Por
Arlen Regueiro Mas
Llegarán
unos minutos
pasada la medianoche. Alejandro irá hasta el baño
y Samantha quizás tropiece con los restos del alcohol que
aún le nublan la vista. Temen despertar a los otros. Encenderá
la luz y ella lo querrá contemplar desde el espejo, su
mano derecha intentando alcanzar el rostro cubierto de maquillaje,
es posible que él la detenga antes de quitar las pestañas.
Samantha se llenará de agua el cuenco de las manos para
limpiar el sabor a esperma de su boca. Alejandro la ayudará
a desvestirse, las uñas de ella podrán acariciarle
unos instantes la espalda. Irá a sentarse en el retrete.
Ha sido una noche difícil, quizás piense: el muchacho
del tatuaje azul resultó ser demasiado violento.
Cuando termine de orinar Alejandro recogerá el vestido
para guardarlo en una jaba. Apagará la luz y regresarán
al cuarto. Cautelosamente abrirán la puerta de la taquilla
para dejar adentro el bulto. Samantha se peinará y Alejandro
puede que busque a tientas su litera. En la cama de abajo es probable
que Osvaldo duerma un sueño algo intranquilo.
Samantha pondrá un pie cerca de las manos de Osvaldo. Alejandro
saltará hasta la cama de arriba cubriendo su cuerpo desnudo
con una sábana. Samantha querrá recordar al muchacho
del tatuaje azul, pero su imagen se habrá diluido en el
miedo. Aún le arde la mejilla, le arden los labios, y quizás
el tacón partido en la pelea nunca pueda componerse. Alejandro
siente como en la cama de abajo Osvaldo al parecer tiene un sueño
bastante intranquilo.
Tenía una belleza limpia y poco más de veinte años.
Cuando Samantha lo ve encendía un cigarrillo en una de
las cuatro esquinas del Tony Park. Ella ensaya su andar más
provocativo para pasar muy cerca, casi rozando el hombro donde
apenas se intuía un tatuaje. Él la contempló
detenidamente.
Samantha adivina el gesto al cruzar la calle y detenerse en las
sombras de un portal; se vuelve hacia él humedeciendo,
de izquierda a derecha, su labio superior, de forma que el creyón
se torne incandescente. Él también cruzó
la calle y al pasar junto a ella arrojó la colilla del
cigarro a sus pies. Samantha lo sigue con la vista, cuando él,
con un movimiento de cabeza, la invitó a seguirlo.
Él caminaba despacio, con las manos dentro de los bolsillos.
Treinta pasos más atrás Samantha mantiene la distancia
jugueteando con su pequeño bolso. Inquieta. Feliz. Dos
cuadras después él dobló por un pasillo en
penumbras, subió las escaleras. Ella apura el paso, al
llegar a la entrada del corredor casi no puede contener la saliva
en su boca.
La noche allí fue muy intensa. Cuando sus ojos se adaptan
a la oscuridad Samantha distingue los contornos del muchacho del
tatuaje azul. La espalda contra el muro, el pulóver negro
retenido en las axilas, el jeans (también negro) cerca
de los tobillos y la pinga, como una lanza, bajo el único
rayo de luz.
Al caminar hacia él Samantha quiere ensayar uno de sus
pasos de pasarela. Sonríe conteniendo el torrente de saliva
en su boca. Se detiene frente a él. Lo mira a los ojos
y cree descubrir en ellos el deseo que siempre había querido
encontrar en Osvaldo. El muchacho del tatuaje azul rozó
con su miembro el vestido de Samantha. Ella intenta besarlo, pero
él la cogió por los hombros obligándola a
agacharse. Samantha sube el vestido hasta sus rodillas. De un
golpe se mete la verga del muchacho del tatuaje azul en la boca.
Mamar pingas fue siempre su especialidad, pero esta, la del muchacho
del tatuaje azul, tiene cierto sabor a peligro en su semejanza
con Osvaldo, que la hace detenerse en el deleite de prolongar
el orgasmo y saciar su apetito, el ayuno de meses.
Los labios de Samantha acarician el pubis del muchacho del tatuaje
azul mientras el glande rompía su garganta, casi abriéndole
pozos de sangre en el cuello. El sabor de la esperma la asfixia.
Le parece que él eyacula. Saca la pinga de su boca y comienza
a masturbarlo; con la lengua y los labios le castiga los testículos.
El muchacho del tatuaje azul la volteó intentando subirle
el vestido. Le preguntó: ¿Cuánto me vas a
dar? Ella dice que nada, que se ponga un condón, pero él
hizo como que no la escuchaba. Samantha se le escapa de las manos
y abre el bolso. El muchacho del tatuaje azul cerró su
portañuela acercándose a ella. Samantha siente el
puño contra su mejilla. Intenta bajar las escaleras, correr,
pero él fue mucho más ágil y fuerte. En eso
también le recuerda a Osvaldo.
Samantha se morderá los labios como si quisiera contener
el deseo. Piensa en Osvaldo, pero Osvaldo es el muchacho del tatuaje
azul; y Alejandro la única posibilidad de alcanzar un simulacro
del placer. Durante mucho tiempo ha buscado un hombre como ese.
Desde niña se masturbaba ante las imágenes de aquel
cuerpo en una revista, sus miembros recios, dibujados por una
aguja de tinta azul, y ha pensado estar en él, ser en él.
Tatuada. Sangrante. Pero aunque en la cama de abajo Osvaldo tenga
un sueño demasiado intranquilo, ella deberá contenerse
y llevar sus manos al pecho desnudo de un Alejandro que siempre
quiso estar dormido.
Las manos de Osvaldo son tan robustas que quisiera sentirlas bautizándole
el cuello. Si fuera mi hombre, piensas al inventarte citas con
él, en lugares oscuros y sórdidos como los que acostumbras
a visitar cuando estoy dormido, cuando no existo para ti y lo
descubres semidesnudo, acostado en la cama que fue mía,
con una mano en la nuca y la otra en la entrepiernas. Esa misma
entrepiernas que has visto en el gimnasio, contenida en el short
negro. Entonces, trazas tu piel sobre su torso cubierto de vellos,
con una humedad salobre.
Te precipitas en Osvaldo como aquella tarde en que llegó
por vez primera al cuarto y no te importó que fuera hasta
mi cama, para decirme: Recoge tus cosas mariquita, si no quieres
que te rompa la cara. No voy a recoger ni cojones, hace dos meses
que duermo aquí, le dije y me agarró por el cuello,
me pegó a la pared hasta casi estrangularme.
Te hubiera encantado que fuera tu cuello en el lazo terrible de
sus dedos, pero a mí no, yo intentaba defenderme, darle
patadas, piñazos que a Osvaldo jamás le dolerían.
¿Vas a recoger tus mierdas o no? ¿Vas a dormir arriba?,
gritaba él, casi mordiéndome el lóbulo de
la oreja, mientras en el cuarto todos hacían silencio.
Nadie se atrevió a mirarlo. Nadie se aventuró a
decirle que me soltara. Ni siquiera tú, que ya alucinabas
por su hombro tatuado, por los bíceps que nunca tuvo el
muchacho del tatuaje azul.
Nada te importa Samantha, ni que me robe el jabón y la
comida, ni que viva pendiente de cuanto digo o hago, para burlarse
de mí y hacerme el centro de sus juegos. Tú quieres
templártelo. Lo velas cuando va a bañarse. Miras
por la ventana como se enjabona el sexo y las nalgas. Te masturbas
pensando en sus piernas, en el abdomen terso. Buscas encontrarte
con él, mirarlo a los ojos, para ver si descubre en los
tuyos las ganas que tienes de meterte su pinga.
Pero Osvaldo solo piensa en Laura, Samantha. No tiene para ti
las madrugadas. Él también viene con ella unos minutos
pasada la medianoche. La acompaña al baño y le ayuda
a quitarse el vestido. Se acuesta con ella en esa cama que fue
mía y tuya, en esa cama donde te revuelcas cuando no hay
nadie en el cuarto, para sentir su olor, pegarlo a tu piel, como
si fuera un perfume exquisito.
Samantha dejará escapar un suspiro al cerrar los ojos.
Sus manos, ahora en el sexo de Alejandro, evocarán la cintura
del muchacho del tatuaje azul, los muslos de un Osvaldo que al
parecer ya salió de la pesadilla. Antes de dormirse Alejandro
pensará: No sé por qué aún comparto
esta cama contigo, por qué no me voy y mando al carajo
todo esto, a Osvaldo y a ti.
Osvaldo no sabe cuánto lo desea Samantha, pero sí
que Alejandro le teme. Aunque suele tener un sueño profundo
hoy no ha logrado pasar de la somnolencia. Habrá peleado
con Laura y a pesar de que la muchacha lo dejó en medio
del Tony Park con la palabra en la boca, él, inconscientemente
tal vez, la ha esperado durante toda la noche, evocando los senos
dulces, pequeños y firmes.
Llegan unos minutos pasada la medianoche. Alejandro va hasta el
baño y Samantha tropieza con los restos del alcohol. Temen
despertar a los otros. Él enciende una luz y ella lo contempla
desde el espejo, intenta alcanzar el rostro cubierto de maquillaje.
Osvaldo ya pensaba en Laura. Sus manos, debajo del short, le acariciaban
los testículos. La luz del baño dibuja un rectángulo
sobre el piso del cuarto. La penumbra lo ilumina demasiado como
para que continúe. Saca las manos del short. Se vuelve
de espaldas a la claridad y cubre su cabeza con una almohada.
Espera.
Samantha se llena de agua el cuenco de las manos para quitar el
sabor a esperma de su boca. Alejandro la ayuda a desvestirse,
las uñas de ella le acarician por unos instantes la espalda.
Va hasta el retrete. Ha sido una noche difícil.
En el cuarto hay tres literas y seis taquillas. Las paredes son
blancas. Solo dos puertas: la del baño y la que da a las
escaleras. Una ventana alta, por la que se deja entrever la claridad,
los ruidos nocturnos del Tony Park, permanece abierta siempre;
por ella la humedad de la noche penetra en la habitación.
Sobre el cuerpo, aparentemente dormido de Osvaldo, cae un débil
sesgo de luz.
Cuando termina de orinar Alejandro recoge el vestido para guardarlo
en una jaba. Apaga la luz y regresan al cuarto. Samantha se peina
y Alejandro busca a tientas la litera.
En la cama de abajo Osvaldo vuelve a llevarse las manos a los
testículos. Con la yema de los dedos se palpa el sexo e
imagina que Laura está allí y le arrulla el miembro
con la lengua. Evoca los senos de la muchacha, los pezones rosados
que suele agasajar con los dientes mientras ella le cabalga encima.
El miembro se le vuelve a endurecer.
Samantha pone un pie cerca de las manos de Osvaldo. Alejandro
salta hasta la cama de arriba y cubre su cuerpo desnudo con una
sábana. Samantha intenta recordar, pero la imagen se diluye
en el miedo, aún le arde la mejilla y quizás el
tacón nunca pueda componerse. Samantha deja escapar un
suspiro al cerrar los ojos y evocar la cintura del muchacho del
tatuaje azul, los muslos de Osvaldo.
Alejandro y Samantha al parecer no sienten como, en la cama de
abajo, Osvaldo se lleva una mano a la boca, reúne bastante
saliva entre sus dedos y se humedece el glande. Las caderas de
una Laura que imagina le rozan el pubis. Desnuda y muy blanca,
de espaldas, la imagen de la muchacha encima de él, golpeando
cada definición muscular de su abdomen. Casi endeble, es
menuda y elástica, sus glúteos lo poseen. Osvaldo
continúa mojando con saliva su miembro, adulándolo
una y otra vez, hasta el dolor que la contención le propicia,
hasta el placer.
Debo esperar que todo el mundo esté bien dormido. Esto
ha sido hoy un desfile. Uno no puede ni hacerse una paja con tranquilidad.
Hacía falta que Laura estuviera aquí. Ella podría
chupármela sin que nadie se diera cuenta. Comérsela
toda como si fuera de mantequilla. Tragarse la leche. Pero la
muy puta dice que soy un salvaje. Me ha dejado plantado en el
parque. Y todo porque le pedí que me la sacara allí
mismo con la boca. Que me la mame, dijo. Ojalá pudiera.
Ya no tengo tanta agilidad como antes.
Cuando estaba en el ejército, sí. Yo era el único
en todo el batallón que podía hacerlo. Ahora ni
intentarlo siquiera. Aunque es igual de grande que antes, quizás
un poco más. Aquí nadie la tiene del mismo tamaño.
Debería salir y buscar un maricón que me la mame.
Pero ya es muy tarde. Con el ruido que hizo este al descargar
el baño todos deben estar medio despiertos. Cualquiera
podría seguirme y descubrir a dónde voy. Tengo que
esperar que estén bien dormidos. Qué ardor coño.
Mejor la mojo un poco más.
Si Laura estuviera aquí se la metería por el culo.
Le daría pinga hasta en el blanco de los ojos. Qué
espalda más rica tiene, parece un tipo. El pendejo de Alejandro
se le parece mucho. La otra tarde cuando se quitó la ropa
para bañarse, lo vi de espaldas y casi se me para. Tuve
que secarme pronto y salir del baño a medio vestir para
que no se diera cuenta. ¿Me estaré volviendo bugarrón?
Cojones qué rico estoy. Qué ganas de templar. Hasta
a un pájaro le meto mano. Total si de espaldas son iguales
que las jevas. Deja mojarla otro poco. Un culo es lo que me hace
falta. Para qué se levanta ese ahora. A mear. Coño
cuando no es Juana… Hacerse una paja aquí es del
carajo. Voy a tener que quedarme con el calentón. Con el
dolor de cojones que tengo no voy a poder dormir tranquilo. Si
Laura llegara. Pero ya no va a volver. Es muy tarde. Mejor me
duermo. Mañana buscaré a quien templarme.
La luz del baño dibuja un rectángulo sobre el piso
del cuarto. La penumbra lo ilumina demasiado como para que continúe.
Saca las manos del short. Se vuelve de espaldas a la claridad
y cubre su cabeza con una almohada. Intenta dormir. El que está
en el baño apaga la luz. Es una sombra buscando su lecho,
el sueño del que quizás no haya salido nunca.
Samantha y Alejandro duermen. Ella con las manos en el sexo viril,
casi perdido entre los muslos de un Alejandro que juega en un
jardín de flores blancas y olorosas, parecidas a las margaritas
que ella acostumbraba llevarle a su padre muerto, cuando su madre
no la velaba y ella podía hablar con él, decirle
cuánto lo amaba.
Alejandro no ha podido olvidar sus labios sangrantes, el cuello
amoratado por las manos de un Osvaldo que lo mortifica y perdura
en él, corroyéndolo. Duermen como si este sueño
fuera el último después de una larga agonía,
un eterno cansancio.
En el cuarto hay tres literas y seis taquillas. Las paredes son
blancas. Solo dos puertas: la del baño y la que da al pasillo
de la escalera. Una ventana alta, por la que se deja entrever
la claridad, los ruidos nocturnos del Tony Park, permanece abierta
siempre; por ella penetra la humedad de la noche. Sobre el cuerpo,
aparentemente dormido de Osvaldo, cae un débil sesgo de
luz.
Ruido. Un movimiento feroz. Despiertan. En la cama de abajo Osvaldo
parece tener un sueño demasiado intranquilo. Samantha quiere
asomarse, descender; pero un Alejandro temeroso intentará
asirla por el cabello, la contendrá en el preciso instante
en que ella se asome y descubra el sesgo de luz que cae, definitivo,
sobre la pinga de Osvaldo.
Quizás Samantha proteste con la boca llena de saliva; quizás
realmente Alejandro no duerma, se encuentre establecido en ese
espacio indefinible que limita con el insomnio, un instante donde
no se puede reconocer si lo real es la vida o un sueño.
Entonces Samantha aún tendrá tiempo para contener
la caída, el vértigo que la precipite de una vez
por todas en la anhelada verga de Osvaldo, del muchacho del tatuaje
azul.
Es bello y tiene poco más de veinte años. Cuando
Samantha lo descubre enciende un cigarrillo en una de las esquinas
del Tony Park. Él la mira y se lleva la mano con el cigarrillo
a la portañuela.
Osvaldo vuelve a pensar en Laura. En sus tetas blancas y diminutas
como dos motas de algodón. Nunca pudo dormirse y el miembro
le arde como si lo tuviera envuelto en brazas de carne. Lo humedece.
Poco le importa que se despierten o que duerman. Quiere venirse
a como dé lugar.
Samantha adivina el gesto al cruzar la calle y detenerse en las
sombras de un portal. Él también cruza la calle
y al pasar junto a ella arroja la colilla del cigarro a sus pies.
Samantha la apaga con la punta del zapato y lo sigue con la vista.
Él, con un movimiento de la cabeza, la invita a seguirlo.
A Osvaldo le duelen los testículos. Laura traería
un vestido negro, de terciopelo, ajustado al cuerpo. Su cabellera
rubia podría trazar los límites entre la luz de
la puerta y las sombras de la escalera. Las piernas robustas ascenderían
cada uno de los peldaños casi en cámara lenta. Osvaldo
sonríe bajándose el short. Termina de arrojarlo
de la cama con los pies mientras sus manos se aferran al miembro
erecto.
El muchacho del tatuaje azul camina despacio, con las manos en
los bolsillos. Samantha mantiene la distancia jugueteando con
su pequeño bolso. Inquieta. Feliz. Él dobla por
un pasillo en penumbras. Ella apura el paso, al llegar a la entrada
del corredor casi no puede contener la saliva en su boca.
Osvaldo se inclina sobre su pinga y escupe una, dos, tres veces.
Apoyado en la mano izquierda mira hacia la puerta buscando a Laura.
Con la otra mano riega la mezcla pegajosa por su enorme verga.
Se muerde los labios y asiente. Ella se detiene en la puerta del
cuarto. La silueta de su figura es casi transparente para Osvaldo
que cierra los ojos y la intuye acercándose.
La noche allí es muy intensa. Cuando sus ojos se adaptan
a la oscuridad Samantha distingue los contornos del hombre desnudo
en la cama, apuntando hacia ella la pinga. El muchacho del tatuaje
azul, la espalda contra el muro, el pulóver negro retenido
en las axilas, el jeans (también negro) cerca de los tobillos.
Al subir la escalera Samantha sonríe conteniendo el torrente
de saliva en su boca. Se detiene y lo mira a los ojos. Cree descubrir
en ellos el deseo que siempre quiso encontrar en aquel cuerpo
que ahora se agita y arde esperando la humedad que proviene de
ella.
Él siente como ella se tiende con gesto teatral en la cama.
Sus cuerpos chocan, se estremecen al más leve contacto.
Osvaldo roza con su miembro el vestido de Samantha. Ella intenta
besarlo, pero él la toma por los hombros obligándola
a descender hasta su abdomen. Samantha sube el vestido a la altura
de las rodillas. De un golpe se mete la pinga de Osvaldo, del
muchacho del tatuaje azul, en la boca.
Los labios de Samantha acarician el pubis de Osvaldo mientras
el glande quiere romperle la garganta, abrir pozos de sangre en
su cuello. El sabor de la esperma la ahoga. Cuando le parece que
eyacula, saca la pinga de su boca y comienza a masturbarlo; con
la lengua y los labios le castiga los testículos.
Osvaldo la voltea y le sube el vestido. Ella dice que no, pero
él insiste. Ella le dice que se ponga un condón,
pero él hace como que no la escucha, se le escapa de las
manos e intenta acercarse a la puerta, abrirla, bajar por las
escaleras. Osvaldo la detiene bruscamente. La empuja en la cama
y se le acuesta encima. Samantha se muerde los labios. Osvaldo
vuelve a llevarse un puñado de saliva al pene y lo coloca
en medio de las nalgas de Samantha. Empuja con todas sus fuerzas.
Con la presencia del dolor Alejandro despierta.
Encima de Samantha Osvaldo es feliz. La sostiene por los hombros
y golpea con su pubis los glúteos de ella. El miembro maltratado
y firme entra con facilidad en la carne blanca. Samantha también
es feliz, pero Alejandro no. Alejandro quiere gritar y una bocanada
de aire le sella la garganta. Siente como Samantha ya se ha encontrado
con el muchacho del tatuaje azul y prefiere dormirse, callar,
antes que provocar la muerte.
Osvaldo se aferra al cuerpo de Samantha. Acerca sus labios a las
mejillas de ella. La muerde en las orejas, el cuello. Sus dedos
abren las nalgas que penetra con furia. Bésame Laura, bésame,
le dice al oído. Ella busca la cabeza de Osvaldo con sus
manos, acerca sus labios al oído del hombre, le dice: Mejor,
dime Samantha.
Alejandro siente como el puño choca contra su mejilla.
Intenta escapar, pero el otro es más ágil y fuerte.
Los golpes caen. Ojos, labios, estómago, espalda; los piñazos
de Osvaldo llegan a cada parte blanda de su cuerpo. Cae al piso.
Osvaldo la patea desnuda. La alza en peso. Rueda sobre cada peldaño
mientras el semen de Osvaldo se diluye en su sangre. Sonríe
Cuando llega al piso de abajo Alejandro descubre un nuevo sabor
en su boca, el sabor a Osvaldo, al muchacho del tatuaje azul.
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