Por
Inmaculada Calvente
Un
día u otro, cada hombre necesita trasladarse a los recuerdos
de la infancia más remota. Allí se hallan los
recuerdos conscientes y asumidos con los que cada uno ha construido
su personalidad. También están los otros, aquellos
recuerdos que nuestra conciencia decidió borrar por alguna
razón oculta y misteriosa.
Mis recuerdos conscientes remiten a lo que soy. Soy Andalucía
en la luz cruda del calor del verano, una identidad enarbolada
con orgullo. Los otros han aflorado de un pasado irrecuperable
con el pretexto más inesperado: la canción Angelitos
negros de Antonio Machín. Un recuerdo con el que deletrear
mucho presente.
Decidí viajar a Cuba por razones humanitarias y políticas.
Esa era la razón consciente, una identidad política
forjada con retazos de historias contadas por el abuelo cuyo
compromiso con la vida no hubiera disculpado otra actitud política:
una oposición ideológica tenaz frente a las prerrogativas
de las derechas y del capitalismo.
Sin embargo, no conseguía explicar por qué me
sigue conmoviendo y me emociona todo lo que se relaciona con
Cuba. Cuando oí Angelitos negros, mi memoria dio un salto
hacia atrás y me encontré de nuevo en mi primera
casa bailando delante del tocadiscos, que se agitaba al
son de la eterna canción, que tenía ya entonces
el don de evocar otros recuerdos. Los de una anciana cubana
que rescataba del olvido los dulces años de la primera
infancia en un paraíso tropical que ninguna baza política
había convertido aún en un escenario de enfrentamiento.
Luego, mucho después llegó Fidel y entonces todo
se enredó. Luego salí de aquella casa y todo se
perdió. Hasta hoy. Porque hoy he rizado el rizo.
Primero pensé que me había defraudado todo lo
que en Cuba había visto y experimentado. Tuve la sensación
de vivir los últimos coletazos de una civilización
al borde del abismo. Tuve la certidumbre de que la invasión
capitalista salvaje en una sociedad marcada por los conceptos
del socialismo no resistiría la embestida del rey dólar.
Eran sentimientos tremendamente paradójicos y duales.
Emmanuelle y yo llegamos a Cuba como dos trapecistas que se
lanzan al vacío sin red. Traíamos la imagen que
nos habíamos construido a través de los medios
de comunicación. Y el encontronazo con la realidad fue
brutal. Nadie me había advertido que treinta años
de comunismo suponían aceras levantadas por las raíces
de los árboles desconcertados, casas en ruinas desconchadas
por los cuatro costados, casas sin baño y desprovistas
de las comodidades básicas que forman nuestro cotidiano.
La casa de Olga, donde nos alojábamos, era una caricatura
de esa realidad. En el patio había un enganche de agua
y un chorro bajo el cual nos lavábamos el pelo. La Habana
se me antojó como una ciudad sitiada en la que los habitantes
apenas sobreviven con lo que produce la ciudad, desde los vertederos
de basura hasta los dólares de los turistas.
El primero de enero de 1997 la Isla alcanzó su primer
millón de turistas con los bolsillos repletos de dólares.
La segunda revolución cubana debería llamarse
turismo o lucha por el dólar. La búsqueda desesperada
del turista posesor de dólares se ha convertido en el
primer deporte nacional postergando el béisbol en el
segundo lugar.
Se lucha por el dólar de muchas maneras. El que tiene
familia en Europa o los Estados Unidos recibe de tarde en tarde
un girito con el que seguir tirando. El que tiene coche se convierte
en taxista particular con el que hay que regatear el precio
en dólar, cómo no, de la carrera. El que no, sirve
de intermediario entre el cliente y el taxista a cambio de una
comisión por colocación del cliente. El que cocina
y tiene un localito bien situado monta un paladar, el que menos
acoge a un turista en su casa. Y todo esto de forma más
o menos ilegal, ya que la ley cambia a diario.
Aunque
desde 1994 la detención de dólares ya no constituye
un delito, el ejercicio de una profesión con fines lucrativos
sigue totalmente prohibido. Por consiguiente, casi todos los
habaneros salen a la calle a luchar para conseguir la imprescindible
divisa que facilitará el suplemento indispensable de
alimento que nunca se ofrece en las bodegas o tiendas estatales,
y que por lo tanto es imposible comprar con la libreta.
La necesidad es una de las grandes palabras del vocabulario
de los cubanos. Algunos lo disculpan todo invocando la necesidad
inclusive de que las niñas salgan desde los trece años
a la calle en busca del turista que las alimentará y
obsequiará durante el tiempo que dure su estancia en
este renovado paraíso tropical. Me conmovió tener
la prostitución como acompañante constante. Era
la compañera fiel de cualquier salida.
Y me rebelé ante mí misma cuando me di cuenta
de que yo también me había acostumbrado a la presencia
de los "jineteros" y las "jineteras" como
un elemento más de la oferta turística. Me desconcierta
que todos estos cubanos se hayan olvidado de una de las primeras
lecciones de la revolución: el derecho de cada hombre
a su propia dignidad. Me desconcierta y a la vez consigo entender
el desprecio que sienten hacia los turistas. Al fin y al cabo
si se considera la ley del mercado, la demanda turística
es la que crea la oferta. De ahí a que se comentan todo
tipo de timos con el turista desprevenido sólo hay un
paso.
Llegué a Cuba dispuesta a ayudar, por lo que no consentí
en ningún momento que me tomaran el pelo. Iba cargada
con todo tipo de productos que no se encuentran en la Isla y
con dinero para comprar medicinas. Pero no tenía la menor
idea de aquello con lo que me iba a encontrar. Una mañana
salí con
la china, una vecina del barrio, enfermera, para invertir el
dinero que había recaudado en París cerca de mis
alumnos y allegados. Tuve que soportar las presiones de Olga
que pretendía que me comunicara con una prima suya directora
de algún hospital pediátrico. Olga afirmaba que
la china se iba a quedar con las medicinas para venderlas en
la calle. Tuve que enfrentarme con mis propias dudas y mi responsabilidad
moral para con las personas que habían confiado en mí.
Decidí seguir mi instinto y confiar en Gisela. De modo
que salimos rumbo al consultorio del barrio para hablar con
el médico y tener, al menos yo, una idea de lo que allí
se necesitaba. De todo, desde el desinfectante hasta la ropa
de cama. Me encontré con una de esas ocasiones en las
que la realidad supera con creces la imaginación. La
imagen del consultorio queda estampillada en mi memoria sin
necesidad de palabras para describirla, ni fotografías
para reproducirla. Salimos de allí con una lista de medicinas
y nos mareamos buscando las farmacias privadas de La Habana,
donde a cambio de dólares se pueden comprar medicinas
importadas.
Cumplí con lo que me había propuesto a sabiendas
de que ese pequeño don tan sólo fue una gotita
de agua dulce en el océano, a sabiendas de que quizás
me habían engañado, aunque eso prefiero ignorarlo.
La Habana era un hervidero para quienes como nosotras salíamos
amparadas en nuestra propia ilusión. Me habían
dicho que los cubanos, a pesar de las necesidades y de las privaciones,
eran alegres y felices. Es mentira. Los cubanos están
tristes. Su mirada es la mirada más triste que he conocido.
Están desesperados. Y su desesperación me duele.
Vi en los ojos de Daniel toda la tristeza contenida en el alma
de Cuba, toda la dignidad de un pueblo que se ha quedado sin
el derecho a vivir dignamente. Vi a Daniel animarse, cantar
y bailar para divertir a un público de turistas ignorantes
y despreocupados. Y vi en su rostro feo toda la sonrisa y la
belleza de Cuba. Y creo que entonces fue cuando entendí.
De Cuba he recibido el regalo de sus gentes. Un don. Aquella
noche, cuando Daniel terminó su actuación apagaron
las luces y todos se marcharon excepto Daniel, Ricardito y yo.
Vino la descarga al son de los boleros, y como algo remoto,
el eco de las tumbadoras. Un tam-tam monótono y rítmico
que en su monotonía acompasó las voces quedamente.
Me sentí feliz porque aquello tan hermoso me lo estaban
regalando a mí. Porque la voz que surge de lo más
hondo de las entrañas es la única verdad. Una
verdad universal que hermana a todos los hombres en el llanto
y el dolor. Cuba es el dolor de todo un pueblo. Un dolor incomprensible
en el alma y en la carne. El llanto del hambre que procura engañar
el ansia de libertad.