Por
Rafael Rojas
Tras 47 años de reinado omnívoro y casi caníbal,
una aún misteriosa enfermedad obligó a Castro a
traspasar el poder a su hermano Raúl, trasvistiendo la
dictadura comunista de Cuba en una especie de monarquía
bananera. Rojas analiza las relaciones de poder en la isla y sus
implicaciones futuras.
El domingo 13 de agosto Fidel Castro cumplió 80 años.
En la Habana, como en cualquier rancia monarquía, el cumpleaños
fue celebrado como un hito de historia patria, a pesar de la convalecencia
del caudillo –o más bien, a costa de la misma– y de la
expresa recomendación, en la Proclama del 31 de julio,
de que los festejos se pospusieran para el 2 de diciembre, fecha
en que se cumplirá el 50o aniversario del desembarco del
yate Granma y del inicio de la insurrección contra la breve
dictadura de Fulgencio Batista. Esta vez, quienes “desobedecieron”
al Comandante fueron la intelectualidad oficial de la isla y sus
amigos en “el resto del mundo”, como les gusta decir a las elites
habaneras, con el fin de protagonizar uno de los más tristes
espectáculos de entrega afectiva e incondicional a un caudillo
que conoce la historia latinoamericana, tan llena de dictadores
y escribanos.
Poemas
de Ángel Augier, panegíricos de Miguel Barnet, Eusebio
Leal y Nancy Morejón, semblanzas de Tomás Borge,
Ernesto Cardenal y Miguel Urbano Rodrigues (con títulos
como “Fidel, Aquiles del comunismo”), elogios de veteranos revolucionarios
(Juan Almeida, Guillermo García, Ramiro Valdés...),
alabanzas de actores de Hollywood (Danny Glover, Robert Redford,
Kevin Costner...), apologías de académicos altermundistas
y postmodernos (Noam Chomsky, Gianni Vattimo, Inmanuel Wallerstein...)
y más de cien frases laudatorias de diversas personalidades,
que incluyen desde líderes del populismo clásico,
como Juan Domingo Perón, hasta top models de la globalización
multicultural como Naomi Campbell, pasando por magnates y políticos
del “imperio” como David Rockefeller y Arthur Schlesinger Jr.,
llenaron las páginas de Granma, Juventud Rebelde y La Jiribilla,
en una miscelánea sentimental a tono de duelo o extremaunción,
titulada “Absuelto por la Historia”.
Los
festejos, con toda la pompa de un ensayo funerario, continuaron
durante el mes de agosto, por medio de votos a favor de la recuperación
del patriarca, provenientes de todas las corporaciones del Estado
cubano, a las que eufemísticamente la Constitución
llama “organizaciones sociales y de masas”: mujeres, sindicatos,
pioneros, intelectuales, campesinos, universitarios… Sólo
a principios de septiembre, cuando tras varias apariciones con
Hugo Chávez, el heredero internacional, y Raúl Castro,
el heredero nacional, Fidel logró convencer a sus seguidores
de que está recuperándose y reasumiendo, por lo
menos, la parte simbólica de su inmenso poder, como pudo
constatarse en la fervorosa Cumbre del Movimiento de los No Alineados,
las celebraciones amainaron.
Aunque
parezca inconcebible desde otras latitudes, muchas personas en
la isla y en el mundo no sienten vergüenza, sino orgullo
de que un pequeño país del Caribe sea gobernado
durante medio siglo por un mismo individuo –tanto tiempo en el
poder vuelve ociosa la cuestión de si el gobernante es
noble o malvado– y no consideran inapropiado el exhibicionismo
y la manipulación de sentimientos cristianos como el deseo
de mejoría de un anciano enfermo. Esta colonial suspensión
de todo juicio democrático, en el caso de Cuba, tiene que
ver con la legitimidad “revolucionaria” que arropa el poder de
Fidel Castro y que asume su permanencia, desde enero de 1959,
como una anomalía necesaria o justificable para la “causa”
de la oposición a la hegemonía mundial de Estados
Unidos.
Mientras
viva y aun moribundo, el caudillo deberá gobernar la isla,
aunque sea “delegando poderes con carácter provisional”,
porque su mandato no proviene de la voluntad general de los cubanos,
sino de un mesianismo geopolítico que le atribuye la misión
de enfrentarse a Estados Unidos desde una isla del Caribe. Con
tal de preservar un símbolo, la izquierda autoritaria parece
estar dispuesta a todo: a renunciar, si es preciso, a los valores
republicanos de la soberanía popular, la libertad de asociación,
el gobierno representativo y la alternancia en el poder. Esa izquierda
“no alineada” del Tercer Mundo, democrática en sus discursos
y autoritaria en sus prácticas, ha decidido que la persistencia
de un enclave comunista a noventa millas de Estados Unidos reporta
valiosas ventajas comparativas.
El
caudillo y la nación
Durante
los dos últimos siglos, los escritores cubanos han vivido
obsesionados con la singularidad de su cultura. Cada generación
de intelectuales de la isla ha intentado hallar el atributo que
hace de Cuba un país único o excepcional en Occidente.
A fines del siglo XIX, cuando entre criollos predominaba la esperanza
de construir una nación soberana y justa, Raimundo Cabrera
y Bosch, en su libro Cuba y sus jueces (1887), creyó encontrar
esa singularidad en la naciente tradición jurídica
de la isla. A mediados del siglo XX, otro gran ensayista, Cintio
Vitier, pensó que la forma más depurada de la nacionalidad
estaba impresa en el lenguaje de los poetas. Su clásico
libro Lo cubano en la poesía (1958), escrito en el momento
de máxima frustración republicana, se inspiraba
en la certeza de que “el misterio de la isla era cantado por las
voces de sus poetas”.
En
el último medio siglo, e impulsados por el desencanto de
la utopía revolucionaria, los intelectuales cubanos han
persistido en esa búsqueda de una identidad nacional virtuosa.
Uno de los grandes músicos de la isla, Natalio Galán,
borrado como Julián Orbón y Aurelio de la Vega de
los diccionarios oficiales de la música cubana, escribió
en su exilio de Nueva Orleans un libro que evocaba el título
de Cabrera: Cuba y sus sones (1983). En años más
recientes, otro exilado, el crítico e historiador Roberto
González Echevarría, profesor de la Universidad
de Yale, ha dado a conocer, primero en inglés (Oxford University
Press, 1999) y luego en español (Madrid, Colibrí,
2004), su monumental historia del beisbol en la isla, titulada
La gloria de Cuba. En ambos libros, el de Galán y el de
González Echevarría, puede leerse un relato subterráneo:
el del orgullo de una cultura movilizándose contra la vergüenza
de una política.
A
cualquier comunidad le gustaría que su nación fuera
admirada en el mundo por sus brillantes abogados, sus poetas inspirados,
sus músicos virtuosos y sus audaces peloteros. Pero, feliz
o lamentablemente, ninguna identidad se construye sólo
a partir de la exaltación de un puñado de virtudes.
Frente a esa tradición afirmativa, en la cultura cubana
se ha consolidado otra, la de los arqueólogos del vicio:
aquellos intelectuales que se han atrevido a mirar de frente el
horror de una moral pública autoritaria y machista, abúlica
y superficial, envidiosa e hipócrita. En la época
republicana (1902-1958), tres escritores liberales abrieron los
ojos a ese constitutivo envilecimiento de los cubanos: Enrique
José Varona, Fernando Ortiz y Jorge Mañach. En el
largo período castrista (1959-2006), exiliados como Guillermo
Cabrera Infante, Lorenzo García Vega, Carlos Alberto Montaner,
Enrico Mario Santí, Gustavo Pérez Firmat, Andrés
Reynaldo y Ernesto Hernández Busto han retomado, con provecho,
esa tradición de la crítica liberal.
Pero,
a principios del siglo XXI, las retóricas de la identidad,
condescendientes o críticas, afirmativas o negativas, nacionalistas
o liberales, sienten la misma fatiga. Los viejos discursos de
la nación han sido reemplazados por esos íconos
neocoloniales de “lo cubano” en la era global que estudia Iván
de la Nuez en La fantasía roja (2006), y que transforman
la “solidaridad” política en turismo y la “culpa” primermundista
en indulgencia. Significativamente, la figura de Fidel Castro
asume las mayores funciones en esa globalización de los
símbolos, como doble reliquia del comunismo y el nacionalismo
en América Latina. El octogenario caudillo –más
que todos los ancianos de Buena Vista Social Club juntos, más,
incluso, que el Che Guevara, cuya argentinidad lo libera de ciertas
demandas de legitimación– es el único emblema de
Cuba plenamente globalizado, como tirano o como redentor.
Gracias
a esa identificación entre el caudillo y la isla, a Castro,
por ser un monstruo mitológico, se le perdona su estalinismo
y su mesianismo. En el preámbulo y el Artículo 5o
de la Constitución vigente en Cuba se dice que la ideología
del régimen es “marxista-leninista y martiana” –una mezcla
tan inconcebible y estrambótica como la del “socialismo
bolivariano” de Chávez–, y que el Partido Comunista es
la “vanguardia organizada de la nación cubana”. De manera
que lo martiano y lo nacional de esa ideología son valores
que intentan vestir con prendas híbridas –universales y
locales– una estructura de poder que proviene directamente de
dos tradiciones que hoy provocan rechazo generalizado en la cultura
política occidental: el estalinismo soviético y
el caudillismo latinoamericano. El castrismo es, pues, una mezcla
de elementos totalitarios y autoritarios, folclorizada por la
cultura caribeña de Cuba y su condición de vecina
incómoda de Estados Unidos.
Aquella
médula estalinista del régimen de la isla, que en
la última década parecía disolverse en un
mero nacionalismo antiestadounidense, se ha reconstituido velozmente
con el respaldo de la Venezuela de Chávez y la proximidad
de la desaparición de Fidel Castro. Dos evidencias de esa
reconstitución estalinista son el enérgico rechazo
del gobierno cubano al proyecto de resolución Necesidad
de una condena internacional a los crímenes del comunismo
totalitario, debatido en enero de este año por el Parlamento
Europeo, y el restablecimiento del Secretariado del Comité
Central del Partido Comunista de Cuba, una franja profesional
y altamente ideologizada de esa institución, que había
sido eliminada en los noventa porque entorpecía el liderazgo
de Castro. Ahora, debido a la inminencia de la sucesión
y la falta de consenso, en la cúpula, en torno al relevo
personal de Raúl Castro, ese apuntalamiento del Partido,
entendido como brazo político de las Fuerzas Armadas, busca
ofrecer al sucesor o los sucesores –sean quienes sean– una plataforma
institucional y generacional sólida.
El
castrismo, como vergüenza mundial, genera ansiedades de cambio
que difícilmente permitirán a cualquier modelo sucesorio,
aferrado a la inmutabilidad, funcionar por mucho tiempo. El reciente
informe de la Comisión de Asistencia para una Cuba Libre,
presentado en Washington por la secretaria de Estado Condolezza
Rice, el secretario de Comercio Carlos Gutiérrez, y el
senador cubanoamericano Mel Martínez, puede entenderse
como expresión de esa ansiedad de cambio. La destacada
activista de la oposición interna cubana Miriam Leyva escribió
que dicho informe, con su promesa de ochenta millones de dólares
para la disidencia, era una suerte de happy birthday present a
Fidel –un millón de símbolos por cada año
de vida del dictador–, tan valioso como los dos mil millones de
dólares del subsidio petrolero de Chávez, que, según
los apologistas del castrismo, no constituyen injerencia sino
“solidaridad”. Tiene razón la opositora: cualquier gesto,
por muy bien intencionado que sea, que contribuya a presentar
a Castro como víctima de Estados Unidos, fortalece el castrismo
en su última hora.
¿Quién
trabaja por una transición pacífica, negociada y
soberana a la democracia en Cuba? Ciertamente, no Bush y la clase
política cubanoestadounidense, aferrados a la lógica
electoral de sus nexos, sino la oposición y el exilio que
desde hace décadas apuestan, de manera genuina y autónoma,
por un proceso así y están dispuestos, como han
señalado Oswaldo Payá, Carlos Alberto Montaner,
Martha Beatriz Roque, Carlos Saladrigas, Vladimiro Roca, Lino
B. Fernández, Manuel Cuesta Morúa, Marcelino Miyares
y Eloy Gutiérrez Menoyo, a actuar con cautela y firmeza
ante un escenario de sucesión en la isla. Algunos de esos
líderes disidentes y exiliados no sólo han manifestado
su rechazo al plan de Washington, sino que han insistido en la
necesidad de preservar la paz social y de construir una atmósfera
de respeto a la soberanía, durante el período sucesorio,
con el fin de no ofrecer excusas para la represión y contrarrestar,
en lo posible, la perenne e injusta descalificación de
“mercenarios” y “terroristas” a que los somete el régimen,
dentro y fuera de la isla. Sin embargo, el gobierno de Fidel Castro
basa todo su aparato de legitimación en la idea de que
democracia es sinónimo de “anexión” y que todo cubano
que desea el cambio es una marioneta de Estados Unidos.
La
posibilidad de una transición democrática en Cuba
podría verse obstruida por esa encrucijada ineludible,
por esa alternativa fatal entre el orgullo y la vergüenza,
entre la ansiedad y la impotencia, entre soberanía y democracia,
que se condensa en la manida frase de “quienes pueden, no quieren,
y quienes quieren, no pueden”. Los que podrían iniciar
el cambio o, por lo menos, reformar sustancialmente el sistema,
las elites del poder, son demasiado soberbias y no se atreven
a arriesgar un ápice de su control en una transición
democrática. Los que desean el cambio, la oposición
y el exilio, no pueden producirlo, a pesar de su considerable
avance en la última década, porque viven acosados
y reprimidos por el régimen o incomunicados con la ciudadanía
de la isla. La división de la comunidad internacional,
respecto al modo más eficaz y legítimo de incentivar
la democratización de Cuba, acentúa esa encrucijada
y contribuye a la parálisis y subsistencia del castrismo.
Tan
sólo un pequeño país moderno
Los
sacerdotes del culto a Fidel Castro en América Latina –los
presidentes Hugo Chávez y Evo Morales, los sociólogos
Atilio Borón y Pablo González Casanova, los escritores
Mario Benedetti y Eduardo Galeano...– ven en Cuba la realización
de un proyecto social basado en la soberanía y la justicia.
Pero el costo político de ese experimento de medio siglo
–partido único, caudillo perpetuo, limitación de
derechos públicos, ausencia de libertad de asociación
y expresión...– no sería aceptable para la mayoría
de ellos mismos en sus respectivos países. De ahí
que los defensores afectivos de Fidel Castro no vean a Cuba como
un modelo por imitar sino como un símbolo que es preciso
mantener intacto, con el fin de que siga cumpliendo la valiosa
función geopolítica de oponerse a la hegemonía
de Estados Unidos en la región, que es vital para el sostenimiento
de la izquierda autoritaria como una opción con cierto
respaldo popular.
Ni
siquiera Venezuela y Bolivia, a pesar de la vehemencia que dedican
sus respectivos presidentes a consagrar el magisterio de Fidel
Castro, son hoy países donde están proscritos los
partidos políticos de oposición y los medios de
comunicación independientes del Estado. La falta de democracia
no la desean para ninguno de sus países los miembros de
esa izquierda autoritaria, ya que es la competencia electoral,
y no la “revolución”, la única vía que puede
permitirles el acceso al poder. No la desean los justicialistas
argentinos, los petistas brasileños, los perredistas mexicanos,
el mas boliviano e, incluso, el Movimiento v República
venezolano, a pesar de todos los amarres autoritarios que Chávez
ha impuesto a las instituciones democráticas de su país
y del fuerte vínculo material y espiritual entre chavismo
y castrismo. El respeto a la soberanía cubana durante el
período de sucesión, por cierto, no sólo
debe ser una exigencia válida para Estados Unidos, sino
también para Venezuela, cuyo presidente interviene sin
escrúpulos en la vida política de la isla.
Entonces,
¿por qué los habitantes de una pequeña nación
del Caribe tienen que ser los únicos latinoamericanos que
no desean la democracia? El excepcionalismo cubano no es, por
lo visto, sólo una construcción ideológica
del régimen socialista, sino un estereotipo abastecido
por la izquierda autoritaria, en América Latina, que demanda
a los cubanos sacrificios únicos. Estas visiones estereotipadas
de la isla actúan como fantasías legitimantes, como
mitos compensatorios que atribuyen a Cuba lo que esas izquierdas
no quieren producir en sus propios países. De ahí
que, al evaluar el saldo de medio siglo de mandato de Fidel Castro,
los “amigos del resto del mundo” sólo registren los altos
niveles de educación y la salud pública masiva y
gratuita, pero ignoren deliberadamente los miles de fusilados,
las decenas de miles de presos, los cientos de miles de suicidas
y los millones de exiliados.
El
mito de Cuba como “ejemplo” para América Latina y el Tercer
Mundo se basa en la realidad de Cuba como anomalía en el
hemisferio occidental. Un partido único, “guiado por las
ideas político-sociales de Marx, Engels y Lenin”, como
reza el “Preámbulo” de la Constitución cubana, es,
a principios del siglo xxi, un anacronismo o una extravagancia.
Precisamente, ese culto a la rareza, a la singularidad, que tanto
sirve a la izquierda autoritaria para presentar la soberbia como
herejía y la tozudez como coherencia, informa una suerte
de épica de la distinción que explota constantemente
el aparato de legitimación de castrismo. Uno de los grandes
retos que deberá enfrentar una sucesión reformista,
en su caso, y la inevitable transición democrática,
cuando comience, será producir una política interior
y exterior sin epopeya, sin costos de representación simbólica
para la ciudadanía de la isla: una política doméstica
e internacional únicamente interesada en hacer de Cuba
un pequeño país moderno y de los cubanos una comunidad
de individuos libres.
La
democracia, a diferencia de la “Revolución” o el “Socialismo”,
no es un régimen épico que demanda sacrificios colectivos:
es sólo un acuerdo para alcanzar la mayor felicidad posible.
Esa ausencia de sentido utópico, sacrificial o redentorista
explica, como describe Darrin M. McMahan en Una historia de la
felicidad (Madrid, Taurus, 2006), que desde fines del siglo XVIII
sucesivas generaciones de jacobinos, republicanos, comunistas,
nacionalistas, fascistas y populistas hayan subordinado los valores
ilustrados del bienestar y la libertad a los de la igualdad y
la soberanía. En Cuba, durante el último medio siglo,
esta contraposición de los valores modernos se ha experimentado
con tanta fuerza que en la ideología oficial del régimen
la condición de ser “felices” o ser “libres” se asocia
automáticamente a la lealtad a un Estado que restringe
las libertades públicas y el bienestar social, a cambio
de proteger la “independencia” del país y asegurar la “igualdad”
de la ciudadanía.
Ese
perverso contrato, al que contribuyen diariamente los “amigos
del resto del mundo”, es insostenible por la sencilla razón
de que Cuba no es Fidel. En los últimos veinte años,
la sociedad cubana ha experimentado una acelerada complejización
que impide hablar, como en las décadas de los sesenta y
setenta, de un “pueblo uniformado” que responde a coro y afirmativamente
a cada orden del gobierno. Hoy la mayoría de la población
cubana es nacida después del triunfo de la Revolución,
casi tres millones viven fuera de la isla, las creencias e ideas
de esa ciudadanía insular y diaspórica son heterogéneas
y sus vínculos con el régimen son igualmente diversos:
muchos de quienes lo respaldan no aceptan todas sus estructuras
y algunos de quienes se le oponen comparten no pocos de sus mitos.
La diversidad social de la isla y el exilio no ha podido ni puede
ser representada por un caudillo perpetuo y un partido único.
Esa
creciente heterogeneidad se refleja tanto en las varias corrientes
que existen dentro del propio gobierno, en la emergencia de nuevos
actores económicos y sociales, relativamente autónomos
del Estado, como en el reforzamiento de las iglesias, instituciones
básicas de la sociedad civil, y en la articulación
de un movimiento opositor en la isla, también plural y
cuyos líderes, aunque con limitada proyección nacional,
están dispuestos a pactar un consenso en torno a la necesidad
de un cambio de régimen gradual, pacífico, negociado
y soberano. En los últimos veinte años, también
la diáspora ha cambiado: hoy el exilio cubano, mucho más
diverso desde el punto de vista geográfico, generacional
y político, no le apuesta, mayoritariamente, a una subversión
violenta del régimen, ni a un regreso vengativo, basado
en el ajuste de cuentas, la disparidad social y la dependencia
de Estados Unidos.
Los
nuevos sujetos de la isla y la diáspora demandan, de múltiples
formas, un nuevo orden de representación política.
Como sabemos, por la experiencia de otras transiciones a la democracia
en América Latina, las entidades partidarias, la competencia
electoral y la economía de mercado no bastan, por sí
solas, para construir ese nuevo orden de manera equitativa y estable.
Es preciso imaginar, pues, nuevas formas de representación
y participación políticas que, al mismo tiempo que
preserven la soberanía de la isla y las capacidades redistributivas
del Estado, logren interpretar y asumir los deseos de esa creciente
heterogeneidad social. Pero sin libertad de asociación
y expresión, sin un dinámico mercado interno y externo
y sin unas relaciones internacionales diversas, autónomas
y realistas, cualquier ejercicio de imaginación política
está condenado al fracaso.
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