Por
Jean-François Fogel
Se
ajusta mal a la iconografía del castrismo la imagen actual
de Fidel Castro, sobrevivir
a guerrillas, intentos de asesinato, revueltas populares, tropezar
en una tribuna de Santa Clara y ahora su ultima enfermedad.
Pero
sería injusto que la devaluación brutal de su actuación
ensombreciera la "hazaña" del comandante, quien
se convirtió en en plusmarquista del poder. De todos los
jefes de gobierno nombrados en el siglo XX, es el que más
tiempo se ha mantenido en su cargo.
Ya se puede adivinar que Corea del Norte no va a celebrar sus
méritos. Después de la muerte de Kim-Il-Sung, que
estableció la mejor marca con 45 años y 302 días,
se tomó en Pyongyang la decisión de convertirle
en el "líder eterno" de su país. Semejante
desprecio de la vida biológica no podría pretender
engañar a nadie.
No hay competencia a ese nivel de resistencia, más bien
una ineludible pregunta: ¿qué posee el castrismo,
que no tiene ningún otro régimen político,
para permitir tanta duración? La respuesta es propia de
la práctica del "fidelismo", tal como lo establecieron
dos investigadores, Edward González y Kevin McCarthy, al
definir en el estudio sobre el futuro de Cuba, las herencias políticas
de Castro: caudillismo y totalitarismo.
Es
la combinación de estos dos ingredientes, en un poder personal,
lo que estableció en Cuba un sistema incomparable con otro.
El caudillo libertador que agrupa en su persona las posiciones
más altas de los poderes civil y militar es una figura
clásica de la historia en América Latina. En el
caso cubano, aquella figura se combinó con un totalitarismo
propio del socialismo, añadiendo la incorporación,
dentro del Estado, de la economía y de todas las instituciones
de la sociedad civil.
Muchos
historiadores ubican en la "ofensiva revolucionaria"
de 1968 el momento en que culminó la formación del
régimen castrista como máquina de un poder sin límite.
Al nacionalizar 55.000 pequeñas empresas y decidir que
no se podía vender una fruta o lustrar un zapato sin que
el Estado tomara cartas decisivas en el asunto, Fidel Castro se
impuso entonces como una figura inaudita: un caudillo
totalitario.
Dentro del campo socialista mostró además una determinación
absoluta con la intención de impedir cualquier fisura en
el control de la vida pública. Sólo líderes
blandos de Europa del Este permitieron la supervivencia de comentarios
políticos privados, como los samizdats en la Unión
Soviética, de sindicatos independientes, como Solidaridad
en Polonia, o de grupos disidentes actuando a favor de la democracia,
como "Carta 77" en Checoslovaquia.
Cuba
mantuvo un régimen de mano dura bajo un líder que
asumió y asume todos los poderes, pues en la isla es jefe
del Estado, del Gobierno, comandante en jefe del Ejército
y primer secretario del partido único.
Su capacidad para sobrevivir en esas funciones después
del desplome del campo socialista se entiende mejor al mirar con
otra perspectiva su trayectoria de corredor de fondo del poder.
Tanto
en África como en el Caribe, Fidel Castro es también
el único dirigente blanco que gobierna desde varias décadas
a una población de mayoría mestiza, negra o mulata.
Cuarenta años después de la gran ola de la descolonización
aflora en su historia personal, el hecho de que es hijo del gallego
Angel Castro, que llegó del otro lado del Atlántico
en la época colonial para combatir y ganarse la vida.
Angel
Castro ademas poseía un gran odio y desprecio por el cubano,
solo por ser cubano, por los cubanos haber derrotado a la metropoli,
al ejercito del que formó parte.
El
padre consiguió la finca; el hijo la extendió a
toda la isla con el mismo odio y desprecio al pueblo cubano que
aprendió del padre.
De
tal palo, tal astilla. El caudillo de la finca tiene como heredero
al rey de la isla.
En esa visión continua que pasa del estado físico
de un hombre en el otoño de su vida al país arruinado
por su liderazgo se nota la inercia del tiempo y del poder.
Ha
sido tanto tiempo con tanto poder que el caudillo totalitario
ha cobrado la pátina inalcanzable y agotada de los monarcas
perdidos en el laberinto de su propio reino. Ya es el cuarto jefe
de Estado más veterano del mundo. Sólo tres monarcas
entraron antes que él en la vida institucional: la reina
Isabel II de Inglaterra, el príncipe Rainiero III de Mónaco
y el rey Bhumibol, Rama nueve de Tailandia.
Pero como Fidel Castro es también jefe del Ejecutivo en
Cuba, no vale esa referencia a tres personas que no dañaron
nunca a su país.
Más
bien hay que pensar en el interminable reinado de Luis XV en la
Francia en quiebra de una monarquía que no sabía
cómo seguir siendo absoluta. Al mezclar ese modelo político
del siglo XVIII con los del caudillismo latinoamericano del siglo
XIX y con el del liderazgo socialista del siglo XX, Fidel ha conformado
el ser político anacrónico sobreviviente en los
principios del siglo XXI vestido con el uniforme de comandante
en jefe de la revolución cubana.
Claro que esa hibridación histórica tan extraña
impide todavía a los cubanos tener una ubicación
clara en el tiempo y el espacio.
Obedecen
a un rey exiliado en el sueño de una revolución
socialista que pretende defender la independencia de la isla,
pero tiene como primer ingreso la ayuda del exilio.
En
esa confusión, la historia ofrece una sola certidumbre:
la última elección democrática de un líder
en Cuba con, a la vez, libertad de candidatura y expresión
libre en la campaña electoral tuvo lugar el 1 de junio
del 1948.
Son
ya más de 60 años, lo que hace del pueblo cubano
el plusmarquista del silencio político y demócratico
en las Américas.
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