Por
Josefina Ortega
Es
uno de los cines más conocidos de toda Cuba.
Y
entre los años 60 y 80 fue “el cine” para todos los que
venían de los territorios aledaños, al este —y
al sureste— de La Habana: desde El Cotorro hasta Batabanó,
y desde San José de las Lajas y Güines hasta la
mismísima Matanzas. Era el cinematógrafo de los
“guajiros”, como también lo fue El Belisa, en La Lisa,
para los que llegaban de las zonas del oeste y de la provincia
de Pinar del Río.
Sin
embargo, el primero tenía una historia suficiente como
para creer que la magia existe y es posible tocarla con la mano,
en medio de la fama que tuvo de mala suerte o “jettatura”.
Además,
estaba en una parte céntrica de la ciudad: a un costado
del Parque Central, cercano al Paseo del Prado, a unos metros
del Capitolio y vecino del Gran teatro de La Habana.
Se
dice que por haberse inaugurado en 1877, con la presencia de
Martínez Campos — llamado “El Pacificador” y promotor
del tristemente célebre “Pacto del Zanjón”— se
intentó nombrarlo Teatro de la Paz, pero desde el día
de la apertura oficial hasta hoy, todos lo siguen llamando El
Payret, pues su gestor fue el empresario catalán Joaquín
Payret, quien puso todo su empeño y dinero en construirlo,
para rivalizar con el Teatro Tacón —ahora Gran teatro
de La Habana.
Con
hermosos decorados interiores rojo oscuro intenso, el teatro
fue un suceso durante los cuatro años siguientes, época
en que los cronistas acostumbraban a denominarlo — de forma
un poco picúa— como “El Rojo Coliseo”.
El
escenario tenía 30 metros de ancho y 20 de fondo. El
foso poseía 8 metros de profundidad, el lunetario se
componía de 600 sillas, los palcos eran de tres pisos
y los decorados realizados en Europa. Y aunque sobre el escenario
se realizaron las presentaciones de cuanta personalidad artística
pasaran por la ciudad y las dimensiones fueran ligeramente mayores
que El Tacón, se dijo que la mala suerte acompañó
muchas veces su fama.
Lo
cierto es que el catalán Payret perdió su fortuna
en tal empresa, y en 1882 se produjo un terrible derrumbe parcial,
en el que perdiera la vida el constructor, un ingeniero de apellido
Sagastízabal, por lo cual el teatro fue clausurado.
Se
dice también que en medio de la construcción se
desplomó una pared, que cierto día murió
de infarto un espectador, y que hasta un duelo se produjo entre
dos caballeros, en uno de sus salones.
Pero no creo justo decir que el fracaso comercial de algunas
compañías sea debido a la “jettatura”, “brujería”,
o “ñeque”que tenía el teatro.
Por
sus tablas hasta el momento de la primera clausura pasaron buena
parte de lo mejor de la opera mundial, del drama y la comedia,
además de casi todos los elencos nacionales, entre ellos
los del Alhambra, con Regino López a la cabeza y los
hermanos Robreño.
Nombre
como los de las sopranos Blanca Di Fiori, Enma Calvé
y Graciela Apretó y tenores como Antón Aramburu;
comediantes de la talla de Enrique Borrás Emilio Thuillier,
Rugguero Rugiero, Mimí Aguglia y Sara Bernhardt, aunque
esta última, ya en el ocaso de su vida artística.
Ocho
años más tarde, en 1890, el nuevo propietario
—Anastasio Saaverio, quien lo compró a Hacienda— después
de varias reparaciones y remodelaciones lo reabrió para
volver, durante más de 50 años, a las largas temporadas
de éxito que logró desde su fundación.
En
las breves temporadas de ballet, bailó en el escenario
del Payret — en 1922— nada más y nada menos que Anna
Pavlova, y durante las temporadas de “Zarzuela Grande”, vodevil
y operetas vienesas, se recuerdan las actuaciones de la “tiple”
mexicana Esperanza Iris, quien estrenó “La Viuda Alegre”,
con un éxito tan rotundo como pocas veces se había
visto en La Habana.
Y
en 1930 Ernesto Lecuona estrenó su luego famosa zarzuela
“María la O”.
En
1948 el teatro pedía a gritos otra reparación,
y tanta y tan seria se realizó, que luego de tres años
cerrado, las obras dejaron una edificación nueva, con
el aspecto exterior e interior que hoy todavía conserva.
Su
reapertura, en 1951, promovía, además de sus funciones
teatrales, también las de cinematógrafo. Eran
tantas las películas que allí se proyectaban —
sobre todo hispanas— que muchos llamaron entonces al Payret
como la “Catedral del cine español”.
Cine
“de arte” y zarzuelas — con elenco cubano— fueron los objetivos
principales del Payret.
En
mi memoria conservo todavía la vez que mi padre me llevó
—por la época y siendo yo una niña— a ver la zarzuela
“la Verbena de la Paloma”, con Rosita Fornés, Armando
Pico y el ya anciano actor Antonio Palacio, en papel del boticario.
Con
el tiempo el Payret se convirtió en uno de los principales
cines del “circuito de estreno” de la capital, condición
que aún mantiene.