Por Mario Vargas Llosa
El
secretismo, rasgo clave de todas las dictaduras y en especial
de los estados totalitarios comunistas, que rodea la crisis que
ha llevado a Fidel Castro a delegar de manera “provisional” sus
poderes a su hermano Raúl, ha hecho que las conjeturas
sobre su estado de salud –“secreto de Estado para no dar armas
al imperialismo”, según uno de los grotescos comunicados
redactados por el propio dictador- se disparen en todas direcciones
y se lo proclame ya muerto, víctima de un cáncer
abdominal que lo aniquilará muy pronto o sanísimo
y protagonizando una mojiganga destinada a tomar el pulso al mecanismo
de sucesión, de la que volverá pronto a retomar
las riendas del poder absoluto y a penalizar a los validos y subordinados
que no estuvieron a la altura de lo que esperaba de ellos.
En
lugar de seguir fabulando respecto a la enfermedad que aqueja
al longevo tirano, de la que sin duda nadie, salvo un grupúsculo
insignificante de íntimos, sabe nada, vale la pena sacar
algunas conclusiones a partir de ciertas evidencias que la crisis
actual ha confirmado de manera rotunda. La primera, que, mientras
Fidel Castro conserve un hálito de vida, nada se moverá
en la isla en el sentido de la democratización. Quienes
esperaban –en el exilio de Miami, principalmente- que, con el
anuncio de su operación y consiguiente delegación
de poderes, el pueblo cubano se lanzaría a las calles,
entusiasmado con la inminencia de su liberación, se quedaron
con los crespos hechos.
Casi
medio siglo de regimentación, adoctrinamiento, tutelaje,
censura y miedo, adormecen el espíritu crítico y
hasta la más elemental aspiración de libertad de
un pueblo que, por tres generaciones ya, no conoce otra verdad
que las mentiras de la propaganda oficial ni parece tener ya otros
ideales que los mínimos de la supervivencia cotidiana o
la fuga desesperada hacia las playas del infierno capitalista.
Penoso
y triste espectáculo, en verdad, el de esas masas arreadas
a vitorear al dictador octogenario muerto o moribundo, que, apenas
se alejan sus arreadores, corren a telefonear a sus parientes
del exilio a averiguar qué se sabe allá, si el hombre
se muere por fin, y salen luego, convertidas en turbas revolucionarias,
a apedrear y amedrentar a los disidentes que, una vez más,
pagan los platos rotos de una crisis, ocurrida allá, lejísimos,
en las alturas del poder, en la que no han tenido intervención
alguna. Es verdad que, una vez desaparecido el super ego que ahora
las castra y anula, esas masas saldrán luego a las calles,
como en Polonia o en Rumanía, a vitorear la democracia,
pero lo cierto es que cuando ésta llegue habrán
hecho tan poco para alcanzarla como los dominicanos a la muerte
del generalísimo Trujillo o los rusos al desintegrarse
el imperio soviético.
Cuba
será libre, sin duda, más temprano que tarde –ésa
es otra certeza indiscutible- pero no por la presión de
un pueblo sediento de libertad, ni por el heroísmo de unos
grupos de ciudadanos idealistas y temerarios, sino por obra de
factores tan poco ideológicos como una hemorragia intestinal
o una proliferación incontenible de glóbulos rojos
en el vientre del Compañero Jefe.
Las
dictaduras de derecha no son tan eficientes como las de izquierda
aniquilando el espíritu de resistencia y la aspiración
libertaria en un pueblo. Franco y Pinochet fueron brutales y se
valieron de la censura y el terror para aplastar toda forma de
disidencia. Pero nunca consiguieron embotar a la inmensa mayoría
de la sociedad hasta someterla de esa manera tan lastimosa y tan
indigna como en Cuba o Corea del Norte, donde parece haberse materializado
la pesadilla orwelliana de la dominación no sólo
de la conducta pública, sino también de las conciencias
y hasta los sueños de los ciudadanos.
Esto
no desmerece en nada el coraje de los disidentes que se pudren
en las cárceles o viven sometidos a la vejación
y el vituperio cotidianos, más bien lo realza y muestra
lo admirable que es. Pero, asimismo, destaca la orfandad en que
se encuentra y el escaso eco que oda esa inversión de idealismo
y de decencia halla en unas masas en las que el aherrojamiento
ideológico y la minusvalía ciudadana parecen haber
reducido todas las aspiraciones cívicas a sólo dos:
comer cada día y huir apenas se pueda. Por eso está
lleno de involuntaria comicidad el manifiesto de los premios Nóbel
y amigos intelectuales de la dictadura castrista pidiendo que
Estados Unidos no se aproveche de la enfermedad del Jefe Máximo
para atropellar la soberanía cubana e invadir el país.
Basta tener dos dedos de frente para saber que el problema número
uno que tiene actualmente Estados Unidos con Cuba no es el de
que Castro muera y llegue por fin la democracia a la isla, sino,
más bien, el de que si esto ocurre, o aun si no ocurre
y hay una mínima apertura por parte del régimen,
ello no provoque una emigración masiva de cientos de miles
o acaso millones de cubanos hacia Estados Unidos.
La tristísima y paradójica verdad es que la democratización
de Cuba, en los momentos actuales, a Estados Unidos sólo
le significaría un monumental dolor de cabeza: bregar con
esa marea inatajable de cubanos de toda condición a los
que medio siglo de totalitarismo no les ha dejado otra ambición
que la de escapar al país del Norte y la de tener que cargar
sobre sus espaldas la monumental tarea de ayudar a resucitar una
economía a la que casi cincuenta años de centralismo,
estatismo y dirigismo han puesto en estado de delicuescencia.
Contrariamente a las declaraciones grandilocuentes de Bush, la
administración norteamericana tiene muy poco interés,
en estos momentos en que no sabe cómo salir de los atolladeros
de Irak y de Líbano, de un nuevo dolor de cabeza y de gigantescos
problemas de inmigración y presupuesto por un país
situado a pocas millas de sus playas. No sólo la pequeña
rosca de oligarcas comunistas que rodea a Fidel Castro prende
velas en estos días a las vírgenes y santos del
cielo marxista porque su vida se prolongue; Bush y compañía
también.
Pero
nada de esto impedirá que Fidel Castro se muera y que con
su muerte se ponga en marcha el proceso de transformación
de un régimen que más claro no canta un gallo- jamás
podría mantenerse tal cual sin la presencia de quien lo
ha modelado de pies a cabeza, le ha impreso su marca en todas
sus instituciones y detalles y es su motor, su aglutinante y su
piedra miliar, esa piedra que, según las supersticiones
medievales, bastaba retirar para que una catedral entera se desplomara.
Es muy posible que este proceso haya ya empezado con la delegación
de poderes a Raúl Castro. Pero sólo se precipitará
con la desaparición de Fidel ¿Conseguirá
Raúl Castro imponer en Cuba el modelo chino de una economía
capitalista bajo un gobierno comunista del que, según rumores,
sería partidario? No es nada fácil.
Una
apertura económica tan radical tendría en Cuba,
a diferencia de China, efectos políticos inmediatos y provocaría
una agitación social atizada desde Miami que dificultaría
o paralizaría las inversiones indispensables para asegurar
el crecimiento económico y la creación de empleo.
Es una ilusión imaginar que el modelo chino podría
funcionar con un formato liliputiense. Otra posibilidad es la
de que se establezca una dictadura militar de corte clásico,
que, prescindiendo de coartadas ideológicas, busque un
acomodo con los Estados Unidos, prometa evitar las migraciones
masivas hacia el Norte, y, para guardar las apariencias, organice
elecciones “democráticas” de manera ritual, como las organizaba
el PRI en México durante su reinado de setenta años.
No
hay que olvidar que las Fuerzas Armadas son la institución
más poderosa de Cuba, y dueña de un verdadero imperio
económico, al que los privilegiados miembros de la nomenclatura
militar difícilmente renunciarán de buena gana.
Ésta es, para mí, la peor desgracia que podría
sobrevenir al desdichado pueblo cubano: pasar de una dictadura
comunista a una dictadura perfecta, capitalista y priísta.
La
democratización, cuando venga, adoptará acaso una
trayectoria sinuosa, confusa, poco heroica, y tal vez se dé
la dolorosa circunstancia de que quienes la propicien y administren
no sea el puñado de resistentes, de limpias y generosas
credenciales, sino, principalmente, los propios cachorros de la
dictadura, esos hijos de la revolución que, con sus trajes
endomingados y apariencias de ejecutivos, rivalizan ahora en el
servilismo y la abyección alrededor de la cama de Fidel
Castro. No hay que creerles: dicen lo que dicen para no perder
posiciones y ceder cuotas de poder a sus rivales. Pero es seguro
que todos ellos ya han comenzado a preparar relevo y a sentirse,
en el fondo de su alma, cada vez menos comunistas, y cada vez
más modernos y más realistas, es decir, social demócratas
(la manera políticamente correcta de decir capitalistas).
No es imposible que algunos de ellos ya conspiren y envíen
sondas, mensajes, al enemigo, haciéndole saber que, llegado
el momento, habrá que contar con ellos, pues sólo
ellos son capaces de asegurar una transición pacífica,
ordenada, sin caos y arreglos de cuentas, amistosa y fraternal.
Y lo peor de todo es que no es imposible que tengan una buena
dosis de razón y que, como ha ocurrido en Rusia por ejemplo,
sean ellos, los Vladimir Putin de este mundo, los que terminen
enterrando la dictadura castrista y heredando el poder.
Ojalá
me equivoque pero creo que Cuba tiene todavía un largo
camino que recorrer antes de –como diría Borges- merecer
la democracia.
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