Por
Luis I. Gómez
La
primera vez que Castro mostró su oreja de cobarde fue
en la noche del 20 de enero de 1960. Don Juan de Lojendio, un
marqués español, Marques de Bellisca, era el embajador
en La Habana del régimen de Francisco Franco. Todos los
días desde el principio del mes y siempre con creciente
intensidad, el gobierno de Fidel había estado acusando
a la embajada española de tener contactos con la creciente
“contrarrevolución”, cuyas bombas podían escucharse
todas las noches en las calles de La Habana. Entonces,
aquella noche, Castro apareció de nuevo en televisión
y de nuevo acusó tanto a los Estados Unidos como a España
de estar ayudando a los “gusanos”.
El Embajador Lojendio, un hombre grueso y fornido, de
cabello negro, apasionado defensor de la dignidad española,
de pronto no pudo controlarse más. Se levantó furioso
de su poltrona y gritó: “¡Voy a la televisión…
estoy harto de estos insultos, coño…!”
Cuando el embajador español llegó a la estación
de televisión, Castro estaba sentado entre sus barbudos
y sus silenciosas “milicianas”. Todos aplaudían con entusiasmo
los ataques que él hacía en contra de los “contrarrevolucionarios”.
En ese momento, el asombrado gerente de la estación tocó
a Castro en el hombro y murmuró a su oído que un
diplomático, loco de furia, estaba a punto de hacer su
aparición para enfrentarse a él.
Virtualmente todo analista independiente que lo vio — y fue visto
en la televisión prácticamente por todo el país
— estuvo de acuerdo conque fue la primera ocasión en que
vieron a Fidel Castro físicamente asustado. Medio se incorporó
en su silla, sin saber qué decir esta vez, mientras el
embajador Lojendio entraba en la habitación como un torbellino.
“¡He sido insultado!. ¡He sido insultado!”, gritaba
el embajador una y otra vez, dando paso a su más profundo
sentido del orgullo y el honor español. “¡Exijo el
derecho de contestar!”
En ese punto, el estudio se convirtió en un manicomio.
Los guardaespaldas saltaron al escenario, el presidente Dorticós
se quedó petrificado, Castro se llevó la mano a
la funda de su pistola. Su reacción no debía haber
sorprendido a nadie; era una de las pocas veces en su vida en
que no había estado a la ofensiva; él no sabía
cómo manejar la defensiva… no era su “estilo”. Finalmente,
el embajador, con su agudo rostro español lívido
de furia, fue físicamente arrojado del estudio y habría
sido maltratado si no hubieran intervenido varios de los hombres
de Castro.
En cuanto a éste, sus manos temblaron; entonces debió
un poco de coñac que siempre tenía en su “taza de
café”.
Pardo
Llada, su inseparable de entonces — quien por aquellos días
todavía lo defendía — introdujo en su programa de
radio, en forma insultante, el sonido de un rebuzno de asno… que
se suponía era la voz del embajador español.
A la mañana siguiente, todo el cuerpo diplomático
se presentó de manera conspicua en la casa del embajador
para rendirle sus respetos antes de que fuera arrojado del país.
Castro tenía a sus “turbas divinas” de entonces en el aeropuerto,
para lanzarle gritos y amenazarlo con golpes físicos. Cuando
Don Juan llegó sano y salvo a España, el Generalísimo
le dijo con una sonrisa burlona: “Como español, muy bueno…
como diplomático, muy malo.”
La
Bestia Mayor no se sentía guapo y apoyado por la Unión
Soviética.
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