Por
Jorge
Olivera Castillo
Antes
de salir reza un padre nuestro y tres ave marías.
La misión lo requiere. Sus pies callosos, apenas
cubiertos por unos tenis agujereados por el tiempo, le
guían hacia el escenario de guerra.
A pesar de la experiencia y el valor demostrado en cada
enfrentamiento, el temor corre por sus venas reduciendo
el ritmo de la caminata. Conoce de antemano que al final
será derrotado como de costumbre, pero tiene que
ir. Debe darle la cara a un enemigo que puede matar con
armas que despedazan la paciencia y estrangulan la estabilidad
emocional.
Sólo le separan diez pasos del lugar y mira al
cielo en busca del aliento que necesitará para
una lucha sin cuartel.
De entre la agotadora jornada bélica sacar el mayor
provecho es su meta. La mejor opción ante la desventaja
de la vejez y el escaso parque de municiones.
La guarida está justamente en la calle San Rafael
y Gervasio, tiene dos entradas y es al aire libre.
Entra y recibe la primera descarga: carne de cerdo a 25
pesos la libra, dice el anuncio caligrafiado con pulso
de kindergarden y ortografía que pone en dudas
el origen porcino de las muestras.
Observa los perniles suspendidos en ganchos y a pesar
de las moscas siente el deseo de devorar un pedazo, tal
y como lo hizo la noche anterior un león -en el
programa Tercer Planeta- con una cebra.
En un breve recorrido visual se topa un par de ejes adormecidos
a los lados de una cabeza. Y la acaricia levemente: ¨Señora,
no me toque la mercancía, deme 50 pesos y es toda
suya¨, le requiere el rudo vendedor posado junto a
la inerme sección porcina, una de las partes más
codiciadas de esos ejemplares tanto por el precio como
por su utilidad en la rupestre cocina del período
especial.
No obstante nada puede hacer, su capital alcanza una cifra
intrascendente: un billete de 5 pesos, l0 de a uno y un
puñado de monedas que logran elevar el monte a
20 pesos.
Es fin de mes y de las 6 libras de arroz que le tocan
por la cartilla de racionamiento queda a mucho buscar
el recuerdo.
Gracias a la vecina pudo llenar el vacío con una
oportuna transferencia -que al margen de las estrategias
reductoras en el arte de apaciguar los jugos gástricos-
resultaron insuficientes para evitar la compra adicional.
Desenfunda su calibre 20 y efectúa 7 disparos de
un peso, de inmediato obtiene su presa: 2 libras de arroz,
lo imprescindible en la escarpada pendiente de la supervivencia
que miles de cubanos afrontan semana tras semana.
Continúa el recorrido y ahí está
el aguacate, tan cerca de la vista y tan lejos del bolsillo,
justa definición a cuenta de los 15 pesos que expresan
su valor.
A la derecha le acompaña el plátano burro,
antes a 0,50 centavos cada uno, ahora al doble. Dos hervidos
saborizados con sal bastan para garantizar el almuerzo,
demasiado triste con el arroz a capella.
Naranja a peso, pregona un joven desde una tarima coloreada
al extremo con tierra rojiza. Acude rápido y paga
por una con el pensamiento puesto en un vaso con jugo
o tal vez dos o tres logrados a través de un indiscriminado
bautizo con agua: ¨Hay que economizar -reflexiona-
faltan cuatro días para que repartan la cuota de
la bodega, si no fuera por eso estaría muerta¨,
piensa momentos antes de batirse en retirada.
Siente el peso de la derrota, pero ese no es un asunto
que le preocupe, dentro de poco cuando las circunstancias
se lo permitan tendrá que volver a la batalla.
Ya venció el día de hoy desde su perspectiva
ahogada en la miseria. Vive y eso es un milagro, cree
en Dios por convicción y afirma que el todopoderoso
le de para fortaleza espiritual y confianza en el destino.
A sus 67 años de nacida, Elisa Manrique se crece
en un medio hostil. Por fortuna aún conserva lucidez
mental y una apariencia física comparativamente
normal, algo que innumerables de sus contemporáneas
no han podido materializar.
Sin advertirle, una frase escrita en un cartel situado
a la entrada del agromercado echa por tierra sus esperanzas
de redención.
Para disgusto de muchos, según el mensaje: El socialismo
es irrevocable.