Por
Fernando García de Cortázar
Hasta
hace no mucho tiempo cualquiera podía hacerse entender
llamando populista a un régimen electoralmente fraudulento,
tiránico, manirroto, palabrero, clientelar, animador de
resentimientos coloniales, de casta o de raza, corrupto y corruptor.
La palabra remitía inmediatamente a caudillos jaleados
por las masas y bien rodeados de rasputines que fueran hechura
suya de la cabeza a los pies: omnipotentes bajo su mando, y ratas
muertas en la calle.
Hoy ya no es posible, o no es tan fácil. El adjetivo populista
produce equívocos, y ello se debe a que la demagogia militarista
y antioccidental que triunfa en Iberoamérica se ha ganado
el aplauso de cierta izquierda biempensante europea. Cierta izquierda
que reivindica lo que de atajo hacia el «desarrollo y la
justicia humana» tiene la voz populachera de líderes
políticos crecidos como riadas amazónicas. Cierta
izquierda que dota a la figura de Hugo Chávez del contenido
positivo que sigue concediéndole a Fidel Castro, un típico
caudillo latinoamericano que dice gobernar en nombre de la historia
y al que algunos todavía ven como el heredero de una gran
tradición ilustrada: la independencia y la unidad de la
América hispana, el antiimperialismo, un programa de reformas
sociales radicales y necesarias…
La historia resulta grotesca, pero no es nueva. El mal del siglo
XX se disfrazó, muchas veces, de una intención de
reformar el mundo, de idealismo, de la necesidad de reeducar a
las masas o «abrirles los ojos» frente a la injusticia
o el error. El hechizo latinoamericano tampoco es un producto
original del siglo XXI ni de una nueva izquierda posmoderna, cuya
retórica de la culpa colonial y discurso en aras del respeto
a la diversidad incurre habitualmente en un curioso fundamentalismo
del folclore. Desde los viajeros de Chateaubriand el exotismo
ha existido para satisfacer la mirada ajena, y Latinoamérica,
vivero de color local y tierra de El Dorado, siempre ha permitido
sacar lustre a biografías o visiones políticas perfeccionadas
por el capricho.
Valle Inclán llegó a México «porque
se escribe con x» y cuando se le preguntaba acerca de su
aventura mexicana respondía que ésta le había
abierto los ojos y hecho poeta. Latinoamérica como tierra
sin mesura, de colores subidos, donde todo fruto y toda conducta
son extremos, donde los hombres que comen el dulce incendio del
mamey están dispuestos al cuartelazo, debe mucho a las
recreaciones literarias de este manco y gallego bohemio, original
de tiempo completo, viajero de pasiones atávicas o futuristas
-juventud de aristócrata, vejez de revolucionario- , escritor
que primero engalanó sus recuerdos mexicanos de jardines
con nenúfares y tenues alcobas con brillos de flores raras,
y después los pobló con generales y tiranos que
bebían aguardiente con pólvora.
El mismo Valle Inclán, que admiraba las mitologías
guerreras y cuyos jaguares con ojos de jade antecedieron a las
ninfas tutti-frutti del realismo mágico, llegó a
elogiar la revolución mexicana: «Luz de sendero matinal
y sagrado». Hoy muchos europeos participan de un deslumbramiento
parecido, pero sería absurdo responsabilizar exclusivamente
al viajero occidental del folclore que sale actualmente de Iberoamérica.
Cultura, estética, naturaleza y proyecto político
son distintas maneras de nombrar lo mismo en la obra de Gabriel
García Márquez o Alejo Carpentier, a cuya sombra
florecieron intelectuales y artistas machaconamente autóctonos.
Latinoamérica como utopía o reserva para la utopía
debe mucho, por ejemplo, al ideal regeneracionista del último
Alejo Carpentier, cuyo barroco americanismo le brindaba la oportunidad
de encontrar lo que Europa ya no podía ofrecer.
Carpentier, que celebró a Castro, parece incluso anticipar
la senda de los escritores, intelectuales y también altos
funcionarios de países y gobiernos europeos que confesaron
su emoción ante el subcomandante Marcos o celebran el régimen
de un golpista fracasado y caudillo bufón como Chávez.
Tan aficionado en sus novelas a las peripecias circulares, el
autor de El siglo de las Luces murió en París, mientras
desempeñaba un equívoco cargo de «ministro
consejero» de la embajada de Cuba.
Porque la maravilla recurrente de lo revolucionario americano
parece siempre más tolerable -o, al menos, más inofensiva-
en la literatura que en la historia, en el viaje turístico
que en la vida cotidiana. Porque, al final, el Occidente ya decaído
resulta más habitable que la América encarnada en
el mito. La situación se presta así a la farsa.
Un ejemplo: «Cuba es nuestro modelo referencial para el
País Vasco», dijo el consejero del Gobierno Vasco
y miembro de Izquierda Unida Javier Madrazo, en un viaje a La
Habana, y se quedó tan ancho. El mismo personaje, que siempre
que puede proclama su fe democrática y pluralista, tampoco
tuvo ningún reparo, de viaje a Caracas, en regalar doscientos
mil euros de los ciudadanos vascos para una televisión
chavista que coarta la libertad de expresión.
Cada público, por supuesto, tiene derecho a sus pasiones.
Y en un mundo que ha inventado formas de satisfacción que
van del voyeurismo de Gran Hermano a los calzones comestibles
-un mundo donde se tiene un profundo respeto por las culturas,
por las diversidades, por el pluralismo, un mundo donde hay gente
dispuesta a matar a cualquiera que no sea pluralista- a nadie
puede sorprenderle que cierta izquierda biempensante europea exija
de América Latina dictadores que vivan ciento sesenta y
ocho años, guerrilleros que encarnen «la primera
rebelión postsocialista» o presidentes que desafíen
el racionalismo colonial conjurando el viejo lenguaje del chamán.
Hace ya tiempo que las numerosas y románticas visitas a
Chiapas demostraron que uno de los negocios más seguros
del momento sería la construcción de una Disneylandia
del rezago y la utopía iberoamericana donde los visitantes
conocieran caudillos cargados de petrodólares, dictadores
seniles de oratoria jurásica, sindicalistas cocaleros dispuestos
a encarnar la dignidad de los oprimidos, mujeres que se infartan
al hacer el amor y resucitan con el aroma del sándalo,
niños que duermen en alcantarillas o adivinas que entran
en trance para descubrir los números de misteriosas cuentas
en Suiza. Con todos los matices, la actitud de estos grupos y
personas que han decidido no ver lo que sucede en Cuba o Venezuela
no difiere demasiado de los estalinistas de hace medio siglo;
algunos, un día, se avergonzarán como aquéllos
de lo que dijeron y lo que callaron.
Por lo demás, la actitud de esta izquierda biempensante
obliga a reflexionar sobre la misma pregunta que le asaltaba a
la autora de la estremecedora y documentadísima Gulag,
historia de los campos de concentración soviéticos,
Anne Applebaum, cuando de paseo por Praga descubrió que,
entre las curiosidades, uno podía adquirir objetos militares
soviéticos: boinas, insignias, hebillas y prendedores,
las imágenes de latón de Lenin y Brézhnev
que los escolares soviéticos otrora solían llevar
de uniforme. ¿Qué tipo de crímenes e injusticias
toleramos y cuáles condenamos? Los Videla, Pinochet, Fujimori
y Stroessner nunca tuvieron en Madrid bardos y cortes similares
a las que tienen Castro y Chávez. El Dictador Supremo recreado
novelísticamente por Roa Bastos, el Yo presidente de Miguel
Ángel Asturias o el Bocanegra de Francisco Ayala tampoco
habrían hallado demasiados entusiastas a fecha de hoy.
El espectáculo de Praga causó una gran extrañeza
a Applebaum, porque la mayoría de las personas que compraban
la parafernalia soviética eran estadounidenses y europeos
occidentales. Sin lugar a dudas, se habrían sentido incómodos
al pensar en llevar una esvástica. Sin embargo, no tenían
inconveniente en llevar la hoz y el martillo prendida en la camiseta
o en la gorra. La lección no puede ser más elocuente:
mientras que el símbolo de un asesinato nos llena de horror,
el símbolo de otro asesinato masivo nos hace sonreír;
mientras que nadie alberga dudas sobre la maldad de la Alemania
nazi todavía los hay de los que creen que la Unión
Soviética de Stalin, simplemente, estaba deformada; mientras
que un caudillo como Tirano Banderas inspira la mayor repulsión
entre cierta izquierda biempensante, otros caudillos reales, aunque
no menos fantásticos, como son Chávez y Castro,
encienden su imaginación de promesas utópicas. Triste
ceguera, no ver lo que se ve, no querer ver lo que realmente se
ve. Triste impostura, convertir regímenes militarudos,
palabreros y corruptos en refugio turístico.
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