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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
La Habana inexistente

Por Zum

LA HABANA 1996

Lo que yo sentí por La Habana, la primera vez que la vi, fue lo que llaman un flechazo.

Cuando bajé del autocar, frente al Castillo del Morro, noté algo extraño que no me ha ocurrido en ningún otro lugar: me dio la impresión de estar recuperando algo, de haber vuelto al pasado, un pasado que yo nunca viví y que, sin embargo, sentía mío.

La primera vez fue ésa la impresión, pero la segunda tuve la certeza de que estarme sumergiendo en otro tiempo que nada tiene que ver con el de aquí. La Habana, o tal vez toda la isla, es como un paraje encantado.

Aún recuerdo aquella tormenta en el campo; la cortina de agua borrando el paisaje y, en unos instantes, el cielo limpio, el verde cegador de los árboles... y la tierra roja, humeante, después de recibir en sus entrañas hirvientes el aguacero.

Ni en el primer ni en el segundo viaje he conseguido plasmar en foto alguna el alma de esta ciudad, como si esa calima que todo lo envuelve impidiera apresarla en una instantánea.

Es imposible fijar la cadencia de sus gentes paseando, el color grisáceo de sus piedras, el ruido de los pasos en las calles empedradas, el calor sofocante y la luz hiriente del mediodía, el hedor de las basuras en las calles, el ruido de los motores de esos coches milagrosos, las pausadas conversaciones de los viejos al anochecer, la música que surge de cualquier ventana...

Ni siquiera guardo de La Habana una espectacular puesta de sol o un amanecer, ni una foto del Malecón, donde los edificios se están desmoronando, cual si fueran castillos de azúcar, como si se los estuvieran comiendo los miles de moscas que se agolpan en las basuras sin recoger, dejándolos sin color, sin esquinas, muertos.

De La Habana guardo el recuerdo de tardes lánguidas frente a un lloroso vaso de mojito, escuchando música suave, melancólica, en la Plaza de la Catedral, frente a la fachada más bella y más sucia que puedas imaginarte. Y la gente que pasa despacio y que vuelve a pasar y que te mira y te observa y te sigue.

De La Habana me queda la sensación de haber sido vista por todos, de haber sido estudiada sin recato. Vayas por donde vayas, mires lo que mires, siempre hay unos ojos que te observan. A veces son ojos de niño, que está aprendiendo a pedir y aún no se atreve a acercarse; ojos de muchacha que envidia tus ropas, ojos de anciana que buscan en ti sus raíces; ojos de hombre que te mira y sonríe o te mira y se va... En La Habana siempre hay alguien que te ve, alguien que te sigue con mirada indolente, alguien que escucha tus pasos, hasta de madrugada, cuando puedes oír cómo se despiertan los gallos vecinos de la Catedral.

De La Habana recuerdo la primera noche, hace años, cuando un muchacho se me acercó para ofrecerme una poesía escrita en un posavasos.

Y recuerdo la última, meses atrás: tumbada en la hierba, de espaldas al Morro, compartiendo cigarrillos y una botella de ron barato. Fue una noche estrellada y, sin embargo, oscura; llena de música, pero silenciosa; con ritmos de bongos y suaves guitarras, de voces dulces y roncas. Una noche larga y fugaz, una noche irrepetible y única, en una ciudad mágica e inexistente, frente a un mar que, aún en calma, guarda turbios secretos.

Amo La Habana porque en ella se pueden compartir el éxtasis y la tristeza más profunda al mismo tiempo.

LA HABANA 2002

Estoy en el avión y, como siempre, he dejado el diario en la mitad. Resulta difícil continuar con el relato detallado de cada día, tal como empiezo cada viaje. Y hoy ya sólo quedan recuerdos aislados de días demasiado llenos.

Queda la amargura final, la sensación de tristeza y de pérdida por una ciudad que se derrumba y se reconstruye en cada esquina; sólo que la reconstrucción va lenta y no siempre es buena y el derrumbe es inexorable y definitivo. Hay tanta belleza que se pierde, como eso que quizá fue un gran salón de baile y que ahora utilizan los vecinos del edificio para jugar una partida de dominó a la luz amarillenta de un bombillo.

Y queda la imagen solitaria del niño que lanza la seda desde el malecón a la espera de que pique un pargo, ahora que la pesca es buena por las corrientes frías que trajo el ciclón.

Queda el viejito de manos manchadas con la tinta de los periódicos, que un día fue importante jefe de compras e incluso fue a Madrid y hoy no tiene ni dirección, tan sólo un apartado de correos y una caseta frente al puerto donde vender revistas atrasadas o periódicos que no sirven más que para envolver.

Y queda Maria Fernanda, noventa y dos años y media vida en La Habana, a donde llegó el mismo día que Fidel, aunque no con él.

Quedan los taxis colectivos, donde entran trabajadores cansados que no dan ejemplo de la conocida alegría cubana, que no hablan en el trayecto, abrazados a sus bolsos, a sus mochilas, a cualquier bulto que les acompañe, mirando las calles sin ver, solo sintiendo el calor que entra del motor o por las ventanillas rotas y el plástico de los asientos que se pega a las piernas.

Quedan los viejos que venden el Gramma, que limpian zapatos, que llevan un perro o la imagen de algún santo, que sestean en cualquier esquina, que dormitan en algún banco, que a veces preguntan sin convicción ¿España?, que tienen los ojos nublados por las cataratas o la soledad.

Y quedan las jineteras, que salen de noche, pero no a escondidas, las niñas que por parejas acompañan a un cowboy canadiense y estúpido, las negras viejas de barriga y pechos caídos y el flequillo pegado con gomina a la frente.

Y quedan los enfermos que llenan casi en silencio las salas de espera del inmenso hospital, o los médicos que se conectan por Internet sólo con el mundo que la dirección, ese ente oscuro y abstracto, les permite conocer.

Quedan los niños saliendo de escuelas recién pintadas, con uniformes baratos y ajustados a cuerpos de lo que ya son hombres y mujeres.

Y las niñas de quince años, con trajes rosa, volantes, corona y tirabuzones y una expresión en el rostro que presagia un sinfín de sensaciones quizá aún desconocidas. Y el padre y la madre y el hermano cargando con la ropa, para la fiesta bulliciosa y feliz que tal vez embargó a la familia.

Queda tanta gente en el malecón, que seguirá ahí, dando la espalda a la ciudad, mirando el mar cambiante, ese que ahora es oscuro, que anuncia el invierno, el que no dejará salir los barcos. Ese mar que mira el hombre de Cojímar, frente al que se para en silencio, recordando quizá sus días de pesca, quizá algo que perdió allá adentro, tal vez los años.

O el hombre que repara barcos y utiliza “una antigua técnica”: algodón, blanco España y aceite de linaza para sellar la madera; hasta el año que viene, que deberá reparar de nuevo, algodón, blanco España y aceite de linaza.

Queda Luis el poeta, que dice salir cada quince días del psiquiátrico, pero está cada tres en la calle; que se sabe cientoquince poemas escritos por él, que vuelve a buscar a su hija, la que no quiere que recite a los turistas, que vuelve a visitar a su hermano, el que vive solo, y a su ex mujer, que ahora está con un anciano.

Quedan los restaurantes vacíos, los cocineros ociosos fumando un pitillo sentados en la acera, tomando el fresco. Y los músicos que hoy están y mañana no, que hoy cantan con camisa blanca en la Plaza y mañana con camiseta en un bar; que recuerdan los tiempos en que ganaban dinero, dinero que ya no tienen, pues cada día más “esto no es fácil”.

Y queda la lluvia mansa de invierno, los cielos oscuros de las tormentas, los atardeceres hermosos, las familias compartidas y rotas, como los autos, como las calles, como el asfalto, como los palacios, como las parejas, como todo en esta isla.
Por esta vez, el aire limpio y los cielos nublados han permitido fotografiar la ciudad. Por esta vez, y quién sabe hasta cuándo, cada atardecer ha muerto en gris.

HABANA 2003

Tengo un montón de personajes, pegados a una foto hecha o deseada, que hablaron o se quedaron en una mirada, que están esperando, como todo en ese país, una historia, un desenlace.

Tengo niños con uniformes deshilachados, que viven en casas donde las grietas dejan pasar la luz y el agua.

Tengo ancianas desdentadas con pañuelo blanco a la cabeza y vientre hinchado. Ancianas que tienen en común con las niñas las paredes y las uñas descascarilladas.
Tengo enfermos mentales inofensivos que llenan su tiempo con poemas escritos en papel gris y ocupan los huecos lustrando sus botas.

Tengo un médico de ambulancias, zapatero remendón en sus días libres, y don Juan impenitente en las noches robadas al sueño, dentro de un coche de segunda mano.
O el entrenador de un equipo de atletismo femenino, cortejador anticuado que regala ramos de azucenas y desgrana una biografía cuajada de tristeza y desánimo.
O el percusionista de un famoso grupo de salsa, que descubre la pena en los ojos ajenos mientras se ofrece, generoso, para desterrarla.

O la familia feliz que escucha en silencio un concierto en la iglesia cubierta de trampantojos. Silencio de la madre, silencio del padre y tan solo movimientos involuntarios, pero mudos, en el hermoso niño que está aprendiendo a escuchar.

O el anciano al que anegan las cataratas y no le dejan ver los periódicos que vende en un kiosco gris que mira al mar y al amanecer.

O la pareja de amigos que buscan compañía desesperadamente, para que su conversación no sea la misma que mantienen cada vez que se reúnen. Y se lanzan, incluso, a pagar, ávidos de noticias del exterior que les confirmen que sólo ellos están en el lugar equivocado; que todos los demás, los que ya se han ido, no han errado.

Y está la madre abandonada, preocupada por sus uñas, como las niñas, como la anciana. Y temerosa de los kilos que se asientan en su cuerpo, donde no deben; y de las miradas de los policías, que la confunden con otras mujeres que, esas sí, buscan y buscan hasta el desmayo.

Aunque, en realidad, todas buscan algo: un hombre blanco, o mulato, o quizá negro, aunque eso es más difícil, que las salve de la soledad, de la miseria, de la tristeza.
Y están los hombres que miran al mar, como si aún esperasen algo de él, como si de él fuera a llegar... quién sabe qué.

Y están los que reparan barcos, y los que los ven pasar y ya ni siquiera sueñan con tomarlos y escapar.

Y los que van al malecón con una guitarra a cantar a cualquier mexicano rancheras de Luis Miguel, mientras ofrecen de acompañamiento, como celestinas desinteresadas, a cualquier muchacha que a esas horas pasee también.

Y están los que abarrotan las playas el sábado, con niños, bocadillos, perros y juegos ya olvidados en otras costas. Al sol, en el agua, sin afeites ni abalorios, a la sombra de una palmera o a la espera de que cualquier policía les permita seguir charlando.

Y están los que hacen “botella”, a la sombra de un flamboyán, o al sol, o bajo un puente o bajo la tormenta; solos, con la vecina, con la madre, con los niños...

O los que esperan la guagua mientras engullen pizza, bocadillos de jamón y queso o cucuruchos de maní. No hay muchos que maten la espera leyendo. No hay periódico que informe de lo que interesa, ni siquiera de la cartelera exigua que se repite o desaparece sin explicación. No hay libros blancos, de pasta dura, que soporten el calor, o la rapiña de vendedores que los esconden en la trastienda. Solo Martí pervive en las hojas amarillentas; solo escritores consagrados en sabe dios dónde y leídos por nadie. Sólo la espera acompaña, en cada cola, en cada casa, en cada puesta de sol, en cada metro del malecón, en cada mirada.


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