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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
Hoy con Cuba y mañana contra Cuba

Por Fabio Murrieta

La extraña tesis del pesimismo y de la apatía históricamente manifiesta del pueblo cubano por la actividad democrática, debida a un incomprensible espíritu de sumisión, corre al parejo de otra, no menos inexplicable, que de repente lo convierte en horda de guerreros invencibles y en bastión universal de la esperanza, que aún desata tiernos lances de emoción en viejos izquierdistas que proclaman la grandeza de la revolución.

La experiencia que en cuanto a respaldos o críticas ha visto desfilar Cuba ante ella en la segunda mitad del siglo ha sido muy diversa, aunque siempre de manera irracional o apasionada. Desde la afinidad incondicional que siempre despierta el carácter del cubano, hasta la neurosis y el terror cuando en los sesenta el país se convirtió, durante la crisis de los misiles, en amenaza y juez de la humanidad. De Cuba se ha hablado mucho y todavía se sigue hablando, se puede estar a favor o en contra, pero lo que casi nadie consigue es permanecer al margen.

Y es en medio del debate donde aparecen todo tipo de posiciones, desde las más crédulas, hasta las especulativas. La solidaridad puede ser, en el sentido romántico del término, una de las formas más bellas y exactas de expresar el amor al prójimo; incluso del Amor, en toda la extensión de la palabra. Pero una cosa es la reacción sincera y espontánea ante el sufrimiento o la penuria ajena, y otra muy distinta intentar sacar provecho a cuenta del dolor que no se padece o que no se conoce. Porque no se me ocurre otra cosa que recompensa es lo que buscan quienes depositan ciegamente su fe en la política de un gobierno, haciendo caso omiso a los deseos de un pueblo. El gusto particular que encuentran proyectando la morriña en otro sitio, el extraño y por más de una razón sospechoso placer de sentirse sometidos por la figura del actual gobernante cubano, sólo tendría explicación como el producto de una cada vez más débil e inoperante fantasía insurrecta, que en algún momento pudo dárselas de progresista.

La historia, en materia de adhesiones de este tipo, aconseja medida, prudencia, y una buena dosis de escepticismo, si al final del camino no queremos terminar siendo inconsecuentes. Advertía Víctor Hugo el siglo pasado, en Napoleón el Pequeño, una de sus más atrevidas, aunque casi siempre injustamente olvidada novela, esa dudosa peculiaridad—más bien desgracia, diría yo—, del mundo moderno, de ir a fijarse siempre en una nación para tomarla como a un faro en la oscuridad, y representar simbólicamente en ella los muchas veces inalcanzables grandes anhelos sociales, en desdichada y penosa transferencia de responsabilidades para el país en cuestión, y en riesgo de la niebla que esa actitud podía generar, distorsionando la opinión pública, y ayudando en última instancia a que se prolongara un estado indeseado de realidades, como de hecho le sucede hoy al pueblo de Cuba.

La sensibilidad del español hacia Iberoamérica es respetable, y en el caso particular de Cuba siempre ha sido un fenómeno social de relieve sicológico y afectivo impresionante. Sentimiento auténtico, individual o colectivo, que tiene sus raíces en los lazos de expansión familiar, cultural y lingüística. De ahí que toda señal, toda muestra de amparo, o simplemente de comprensión, aún cuando muchas veces el destino de las ayudas materiales sea dudoso, el pueblo las agradece porque le reportan el alivio de saber que no está solo. Pero hay que saber distinguir entre esa actitud espontánea de la mayoría del pueblo español, y la de los que intentan hacer política y propaganda de la solidaridad con Cuba, no dejando que el mundo se entere de una vez y por sí mismo de lo que acontece en la Isla. Gente así hace mucho daño en Cuba, y fuera de ella también. En todas partes son iguales. Casi siempre, los delata su intolerancia.

Es cierto que en sus inicios la revolución cubana fue un hecho conmovedor, necesario, y hasta deseado por los cubanos, ante la imposibilidad de continuar soportando los desmanes y crímenes de un aborrecible tirano. Pero nunca constituyó la obra y gracia de un solo hombre. Hasta 1959, las condiciones subjetivas para el estallido de la rebelión social estaban dadas, y a falta de uno había cuando menos tres, o quizás hasta cuatro líderes reconocidos como capaces de convertirse en los estrategas políticos del proceso. Si bien por una parte hubo un cúmulo de circunstancias que llevaron a un solo hombre a conducir la fase final de la revolución, y a establecerse como referente único de autoridad popular, hay otra serie de actitudes y de hechos que a todos los efectos lo convierten después, penosamente, en uno más en el poder.

A lo largo de los años, el ritmo coercitivo y la supresión de diversas libertades creció gradualmente bajo el pretexto de una regulación forzosa del país ante lo que inesperadamente debió ser la nueva máxima; la construcción del socialismo (y digo nueva porque el giro marxista de la revolución, democrático burguesa por sus orígenes, fue algo así como un desayuno sin leche para todo el pueblo). La militarización de las estructuras económicas, sociales, e incluso culturales, con la consecuente imposición de la violencia y la represión en todos los órdenes de vida, degeneró en un intento no ya por impulsar lo que en su momento fue una revolución, es decir, un estado positivo y consensuado de grandes transformaciones, sino por proteger los intereses y ansias inaguantables de poder de quienes subieron a Sierra Maestra y luego se establecieron en ilegítimo contubernio, valga la posible redundancia, en la sagrada familia que es hoy la dirección del gobierno cubano.

En estos momentos podría afirmarse que ninguno de los legendarios planes de la revolución queda en pie, y no precisamente por el bloqueo estadounidense o la amenaza imperialista. El descenso en los niveles de atención médica y en la educación, dos de los símbolos de antaño, queda como indicio de una situación crítica generalizada que el régimen es ya incapaz de resolver, a pesar de las astutas medidas liberalizadoras y a cuentagotas aprobadas en los últimos diez años, para garantizar la supervivencia del elevado estatus de las clases asociadas al poder y a las estructuras del partido comunista, únicas verdaderamente beneficiadas de la situación, y en ocasiones del movimiento de solidaridad internacional de la última década.

El verdadero bloqueo que padece Cuba hoy—el otro, más pretexto para usura que realidad— es fundamentalmente interno y de carácter político, siendo en cualquier momento más probable una confrontación civil antes que una agresión norteamericana, pues la proliferación de numerosos grupos opositores, entre los mismos militares, entre dirigentes de las altas esferas gubernamentales, o la multiplicación de partidos y asociaciones independientes sin programas concretos, hace prever una hipotética transición turbulenta en caso de producirse. Eso, sin contar el difícil diálogo que se avecina con el exilio: veinte de cada cien cubanos están hoy obligados a vivir fuera de su país de manera totalmente involuntaria. Actualmente, Cuba vive entre el temor impuesto por la represión policial, y la mirada horrorizada a su historia reciente, llena de seres ahogados intentando alcanzar la costa más próxima, de familias separadas, de cárceles repletas de presos por razones políticas, y de gente que vive amenazada o castigada por el único delito de pensar diferente o expresarse con libertad.

Por todo ello, nada me molesta tanto como el si pero... que a flor de labios constantemente asoma en los malintencionados, o en los ingenuos (siempre los peores, como alguien dijo), dispuestos ante el menor movimiento a sacar a relucir elementos y cifras comparativas que supuestamente los cubanos ignoran, y que según ellos demuestran la vigencia de la revolución y justifican la política del arbitrio de su gobernante.

Es cierto que el oportunismo ideológico es un viejo mal de la humanidad y que contra él nada se puede, más que denunciarlo, pero sucede que mientras algunos enarbolan sus banderas de entusiasmo y alimentan como aves de carroña la nostalgia propia en la esperanza deshecha de los demás, en Cuba se prolonga la agonía.


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