Por
Óscar Espinosa Chepe
En
Cuba, muchas veces lo que se observa en la superficie política
y social no tiene relación con lo que realmente sucede.
Ésta es una cuestión presente desde épocas
coloniales, cuando se tenía el concepto de que las leyes
existían, pero no se cumplían.
La única diferencia con experiencias pasadas resulta que
la magnitud de este fenómeno se ha ampliado a niveles increíbles
a través de la doble moral, la hipocresía, la mentira
y otros dobleces reflejo de las complejidades de la vida de los
cubanos.
Quien dude lo anterior, puede leer los artículos del periódico
Juventud Rebelde de las últimas semanas sobre el incremento
desmedido de las llamadas ilegalidades, con datos reveladores
de que mientras el Gobierno recentraliza la economía y
suprime paulatinamente el trabajo por cuenta propia para atar
más a los ciudadanos, en la realidad está avanzando
un proceso anárquico de privatización.
El presidente Fidel Castro llamó a combatir la corrupción
y las ilegalidades el 17 de noviembre de 2005, brindando una cantidad
abrumadora de elementos que reflejaban una tendencia, que, según
él, estaba poniendo en peligro la propia existencia de
la Revolución. Ahora, las cifras ofrecidas por Juventud
Rebelde demuestran que los problemas no sólo se mantienen,
sino crecen.
En un estudio comparativo realizado entre enero y agosto del 2005
e igual periodo del presente año, se observa un incremento
del 22,4% de centros violadores de la legalidad. En la ciudad
de La Habana, en 11.692 establecimientos -el 52% de los examinados-
se encontraron violaciones de precios y alteraciones de la norma
de los productos vendidos y los servicios prestados.
En las investigaciones fue detectado un número considerable
de centros con precios de venta muy superiores a los establecidos
oficialmente, así como el suministro de mercancías
por debajo del peso o la cantidad. Ciertamente, existen factores
clave: la falta de control estatal y la carencia de aseguramiento
material, que obliga a administradores y trabajadores a comprar
los recursos, muchas veces en bolsa negra, para poder seguir trabajando.
Eso incluye hasta reparaciones constructivas en los locales o
arreglo de equipos que el Estado es incapaz de asumir, produciéndose
un tipo de privatización encubierta.
En los mencionados artículos de Juventud Rebelde, no fue
abordado el problema en toda su magnitud. No se habla de las Tiendas
de Recuperación de Divisas, donde en algunas ocasiones
mercancías ofertadas pertenecen a los trabajadores, quienes
las adquieren en otros lugares para luego venderlas y obtener
altas ganancias, aprovechándose de los desmesurados precios
oficiales.
También hay una creciente privatización en el sector
de la Salud Pública, donde debido a las carencias y más
recientemente a la falta de médicos, de forma casi siempre
sutil, en ocasiones se espera de los pacientes retribución
por los servicios prestados; con lo cual en un sector que alcanzó
ciertos niveles de calidad y eficiencia hoy se aprecia una tendencia
a que estén ligadas a las posibilidades económicas
de los pacientes. Esta situación se reproduce en la Educación
con características propias.
Esta problemática se analizó en el Congreso de la
Central de Trabajadores de Cuba (CTC), efectuado en septiembre
pasado, donde se condenó el incremento de la corrupción.
Sin embargo, se soslayó la fuente del problema: un sistema
ineficiente e incapaz, generador de la miseria y el desorden,
promotores de la corrupción.
Hoy, en Cuba, con el salario no se puede vivir. Por ello, administradores
y trabajadores reaccionan con el robo y el delito. Adicionalmente,
el Estado es probadamente incapaz de controlar las empresas, mayoritariamente
carentes de contabilidad confiable, lo que crea un paraíso
para los actos delictivos y la paulatina degradación de
las personas, quienes después de muchos años viviendo
en esta situación la aceptan como normal, creándose
de hecho una nueva moral basada en la mentira y el engaño.
Este escenario se complica con la dualidad monetaria, la existencia
de una variedad anormal de mercados, un exceso creciente y desproporcionado
de los niveles de liquidez financiera en manos de la población,
así como una perenne escasez de mercancías y servicios,
la corrupción y altas tasas de inflación devoradoras
de los ingresos y ahorros de la ciudadanía.
El problema de los salarios no tiene solución sin una reforma
radical del sistema que libere las fuerzas productivas e incremente
la eficiencia de las empresas, posibilitando el aumento real de
los salarios. Las informaciones dadas en el congreso obrero de
que la tercera parte de las empresas estatales trabajaron con
pérdidas en el primer semestre del año, o que en
esa misma etapa el salario promedio nominal mensual creció
casi cuatro veces más que la productividad, hacen imposible
cualquier mejoría.
La dirección provisional del país debe tomar todo
esto en cuenta y apurarse a resolverlo, puesto que la envergadura
de los problemas es más que asfixiante y pudiera traducirse
en inestabilidad social.
Desde hace tiempo debió reconocerse el terrible error de
que el Estado quiera administrar barberías, taxis, peluquerías,
zapaterías, pequeños comercios, restaurantes y toda
clase de chinchales; verdad señalada en su época
hasta por los antiguos marxistas cubanos. Es el momento de un
viraje hacia la privatización de todos esos establecimientos
y la distribución de la tierra a los campesinos, meta principal
de la Revolución en sus orígenes e incumplida.
Sólo así se evitaría el robo a gran escala
vigente en todo el país. Se quitaría al Estado muchas
empresas que sólo dan pérdidas económicas
y degradación humana. Se crearían fuentes de trabajo,
que propiciaran la eficiencia en las grandes empresas, ahora sobrecargadas
de personal innecesario. El presupuesto nacional se beneficiaría,
al cobrarse impuestos que hoy no se reciben de la enorme economía
sumergida existente. Asimismo se crearía más riqueza,
más calidad en productos y servicios ofertados por medio
de una competencia socialmente controlada, con beneficios para
productores, consumidores y el Estado.
Ante la anormal privatización existente y sus insanas consecuencias,
se impone un reordenamiento gradual y racional de la propiedad,
cuyo comienzo no puede demorarse.
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