Por
Emilio Suri Quesada
Todavía,
muchos años después, me impresiona la mirada de
incredulidad de Nicolae Ceaucescu en el momento en que, por primera
vez, tras decenas de años en el poder, la multitud que
está acostumbrado a dominar como si fuesen un rebaño,
no le obedece.
La
gente que está en la plaza, delante del Comité Central
del Partido, el lugar que en infinidad de ocasiones le ha servido
para comprobar el poder que ejerce sobre todos, está a
punto de estallar. Es 22 de diciembre de 1989 y si estabas allí
podías ver cómo los ojos de los congregados tenían
algo de la frialdad de los peces cuando llevan horas fuera del
agua. La calma que lo envuelve todo le da al ambiente un aire
gelatinoso. Desde el balcón, El Conducator no puede dar
crédito a lo que ve. Abajo,
la multitud por la que él, su mujer, sus hijos y sus parientes
han sacrificado la vida para convertirlos en habitantes de un
estado multilateralmente desarrollado, dan la impresión
de haberse transformado en descomunal mole que de un momento a
otro puede convertirse en lápida.
Ahí están los que creen en él y todavía
le apoyan, los pusilánimes, los temerosos, los cobardes,
los infiltrados, los delatores, los militantes, los oportunistas,
los indiferentes, los que solo les importa aplaudir a quien les
da de comer, los que dan vivas cuando la mayoría da vivas,
los peleles de siempre, en fin, la masa.
Nicolae
Ceaucescu, el líder, el camarada Conducator, el primer
secretario del Comité Central del Partido, el jefe supremo
de las fuerzas armadas, el dueño y controlador de la vida
y muerte de todo el país no puede comprender, ni creer,
ni imaginar que el pueblo que él ha conducido victorioso
hasta la Época de Oro haya dejado de aplaudirlo, de vitorearlo,
de mirarlo y de seguirlo. Es como si alguien hubiese, de golpe,
descorrido el manto de miedo que siempre, como hechizándola,
envolvía a la multitud.
Había
que encontrar al traidor, mostrárselo al pueblo y darle
un ejemplar castigo para que a nadie, por los siglos de los siglos,
se le ocurriera hacer lo mismo. El jefe necesitaba con urgencia
tiempo para que sus allegados le pusieran delante la cabeza del
atrevido en bandeja de plata. Pero a su lado, está vez,
nadie moverá un dedo. Su tiempo acababa de extinguirse.
La Era Ceaucescu estaba dando los últimos coletazos.
Y
para que los estudiosos de las masas y de los dictadores se rompan
mañana la cabeza buscándole explicación a
los hechos, es como si, simplemente un no aplauso y un silencio
comprimido, sirvieran como detonante para el estallido que marcaría
el viaje hacía la nada de la familia Ceaucescu.
Tantos
años de dictadura y represión sórdida en
donde de cada tres habitantes uno era delator oficial; el otro,
chivato aficionado y el tercero, aterrorizado, hablaba lo que
sabía y lo que no lo inventaba; tantos inviernos en donde
los hijos de vecinos del país tenían que dormir
con la ropa de calle puesta para no congelarse, tantos años
de hambruna, contrabando, corrupción; tantos quinquenios
de planes económicos incumplidos; tantos años de
megalomanía del tirano y los suyos, tantos suicidios silenciados,
tanto odio, tanta frustración, tanta simulación,
tanto temor y tanta miseria acababa de estallar delante del dictador
sin que su temida Seguridad pudiese mover un dedo para impedirlo.
El
desespero y la impotencia de Ceaucescu crece, al igual que la
ira en los ojos de su mujer, cuando los mismos que hasta hacía
unas horas se degradaban como seres humanos al adularlo comienzan
a gritarle: ¡jos, Jos, Jos JOS! con la misma vehemencia
que antes lo vitoreaban.
El
hilo del poder acababa de romperse con una facilidad que nadie
esperaba. Los tanques salen a la calle pero no se atreven a disparar.
Como siempre, los jóvenes son los que pagan con su vida.
Los viejos camajanes comienzan a hacer pactos de silencio con
el nuevo poder: yo no digo de ti, tú no dices de mi. Yo
no hice nada malo, ni tú, tampoco. La culpa de todo la
tiene Ceaucescu. Hay que impedir que diga lo que sabe de todos
nosotros. Hay que silenciarlo. Y como es navidad: ¡a bailar
a bailar con la Sinfónica Nacional. Así de simple
es la formula.
Ese
22 de diciembre el mundo entero y en especial los europeos amantes
de las emociones fuertes podían seguir desde casa, frente
al televisor y con su vinito de navidad la cacería de Ceaucescu
y su mujer.
Aquel
día los que estaban en la plaza, frente al Comité
Central vieron por última vez la figura de Ceaucescu asomada
al balcón y después sintieron los motores de un
helicóptero que, poco a poco, fue ganando altura y lo llevó
hasta la casa que tenía en Snagov, muy cerca de donde está
enterrado Drácula.
Todavía
me parece escuchar al piloto cuando me contó cómo
había dejado abierta la comunicación del aparato
para que todos los que tenían que saberlo en tierra supieran
por dónde iban y hacia dónde se dirigían.
En su momento me impresionó su testimonio y, años
más tarde, me llené de interrogante cuando supe
que había muerto pocos después en misteriosas circunstancias.
Justo
al año de la llamada revolución rumana, reconstruí,
in situ, los últimos tres días de Ceaucescu y me
resultó llamativo de que ninguno de los numerosos testigos
pudiera precisarme en manos de quienes fueron a parar las valijas
que recogieron en Snagov en donde se afirma que había una
llena de dinero en divisas y joyas. Tampoco
nadie es capaz de precisar qué países vecinos o
lejanos estaban detrás de aquellos hechos.
En
1989, uno estaba en plena forma periodística y por un buen
reportaje era capaz de jugarse el tipo. También era tan
ingenuo o idiota que pensaba que, en Cuba, todavía quedaba
espacio para, entre líneas, jugar a hacer un periodismo
decoroso. Periodismo Aspirina, le llamamos unos pocos, porque
servía para aliviar el dolor de cabeza que vivían
a diario los lectores.
Aquel
primer invierno sin Ceaucescu llegué a Rumania y más
de un rumano, amparado bajo los efectos de la euforia y con la
creencia de que con la muerte del tirano todo cambiara de golpe,
me preguntó si había ido a probar lo que se siente
cuando un país acaba de librarse de un dictador. Nunca
supe si aquello fue un cumplido o una provocación.
Llamaba
la atención ver como muchos de los que hasta hacia sólo
unos meses eran furibundos admiradores del Conducator y comunistas
acérrimos eran, ahora, los grandes defensores del capitalismo.
Daba cólera saber que muchos de los integrantes de la policía
política, con las divisas robadas, eran propietarios de
unas firmas comerciales denominadas SRL (Sociedad de Responsabilidad
Limitada) y exhibían en los escaparates de sus negocios
una ensaladas de artículos que evidenciaban a las claras
que el socialismo también le mataba el buen gusto a las
personas y de que Rumania, sin lugar a dudas, era La Puerta de
Oriente.
Los
rumanos, embobados, como niños ante un escaparate de juguetes,
miraban la extraña mezcla de productos de todo a cien.
Allí estaban los encendedores, las bragas de colores chillones,
las cafeteras, los cigarrillos, las coca-colas, los condones,
los radios transistores, las cuchillas de afeitar, los dulces
de fabricación casera, los güisquis de etiqueta dudosa
y todo lo que uno pudiera imaginar. Eso a nivel de barrio y, en
ese tiempo, todo Bucarest parecía un barrio enorme de edificios
grises, gitanos de un lado para otro, con olor en las esquinas
a carne asada a la parrilla, aguardiente y orines de cerveza tomada
con las prisas de quien tiene una vieja sed por olvidar el pasado.
Todavía faltaban meses para que los kioscos sacaran a la
venta los desodorante FA que tanto necesitaban quienes viajaban
a diario en el metro.
Tuve
suerte en aquel viaje y fui el primer periodista cubano a quien
el entonces primer ministro Petre Roman le concediera una entrevista.
A partir de aquello me di a la tarea de cazar los testimonios
de quienes, personalmente, participaron en la muerte del matrimonio
Ceaucescu: los pilotos, el personal que trabajaban en Snagov,
los chóferes de los Dacias que los dejaron varados, alguna
de la gente de las aldeas por donde pasaron y hasta el propio
Gelu Voicán, un hombre de hablar pausado y mirada penetrante
que, sin perder el aplomo me contó que en el fusilamiento
fueron muchas las armas que dispararon contra el cuerpo del dictador
y su mujer. Si alguien se hubiera dado a la tarea de pesar los
cuerpo antes y después del linchamiento hubiera podido
comprobar que tenían en el interior varios kilogramos de
plomo.
-Que
la tierra les sea leve- recordaba Gelu Voicán haber dicho
cuando las primeras paletadas de tierra comenzaron a caer sobre
los cuerpos.
De aquella sustanciosa entrevista en donde me contó con
pelos y señales su versión de los hechos, lo que
más me ha quedado fue la manera en que me despidió:
-Suerte
–dijo y agregó sonriendo con picardía-. ¿Y
usted cree que en su país le van a publicar esto?
Al
llegar a Cuba le entregué con premura mis trabajos al director
del periódico. Sabía que había logrado un
material casi más duro que los reportajes hechos sobre
la guerra de Nicaragua. Incluso, pensé que ese año
también ganaría un premio en el concurso que todos
los años convocaba la Unión de Periodistas de Cuba.
El director no escatimó elogios, pero cuando lo apremié
para publicarlos, me dijo que había tenido que mandarlos
a revisar a la dirección del Partido.
Con
mi impaciencia habitual fui donde Carlos Aldana, a la sazón
responsable ideológico del comité central Partido
y tras felicitarme, se acarició el bigote y me sugirió
que era mejor colocar la entrevista de Roman en la agencia de
noticias Prensa Latina porque Cuba le debía un dinero a
Rumania y no era conveniente publicarlo en un órgano nacional
y porque, además, el entrevistado, sugería que Cuba
se abriera a los cambios que se estaban operando en el mundo.
-¿Y
los tres últimos días de Ceaucescu?- ataqué.
Aldana,
se levantó de su sillón, rodeó la mesa y
en un tono paternalista me puso la mano en el hombro y dijo:
-Tranquilo,
ese trabajo está en manos del Comandante en Jefe. Según
tenga una respuesta te llamo al periódico.
Una
semana más tarde, el director del periódico me comunicó:
-Dice
Aldana que Fidel y Raúl se leyeron el trabajo.
-De acuerdo, pero yo no escribo sólo para ellos –le respondí
a medio camino entre la seriedad y la broma.
El
director se acomodó sus gafas de montura de plástico
y creí percibir como, al igual que en otras ocasiones en
que le soltaba comentarios irreverentes, me hacía señas
con el dedo índice avisándome que su oficina podía
estar pinchada.
-Les
gustó lo que hiciste, pero han decidido que no se publique.
-Pero,
coño, si Fidel no podía ver ni en pintura a Ceaucescu
–repliqué.
-El
problema no es ese. Es que dicen que aquí hay mucho loco
suelto y nunca se sabe lo que puede ocurrírseles.
Salimos
de la redacción y ya en su coche, relajado o sintiéndose
más en su territorio, me aconsejó:
-Prepara
algo sobre Drácula.
-No
te parece que ya bastante nos chupan la sangre para seguir haciendo
la historia de un vampiro –lo provoqué y se limitó
a mirarme de reojo y a esbozar una sonrisa-. Loco, juega con la
cadena, pero nunca con el mono.
Esos,
como otros muchos trabajos, me fueron censurados. Tronaron al
director y trajeron a otro que convirtió el periódico
en una escalera por donde trepó hasta colocarse como embajador
del castrismo en las Naciones Unidas. Se terminó el Periodismo
Aspirina.
Todo
lo anterior hubiera quedado como recuerdos y batallitas si no
me hubiese encontrado hace poco con un amigo cubano en Madrid.
Sus palabras más que alimentarme el ego, me sirvieron de
lección. Pese al terror que ha proyectado Fidel Castro
sobre Cuba, pese a la imagen de invencibilidad que intentan proyectar
los órganos represivos de La Habana y pese al temor o miopía
política que muchos hemos padecido, siempre ha habido personas
dentro de la Isla que, jugándose el pellejo han sido capaces
de burlar el bloqueo informativo que el régimen mantiene
sobre los cubanos.
-¿Te
acuerdas de Los tres último días de Ceaucescu, aquel
trabajo tuyo que no quisieron publicarte? -me preguntó
como si no hubieran pasado tantos años- Pues no creas que
quedó en el anonimato.
Y,
como si aquello no hubiese tenido peligro, contó:
-Por
aquel entonces yo trabajaba en la dirección de Salud Pública
y una copia cayó en mis manos. Hice como trescientas fotocopias
y, selectivamente, la envié a profesionales que aún
están en Cuba y trabajan en áreas muy sensibles
del gobierno. Ellos lo leyeron y lo hicieron circular entre otros
profesionales y sus allegados. Pero no te asombres. Me fui, pero
hay mucha gente en Cuba que sigue diseminando información
de la misma forma que yo lo hacía. Eso ya no lo puede controlar
la seguridad del estado.
Medito
en la anécdota contada por mi amigo y pienso que, cuando
el pueblo cubano acabe de darse cuenta que el aparato represivo
es vulnerable, irá perdiendo el miedo. Insisto en que no
puedo dejar de recordar la mirada perpleja de Nicolae Ceaucescu
ante la multitud que, de pronto, pudo verlo como lo que era: un
tirano a quien el tiempo y su megalomanía demencial empezaba
a pasarle factura. Y, sin ser dado a comparar procesos, países
y figuras, encuentro muchos puntos en común entre Castro
y El Conducator, aunque el caribeño supere, en mucho, al
rumano en cuanto a peligrosidad, cinismo y astucia. Algo muy similar
había entre la mirada de Ceausescu en aquella plaza y los
ojos miopes de Castro el día que sufrió el patatús
en pleno discurso.
¿Qué hubiera pasado si, cuando el tirano salió
de nuevo a escena, la gente, simplemente, hubiese dejado de aplaudir
y el silencio hubiese inundado la explanada?
Hay
mucho loco en Cuba y eso lo sabe muy bien Fidel Castro y los suyos.
Cualquiera
de ellos puede un buen día comenzar con el silencio y luego
pasar al Abajo Fidel que, con tanta premura, borra de las paredes
la policía política. No es de extrañar que
la consigna con la musicalidad del pueblo cubano y con la practica
mitinera adquirida en estos años, cuando llegue el momento,
se la corearán hasta en tiempo de conga o guaguancó.
Ahí, en la misma plaza donde todavía lo aplauden.
El
dictador cubano puede haber salido ileso de atentados, haber superado
desmayos, puede que, incluso, tenga planes secretos para morir
matando. Su castigo mayor no será sentarse en un banquillo
para responder por sus atrocidades, ni mucho menos recibir tantos
plomos como Ceaucescu. Lo que nunca podrá soportar, lo
que no admite que pase por su mente es que esa masa, un día
no lejano, quede en silencio y nadie le escuche y nadie le aplauda
y que hasta la historia que tanto ha querido manipular, se rebele
y no lo absuelva.
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