Por
Voltaire Spinoza
En
los 60 la izquierda de esta parte del mundo se deslumbraba con
la revolución cubana; en los 70 polemizaba sobre la exportación
de la revolución al resto de América Latina; a fines
de los 80, y ya desaparecida la Unión Soviética,
se preocupaba por la supervivencia del régimen. Hoy parece
que sus desvelos se concentran en los partes médicos sobre
la salud del líder máximo, Fidel Castro.
Los que alguna vez abrazamos con fervor propio de feligreses la
causa de la revolución cubana no podemos evitar preguntarnos
qué ha sido de aquel intento de cambiar el mundo y alumbrar
al hombre nuevo, qué ha quedado de una revolución
que iba a imponer la justicia y la libertad contra viento y marea,
siguiendo los pasos de aquel experimento impuesto a sangre y fuego
que fue el llamado “socialismo real”. No hay cómo eludir
los interrogantes cuando, al parecer, de la salud del comandante
en jefe de las Fuerzas Armadas, presidente del Consejo de Estado
y del gobierno, primer secretario del Partido Comunista, primer
rostro de la cartelería habanera y primer todo lo que imaginar
se pueda depende el futuro del “primer territorio libre de América”,
como gustan definir a Cuba los apologistas del régimen.
Hay algo que no cierra en la idílica imagen oficial de
Cuba: en una sociedad supuestamente emancipada de la opresión
y la explotación, libre de todas las plagas del capitalismo,
dirigida por ciudadanos cultos y responsables nadie debería
estar con el corazón en la boca por llegar a la humanísima
conclusión de que también los líderes máximos
están irremediablemente abocados a dejar este mundo. Por
no hablar de que la figura de un líder máximo luce
totalmente incompatible con una sociedad de ciudadanos libres.
Si las cosas se ven desde otra perspectiva, la preocupación
por la salud de Castro se comprende perfectamente. En regímenes
personalistas, en los que se fomenta el culto a la personalidad
y el caudillo –siempre rodeado por una cohorte con fidelidad casi
canina– lo decide prácticamente todo, desde el volumen
de la zafra azucarera hasta la pedagogía revolucionaria,
pasando por la vida de los opositores y la gloria del deporte
nacional, no debería sorprender que su salud sea un asunto
de Estado. Diríase que el cuerpo de Fidel es el cuerpo
del “socialismo” cubano. Padecimos sus relatos en primera (y tercera)
persona cuando el episodio del tropezón de hace dos años
que le provocó la fractura de una rodilla, y vuelve a fastidiarnos
ahora nada menos que con sus intestinos. No son pocos los que
abrigan el sueño de un Fidel Castro eterno. Véase
si no, lo que dijo no hace tantos años su médico
personal, Eugenio Selman: “nos hemos propuesto que Fidel viva
120 años y, si lo conseguimos, trataremos de prolongarle
la vida hasta los 140”. La veneración al líder es
el rasero con el que se mide el compromiso de los cubanos con
el régimen. Con la excepción de la república
hereditaria norcoreana (y tal vez de Gadafi en Libia), ya no quedan
dictaduras en el mundo cuyo destino dependa tanto de la supervivencia
de su jefe máximo.
Con todo, no es únicamente la omnipresente centralidad
de la figura del caudillo la que indefectiblemente provoca estupor.
Sólo los hombres con fe, de los que se nutre una parte
nada desdeñable de la izquierda latinoamericana, se empeñan
en perpetuar el mito de que Cuba es lo más parecido a un
edén poscapitalista del que han desaparecido los males
que aquejan al resto del continente o, peor, en justificar en
nombre de la necesidad o las condiciones exteriores los peores
excesos del régimen cubano.
¿En qué ha quedado la aspiración a terminar
con cualquier forma de opresión política e inaugurar
el reino de la libertad? En un Estado policíaco que persigue
a los opositores y los condena a décadas de cárcel
lisa y llanamente por no comulgar con las autoridades (terminemos
con la canallesca versión de que todos los opositores son
gusanos al servicio de la CIA porque los hay que son de izquierda
e incluso algunos que fueron compañeros de la primera hora
de Fidel caídos en desgracia), en un sistema totalitario
de control y delación organizado a partir de los famosos
Comités de Defensa de la Revolución (CDR), de participación
casi obligatoria so pena de ostracismo, en la pena de muerte,
en los obstáculos a la emigración, en la prohibición
de pertenecer a otro partido político que no sea el comunista,
en el monopolio del poder por una casta burocrática privilegiada
(integrada básicamente por los miembros de los órganos
de dirección del PCC), en la imposibilidad de leer diarios
y revistas que no sean los oficialistas Granma y Juventud Rebelde,
con su prosa soporífera y su incombustible retórica
revolucionaria, en la censura de cualquier tipo de literatura
o producción artística que ponga en duda las fantasiosas
verdades oficiales, en el exilio de los escritores e intelectuales
disidentes, en el confinamiento de los homosexuales en centros
de “reeducación”, en la prohibición del derecho
de huelga y de formar sindicatos independientes del Estado, innecesarios
según el imaginario oficial, dado que el “socialismo” se
habría encargado de suprimir los conflictos de clase.
A quienes se afanan por encontrar las siete diferencias entre
la Unión Soviética y Cuba cabe reconocerles una
cosa y recordarles otra. Efectivamente, el Caribe no es Siberia,
ni conviene confundir el ron con el vodka, pero la racionalidad
de sus respectivos sistemas políticos sólo se diferenció
en asuntos menores. Baste con recordar el emocionado apoyo de
Fidel a la invasión soviética de Checoslovaquia
y, si no quieren irse tan atrás, está el fusilamiento
de uno de los generales más prestigiosos de la revolución,
Arnaldo Ochoa, por supuesto contubernio con uno de los cárteles
colombianos de la cocaína (en cuyo caso sólo a un
crédulo impenitente se le puede ocurrir que el líder
máximo no estaba al tanto de semejante acuerdo). No he
conocido nada más parecido a los procesos de Moscú
de 1937 contra la oposición de izquierda en la Unión
Soviética que las actas del juicio a Ochoa, con sus autoinculpaciones
y patéticos arrepentimientos.
Buena parte de la feligresía castrista no da crédito
a estas descripciones. Su impermeable monoteísmo les indica
que se trata de inventos de la contrarrevolución. Otros,
apenas un poco más sofisticados en su justificación
del régimen cubano, alegan que tales evidencias en nada
empañan sus grandes logros, básicamente en el terreno
de la justicia y la igualdad sociales (en particular en el terreno
de la educación y la salud). El primer reparo que se me
ocurre se les puede hacer a estos últimos es que, a primera
vista, no se aprecia cuál podría ser la relación
lógica entre esos logros y la inconmovible dictadura que
impera en Cuba. El recurso es tan insistente –y tan ingenuo– que
no queda más remedio que preguntarse si para mejorar la
educación y la salud de los habitantes de un país
acaso habrá que suprimir la libertad de reunión
y manifestación o cualquier otro derecho democrático.
Pero incluso en este terreno el relato castrista ha alterado fantásticamente
la realidad con su pretensión de que en Cuba asistimos
a un igualitarismo sin parangón. En Cuba hay tantas diferencias
sociales como en cualquier otra parte, aunque la naturaleza de
esas diferencias sean específicas de un sistema en el que
la propiedad de los grandes medios de producción, su gestión
y la distribución de la riqueza social es potestad de una
clase que además monopoliza todos los resortes del poder.
Hay, pues, una gran diferencia de capacidad decisoria entre la
jerarquía del régimen y el ciudadano común;
hay asimismo diferencias estrictamente económicas entre
los miembros de la nomenclatura (dirigentes del Partido Comunista,
directores de empresas estatales, jerarquía militar, artistas
adictos al régimen, etc.) y el resto de la población,
que no tiene acceso a los privilegios de los que goza la primera
y que no son nada despreciables en una economía que sufre
enormes penurias tras casi cincuenta años de “socialismo”:
viviendas en barrios exclusivos, coches oficiales, bienes que
deben adquirirse en dólares, acceso a Internet y fuentes
de información internacionales vedadas al resto de la población,
posibilidad de viajar al exterior, etc. Tampoco han desaparecido
las diferencias de ingresos: el 80% de la población cubana
gana menos de 300 pesos mensuales, lo que equivale a unos 24 dólares,
mientras que 1,5% de los cubanos, mayoritariamente blanco, con
acceso a remesas o altos funcionarios del gobierno y empleados
de empresas extranjeras gana entre 1.000 y 6.000 pesos cubanos
mensuales. Y las hay, finalmente, entre quienes tienen acceso
a la llamada “área dólar” –nuevamente altos funcionarios
del gobierno, familiares de emigrantes y trabajadores vinculados
al sector turístico.
La extendida aspiración de los cubanos a emigrar es acaso
la mayor prueba de lo insatisfactorias que les resultan sus condiciones
materiales de vida. Si de los cerca de 200.000 cubanos que emigraron
en los años 60 se puede decir que se oponían al
curso político de la revolución, muy diferente resulta
el caso de los 125.000 que abandonaron la isla por el puerto de
Mariel en 1980 y las decenas de miles de balseros que lo hicieron
en los 90. No son “gusanos” ni agentes de la dictadura de Batista.
Se trata de personas educadas bajo el orden revolucionario, miembros
de una generación nacida en la Cuba de Fidel Castro convertidos
en emigrantes económicos, ni más ni menos que como
en cualquier otro país de Latinoamérica.
Conviene dedicarle dos palabras a la justificación favorita
del castrismo a la hora de responder a estos señalamientos:
el embargo estadounidense. Dicho embargo (más perforado
que un queso gruyère, puesto que son cada vez más
las empresas extranjeras que invierten en y comercian con Cuba,
haciendo oídos sordos a la obsoleta cruzada emprendida
desde Washington) es un chivo expiatorio que puede explicar algunas
penurias económicas pero no las desigualdades y, mucho
menos, la ausencia de democracia en Cuba.
Si algo puede ayudar a arrojar luz sobre la irremediable decadencia
a la que parece abocado el capitalismo de Estado cubano ese algo
es su condición de país subdesarrollado en un mundo
globalizado bajo la hegemonía del capital. Son demasiadas
las evidencias de que no basta la mera voluntad de enterrar el
capitalismo (en el dudoso caso de que ese haya sido el propósito
de la revolución) para que ello efectivamente sea posible
en un país de escaso desarrollo como Cuba. Claro que no
es ajena a esos problemas que enfrenta hoy el régimen cubano
la convicción de que un grupo de revolucionarios decididos
puede cambiar el mundo. Una convicción por cierto más
tributaria de Stalin y Mao que de Marx. Está visto que
no, que ese sueño voluntarista fue uno de los factores
que contribuyó a engendrar estas pesadillas.
La obsecuencia casi teológica con la que una buena parte
de la izquierda latinoamericana se empeña en alimentar
el mito de la revolución cubana es acaso uno de los mayores
misterios de nuestro tiempo. Impide incluso el intercambio razonado
de argumentos, reemplazados generalmente por el adjetivo y el
anatema. Tal vez sólo pueda explicársela por esa
inclinación tan humana a necesitar una referencia paternal,
una luz que nos ilumine un camino que se presenta demasiado oscuro,
aunque para ello haya que renunciar a pensar e incurrir en contradicciones
monumentales. Ninguno de nuestros castristas dudaría, por
ejemplo, en criticar acerbamente a un régimen con las características
aquí descritas… salvo que ese régimen sea el de
Fidel Castro, claro. Cuando se les recuerda que esas descripciones
corresponden a Cuba, entonces empieza el desconcierto, y se reemplaza
la crítica por el balbuceo de justificaciones.
La peor de ellas es la que pretende que criticar a Cuba supone
darle argumentos a la derecha. Ninguno de ellos se ha puesto a
pensar en que tal vez el mejor argumento que se le podría
suministrar a la derecha (un argumento precioso, diríase
que servido en bandeja de plata) es insistir en defender a un
sistema como el cubano o sugerir que se está empeñado
en una lucha por algo parecido, aunque sea remotamente parecido,
al régimen que impera en Cuba.
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