Por
Luis Arranz Notario
¿Se
acuerdan ustedes del comunismo? Comprendo que hacer esta pregunta
a un cubano resulta demasiado irónico y hasta macabro.
Sin embargo, en Europa y, más concretamente, entre la izquierda,
aquellos fenómenos realmente monstruosos que fueron la
URSS y las Democracias Populares están olvidados. El sufrimiento
atroz y la exterminación desalmada de millones de personas
en aras de la emancipación social que asoló medio
continente, se dirían estériles, baldíos
y, en todo caso, su recuerdo es políticamente incorrecto.
Todo observador atento se da cuenta, ciertamente, de que los viejos
motivos del comunismo subyacen en parte importante de los planteamientos
y la acción de la izquierda europea, pero ³deconstruidos²,
relativizados y envueltos en una retórica y una estética
que monopoliza ahora el mundo del espectáculo. Así,
al anticapitalismo se le llama antiglobalización, a la
hostilidad a la democracia constitucional, participación
ciudadana o ³republicanismo cívico², al antiamericanismo,
pacifismo, a la lucha de clases, solidaridad. Sin duda ha habido
cambios. En las costumbres, por ejemplo, la homosexualidad ha
pasado de quintaesencia de la corrupción y la degeneración,
no ya burguesa, sino aristocrática, a la única forma
de matrimonio que la izquierda defiende con pasión.
En
el plano cultural, la historia, antaño muy atareada en
conseguir el triunfo final del comunismo, se limita hoy a servir
de triste museo de los horrores de la civilización occidental,
claro, cuyos crímenes rebasan y rebasarán siempre
los errores bienintencionados que los revolucionarios cometieran
en la búsqueda e implantación de la utopía
(No debe decirse comunismo, vocablo muy grosero). Es verdad que
resulta difícil compatibilizar la utilización de
la píldora ³del día después² con
la justificación del velo islámico. Pero nadie debería
dudar de la capacidad creativa de nuestra izquierda multicultural
y ecologista para compatibilizar la lucha contra las multinacionales
del petróleo con el disfrute del BMW. El comunismo, como
concepto, ha quedado, pues, vaciado de contenido y travestido
de todas las manifestaciones que caracterizan la mentalidad dominante
en la izquierda: lo que podríamos llamar el ³buenismo-leninismo².
De él sólo sabemos que es como una carta a los Reyes
Magos para que le traigan carbón a Bush y a los Estados
Unidos, y que alienta la aspiración invencible de que ³otro
mundo es posible².
En circunstancias así, libros como el del historiador británico
Donald Rayfield resultan como una pedrada en el ojo, ya que tienen
el inmenso mérito de devolvernos la memoria de lo que el
comunismo fue, costó y sigue costando, sobre todo, en vidas
humanas. No me parece la de Rayfield una obra sobre la Rusia soviética
de un nivel historiográfico y literario comparable a las
de Pipes, Ulam, Conquest, Figes o Carrère d¹Encausse,
pero sí se inscribe plenamente en la senda abierta por
El libro negro del comunismo, que dirigieron Courtois y Werth.
El interés del trabajo de Rayfield es resultado de la confluencia
de dos factores. Primero, la formulación de una buena pregunta,
a saber: ¿Quiénes fueron los verdugos de que se
valieron Lenin y Stalin? ¿Cuál fue el dispositivo,
la organización que permitió un genocidio social
de la envergadura del que sufrió Rusia, primero entre 1918
y 1921, con Lenin, y después y mayor todavía, de
1929 a 1940, con Stalin? Una buena pregunta se responde, en segundo
lugar, con la explotación intensiva de los archivos abiertos
en Rusia desde 1991, pese a que subsisten importantes restricciones
y algunos han visto cerrarse de nuevo varios de sus fondos.
Es cierto que las purgas políticas y las campañas
de exterminio del estalinismo han sido objeto de importantes estudios,
como el de Conquest, sobre su apogeo en los años treinta.
Los tiempos del antifascismo y la ³mentira heroica²,
como los ha bautizado Paul Johnson. Pero lo que hace Rayfield
con la nueva información disponible, es situar el foco
sobre la biografía de aquellos colaboradores directos de
Stalin, sin los cuales el ejercicio sistemático de la violencia
más despiadada hubiera sido imposible. Nos encontramos
así con un relato, sólida y exhaustivamente documentado,
de la relación del dictador con su círculo de confianza
en el partido: los Mólotov, Kaganóvich, Voroshílov,
Orionikidze y Kalinin. Mediante ellos dominó Stalin el
partido, el gobierno y el ejército y logró imponerse
y destruir a todos los que pudieran hacerle sombra. De la naturaleza
de esta relación da idea que Stalin metió en un
campo de concentración a la mujer de Mólotov y le
obligó a divorciarse de ella, sin que aquél, marido
enamorado por cierto, rechistara. A Orionikidze, amigo de la infancia
y paisano de Georgia, ordenó matarlo, mientras que a Voroshílov
y Kalinin (este último presidente de la URSS) los trató
siempre como a peleles. Lo fundamental del libro son, sin embargo,
las más intensas, personales, y ³creativas² relaciones
que Stalin sostuvo con los jefes del instrumento del terror por
excelencia, el auténtico fundamento del poder del partido
comunista bolchevique: la Cheka, cuya naturaleza pervivió
a través de sucesivos cambios de nombre: GPU, luego OGPU,
NKVD, MVD y KGB.
Ya el padre fundador de la Cheka, el polaco Félix Dzierzynski
resultó fundamental para asegurarle a Stalin la sucesión
de Lenin y después que se impusiera a sus rivales durante
los años veinte. Muerto el polaco, Stalin nombró
y colaboró estrechamente con todos sus sucesores: Menzhinski,
Yagoda, Yezhov y Beria. De los cuatro, sólo los dos primeros
murieron de muerte natural. A Yagoda y Yezhoz, Stalin los ordenó
asesinar y a Beria, que fue uno de los más estrechos y
eficaces colaboradores que tuvo nunca, le recortó el poder
y le mostró su creciente desconfianza ya en sus últimos
años. La muerte de Stalin precipitó las cosas, pues,
el ³liberalismo² y la disminución del terror
que, para sorpresa general adoptó Beria a la muerte de
su amo, hizo que lo procesara y fusilara en secreto Jrushchev
y los demás compañeros de la ³dirección
colectiva² que había asumido el poder tras la muerte
del tirano.
La lectura de las más de seiscientas páginas del
libro de Rayfield despeja las dudas que el lector pudiera tener
sobre la naturaleza criminal de la ³revolución proletaria²
y la subsiguiente ³construcción del socialismo²
que tuvo lugar en Rusia durante setenta y cinco años. Empresa
de naturaleza criminal porque sin el ejercicio sistemático
del terror por el Partido y los ³órganos², es
decir la policía política, que constituía
a todos los efectos un ejército interior, la mencionada
construcción del socialismo hubiera resultado imposible.
La era soviética fue una guerra de los comunistas y de
los chekistas contra su propio pueblo, tratado a todos los efectos
como si el antiguo Imperio ruso fuera un país conquistado
y condenado a la esclavitud.
¿Cómo y por qué fue posible una aberración
tan terrible y tan larga? Rayfield ofrece argumentos conocidos.
El cómo consistió en la sólida implantación
de los fundamentos del totalitarismo mediante la eliminación
de todo vestigio de libertad individual y de autonomía
para cualquier instancia política, cultural, social o económica
al margen del partido. A esto los comunistas añadieron
una permanente presión terrorista sobre una población
indefensa y manipulada por una propaganda sin límites.
La presión terrorista se desencadenaba en oleadas y campañas
periódicas con diferentes pretextos, para que nadie olvidara
que su vida pertenecía al partido y a Stalin, en definitiva.
El porqué de esta situación también resulta
familiar: Stalin fue quién se atrajo la confianza de la
nomklatura del partido, que él manejaba como Secretario
General y se benefició de la credulidad y la ignorancia
de la generación nacida tras el golpe de 1917, la cual
carecía de otros referentes y valores salvo los del partido.
Esta generación dio mayoritariamente por buena la ferocidad
y la paranoia de Stalin. Lo hizo a fin de sobrevivir al terror,
pero también para alcanzar el paraíso comunista,
cuya significación más concreta acabó siendo
la consecución de la hegemonía mundial de la URSS,
ya que Stalin acabó entregado a los valores del nacionalismo
gran ruso. Lo que, en todo caso, describe Rayfield muy bien es
la psicología generada por las sucesivas campañas
de exterminio y remodelación social. ³La población
-dice- intentaba sobrellevar cada una de las crisis como si se
tratara de un suceso horrible pero definitivo, tras el cual se
restituirían la paz y la estabilidad² (p.- 335).
Hubo, sin embargo, cosas que Rayfield considera inexplicables,
como la increíblemente servil y completamente abyecta conducta
que los miembros de la ³vieja guardia bolchevique²,
especialmente Bujarin, siguieron durante las farsas judiciales
que se sucedieron entre 1934, tras el asesinato de Kirov, jefe
comunista de Leningrado y criatura de Stalin, y 1939, cuando Beria
fue colocado al frente de la policía política. Aquellos
juicios siguieron al genocidio contra el campesinado que supuso
la colectivización del campo, entre 1929 y 1932, y el Gran
Terror estalinista que los rodeó, organizado por el antecesor
de Beria, Yezhov, afectó a uno de cada diez varones soviéticos,
especialmente profesionales y trabajadores cualificados de las
grandes ciudades. En medio de esa marea de muerte y exterminio,
³los Viejos Bolcheviques² escribieron a Stalin, casi
sin excepción, cartas de veneración y adulación
rastrera, así como de sometimiento incondicional al Partido.
Lo hicieron mientras se veían forzados a confesar conspiraciones
absurdas y crímenes gravísimos que convertían
la propia revolución bolchevique en una farsa delirante,
y mientras experimentaron también en sus carnes lo que
era tener a la familia, a los amigos y a los colaboradores convertidos
en rehenes, bajo amenaza de muerte. Un método, este de
los rehenes, inaugurado por Lenin y Trotski durante la Guerra
civil, que al final atribuló también a la ³vanguardia
del proletariado², por iniciativa de su ³amado camarada
Stalin², al cual suplicaban piedad en vano, ya que fue él
(junto con otro personaje destacado de la galería de verdugos,
el fiscal general Vishinski) quien organizó al detalle
las farsas judiciales.
Pues bien, puede que precisamente esa abyección sea la
mejor pista para imaginar la clave del poder de Stalin. Este no
sólo colectivizó la agricultura, también
se apropió de las conciencias, lo que le convirtió
en dios de la URSS. Asumió este papel porque él,
todavía mejor que Lenin, fue capaz de mirar de frente el
fiasco del comunismo y, lejos de rendirse, estuvo dispuesto a
seguir adelante, del brazo de la mentira y del crimen, hasta donde
hiciera falta. Esta determinación diabólica fue
la que engendró el sometimiento vil de quienes estaban
dispuestos a mentir tanto como él, pero se hacían
ilusiones sobre las posibilidades del sistema y carecían,
además, de la personalidad del georgiano: Su pavorosa frialdad,
suspicacia, espíritu vengativo, capacidad de mentir y voluntad
de destrucción implacable, revestida de un aire, calmado,
socarrón y ³razonador². Si a esto añadimos
que era un gran trabajador y retenía y clasificaba mentalmente
grandes cantidades de información sobre los más
variados temas, el misterio de la divinidad luciferina de Stalin
se aclara bastante. El ³culto a la personalidad², que
denunció Jrushchev, consistió así en que
los esclavos al igual que los capataces entregaron su conciencia,
es decir, su responsabilidad moral, a Stalin a cambio de mentiras,
por lo que éste devino su amo y señor. ¿Quién
puede asombrarse de que él dispusiera de la libertad personal
y de la vida de quienes le pertenecían absolutamente?
Rayfield muestra, entre otras muchas cosas, lo extremadamente
útil que le resultó a Stalin la cobertura de la
izquierda occidental y, en particular, de los intelectuales para
presentar como magnas realizaciones del socialismo lo que eran
exterminios en masa y fracasos económicos monumentales.
Ocurrió así con la colectivización que, al
contrario del Holocausto, sigue ausente de la conciencia del mundo
como ejemplo de una de las peores catástrofes humanas y
económicas de todos los tiempos. También fue muy
útil la ayuda de la intelectualidad progresista, los Malraux,
Wells, Shaw y otros distinguidos nombres de la cultura occidental,
para facilitar la censura, la manipulación y la humillación
permanente de los intelectuales nativos que no habían podido
o querido escapar de Rusia. No es que los engañaron, es
que no quisieron ver y prefirieron la adulación, la propaganda
y las tiradas millonarias de sus libros por el poder soviético.
Resulta demoledor a este respecto el caso de Gorki. Gorki fue
crítico de Lenin y de los ³excesos² de la revolución.
Optó por vivir largos años exiliado en Italia (Capri).
Pero ansioso de una fama y reconocimiento mayor y más fácil,
se dejó persuadir y manipular por Yagoda, jefe de la NKVD,
y volvió a Rusia en plena colectivización. Entonces
se convirtió en intelectual estrella del estalinismo, dispuesto
a cantar incluso las hazañas de ³reinserción
social² que lograba el Gulag bajo el mando de su amigo Yagoda.
La muerte del escritor, tal vez envenenado, sirvió de pretexto
a Stalin para deshacerse del jefe de su policía política,
al que achacó el crimen, del que siempre sospechó
por una antigua relación con Bujarin, pero sobre todo porque
le encontraba ³tibio² y ³descuidado² ¡tras
la hecatombe de la colectivización!
Por último, un ³detalle² verdaderamente terrible
que muestra el estrecho parentesco del comunismo con el nazismo.
³En 1937, poco antes de que lo hiciera Hitler, el NKVD de
Stalin [bajo responsabilidad todavía de Yagoda] optó
por el gas como medio de ejecución masiva. Camiones en
los que se leía ³Pan² circulaban por Moscú
al tiempo que bombeaban gases en el compartimento trasero donde
los presos yacían desnudos, atados los unos a los otros,
hasta que su cargamento estaba listo para las fosas donde los
enterraban² (p.- 356).
Rayfield encuentra poco alentador el modo en que el grueso de
la ciudadanía rusa se enfrenta a su pasado comunista. La
duración del período, el nacionalismo en el que
el propio Stalin se refugió, la victoria de la URSS en
la Segunda Guerra mundial alimentan una actitud ecléctica
entre la vieja Rusia y el comunismo. Predomina sobre todo la inseguridad
y el escepticismo. La momia de Lenin continúa por tanto
en la Plaza Roja. Esa permanencia es el mejor símbolo de
las dificultades de los rusos para ajustar plenamente cuentas
con su pasado. Por cierto, ¿dónde será instalada
la momia de Fidel Castro?
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