cubano, fue sentenciado a cadena perpetua. Ni los fiscales, ni Inmigración, solicitaron la deportación. Nadie escuchó el reclamo de “el mulato”, que solo quería irse a conguear a las calles de su Santiago.
Unos meses más tarde en el viejo San Juan, se anunciaba la apertura de un pequeño restaurante, llamado El Boricuba. Donde su dueño, un tal Tito, mezclaba la comida tradicional cubana con la puertorriqueña, obteniendo un finísimo e innovador producto caribeño –según la crítica.


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