Por
Arnaldo Yero y Roberto Lozano
Es
muy difícil conciliar los carteles con la imagen de Fidel
Castro que dicen: "Vamos bien", colocados por todas
partes en La Habana, y la atmósfera triunfalista de los
festejos organizados para celebrar su 80 cumpleaños, con
las penurias de la vida diaria en esa ciudad apuntalada, oscurecida
por los apagones, sin agua corriente, sin transporte, sin pan,
sin libertad, sin esperanza.
Una cosa es que los regímenes totalitarios, como el cubano,
sean maestros en la manipulación de las percepciones, y
otra es que puedan cambiar la realidad con su propaganda. De ahí
que sea doblemente absurda la afirmación del diario Granma,
órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, de que "la
Historia" ha emitido un veredicto final favorable en cuanto
al legado de Castro, ya que el sujeto esta todavía de cuerpo
presente, liderando "desde el hospital y por teléfono",
una revolución plagada de fracasos.
Al afirmar que la historia absuelve a su máximo líder,
los propagandistas del régimen confunden sus deseos con
la realidad, pero más allá del halago abyecto al
caudillo gravemente enfermo, al descargar en una disciplina abstracta
la responsabilidad de enjuiciar al dictador —y encima de ello
afirmar con toda desfachatez que ya fue juzgado y absuelto—, no
pretenden otra cosa que escamotearle al pueblo su derecho a juzgar
por sí mismo todo lo acontecido desde el 26 de julio de
1953 hasta la fecha. En otras palabras: ellos detentan el poder
arbitrariamente por casi cincuenta años, luego "la
Historia" los absuelve de todos sus crímenes y desafueros
en un juicio a puertas cerradas en la sala de redacción
del Granma, y tras la publicación del veredicto en la primera
plana del diario, el escenario queda listo para los próximos
cincuenta años de revolución, bajo la "sabia
guía" de Raúl, Ramiro, Pérez-Roque y
los "talibanes", todo ello, por supuesto, con la bendición
de Hugo Chávez y la izquierda latinoamericana.
Independientemente de lo que suceda tras la muerte de Fidel Castro,
habrá que esperar a que se desclasifiquen un día
los archivos del Estado totalitario, y a que todos los cubanos
puedan contar libremente sus historias bajo el régimen
castrista, para poder armar una narrativa que abarque la dimensión
total del impacto del sujeto sobre la vida del país, pero
si una de las tareas fundamentales de los historiadores, como
afirma Ludwig von Mises en Teoría e Historia, es la de
comparar los hechos con los designios y las intenciones expresas
de sus autores, para determinar si los medios empleados por los
mismos condujeron a los resultados esperados, entonces ya se conoce
lo suficiente como para dudar del mencionado veredicto oficial.
La historia ni absuelve ni condena
Cualquier absolución genuina debe ser el resultado de un
juicio imparcial donde interactúen al menos tres entes
racionales independientes: el sujeto juzgado, que en este caso
demuestra su inocencia más allá de toda duda razonable;
el acusador, que no logra convencer al tribunal sobre la culpabilidad
del acusado; y el tribunal, que tras analizar todas las pruebas
presentadas por la defensa y la parte acusadora, dictamina la
no culpabilidad en base a las evidencias a su alcance.
Podemos afirmar entonces que toda absolución —a menos que
estemos especulando sobre el Juicio Final—, es siempre producto
de la acción humana. Por eso es ilógico e inconsecuente
pedirle a "la Historia" que emita absoluciones, salvo
que se trate de personalidades megalómanas y demagógicas,
como las de Adolfo Hitler y Fidel Castro, que trataron de evadir
su responsabilidad apelando, cada cual en su momento, al arbitrio
de esa entidad, cuando se vieron condenados por sus congéneres.
De la misma forma que el olmo no produce peras por más
que uno se lo pida, la historia, en abstracto, no puede emitir
veredicto. Lo único que hace la historia, en su calidad
de repositorio del devenir humano, es ofrecer el escenario para
que los historiadores —como afirma Edward Carr en ¿Qué
es la Historia?— decidan "dónde se va a pescar evidencia".
En el caso de la revolución cubana, por desgracia para
Castro y su régimen, no cabe ni siquiera apelar a la bruma
del tiempo que cubre con su pátina de duda los hechos remotos,
ya que el proceso de su revolución todavía no ha
concluido. Muchos de los actores principales están vivos.
Muchas de las víctimas están sufriendo aún,
encerradas en las cárceles o deambulando por las calles,
dentro y fuera de Cuba, ante la mirada de doce millones de testigos,
que a su vez pueden haber sido víctimas o victimarios,
por exceso o por defecto, como sucede en todo régimen totalitario,
de ahí que no tengamos que esperar por nuevos hallazgos
arqueológicos para reinterpretar los hechos. Para "pescar
la evidencia" de lo sucedido, a la mayoría de los
cubanos contemporáneos del castrismo sólo nos basta
con abrir la puerta y salir a la calle, o levantar el periódico
y leer la primera página, o cerrar los ojos y recordar.
¿El Dr. Jekill o el Sr. Hyde?
Pero aunque la historia pudiera absolver al máximo líder
—ya hemos visto que no puede—, el recuento de lo sucedido, tal
como aparece en los textos recopilados hasta hoy, no es tan nítido
como nos quieren hacer creer sus seguidores. Cualquier observador
imparcial ajeno a esas historias, muy bien podría quedar
perplejo ante la dicotomía de percepciones que nos muestran.
Una sencilla indagación en Google arroja la cifra de 2,6
millones de resultados a la clave de búsqueda: "Fidel
Castro y libros". Sin embargo, una simple inspección
de los nombres de los autores de las principales obras publicadas
sobre Castro, desde Tad Szsulc hasta Carlos Franqui, pasando por
Wayne S. Smith y Gianni Mina, hasta Georgie Anne Gyer y Robert
E Quirk, cubren una amplia gama de facetas ideológicas,
ofreciéndonos versiones disímiles del personaje.
¿Qué apreciación del mismo es la correcta,
la de los textos que lo muestran como un líder desinteresado,
preocupado por la independencia de su país y el bienestar
de su pueblo ante una amenaza extranjera, o la de aquellos que
lo muestran como un joven ambicioso y oportunista que inescrupulosamente
hizo lo que tenía que hacer, incluyendo la traición
y el engaño, para "aplastar a todas las cucarachas
juntas" y llegar a convertirse en gobernante vitalicio?
¿Qué imagen es la acertada: la del joven irresponsable,
instigador de un descabellado ataque contra la segunda fortaleza
del país, que huye atemorizado en los primeros minutos
del combate, o la del intrépido héroe que sale milagrosamente
vivo de la batalla?
¿Es el líder de la revolución el estratega
que nos presentan los textos marxistas, que se une magistralmente
a la parte "progresista" de la humanidad empujado por
la agresión del "imperialismo yanqui", o es el
aspirante a tirano que rompe con Estados Unidos para inventarse
un enemigo externo que le garantice el modelo de crisis permanente
que necesitaba para consolidarse en el poder?
De las palabras a los resultados
Estas caracterizaciones, sin embargo, solamente sugieren que si
bien algunos autores justifican las acciones del máximo
líder bajo el paradigma revolucionario que representa,
otros lo condenan por sus afanes totalitarios. Por suerte, toda
acción humana se mide por sus resultados concretos, y más
allá de lo que digan el Granma o sus biógrafos,
a Fidel Castro habrá que medirlo por los resultados de
su gestión como estadista en base al principio utilitario
de "el mayor beneficio, pare el mayor número de personas",
que en nada tiene que ver con juicios de valoración, sino
con la elección de los medios más adecuados para
llegar a los fines buscados. Y en ese sentido los hechos no dejan
lugar a dudas.
Si lo que Castro buscaba era defender el régimen democrático
y restablecer el ritmo constitucional de la República,
como dijo él mismo en numerosas ocasiones durante la lucha
contra Batista, al escoger la vía armada como método
de lucha fracasó en su empeño, porque la guerra
civil, lejos de contribuir a fortalecer las instituciones democráticas
violadas por el golpe militar del 10 de marzo, solamente ayudó
a polarizar más la sociedad cubana y sumirla en un baño
de sangre fratricida en el que participaron con saña tanto
las fuerzas represivas del régimen de Batista, como los
terroristas revolucionarios que las combatían. El resultado
de la lucha armada emprendida por Castro fue, contrariamente a
lo prometido, la eliminación de la democracia representativa,
del constitucionalismo liberal y su suplantación por un
régimen totalitario.
Si lo que buscaba era el desarrollo sostenible, el fin de la pobreza
y el logro de la independencia económica, al escoger el
modelo de economía centralizada de corte soviético,
Castro volvió a fracasar, porque al eliminar los mecanismos
del mercado y la libre empresa, no hizo otra cosa que abortar
el despegue de la nación hacia el desarrollo, que ya se
vislumbraba a mediados de la década de los años
1950, como muestran los indicadores económicos de la época.
Peor aún, al colocar a Cuba dentro del bloque soviético
y adoptar un modelo económico inviable, Castro llevó
al país a su nivel más alto de dependencia económica
de su historia.
Si lo que quería era ofrecerle al pueblo era "libertad
con pan" y "pan sin terror", como aseguró
en su famoso discurso de 1959, al final terminó brindando
todo lo contrario.
El fracasado más exitoso del mundo.
Como aspirante a líder estudiantil, Castro no ganó
una sola elección en la Universidad de la Habana. Como
pistolero no pasó de ser un gángster de segunda
clase que tuvo que tirarse a nado para llegar a tierra cuando
fracasó la aventura de Cayo Confite, por temor a que Rolando
Masferrer lo matara por haberle hecho un atentado. Como miembro
de la juventud del Partido Ortodoxo era rechazado por Eduardo
Chivas, que lo consideraba un gángster sin escrúpulos.
Como líder militar llevó a sus compañeros
a una muerte segura en el asalto al Moncada, armados con escopetas
de caza y de tiro al blanco, sin posibilidades de triunfo. El
desembarco del Granma fue "un naufragio", en palabras
del propio Ernesto Guevara. Después del desastre de Alegría
de Pío, Castro logró llegar a la Sierra Maestra
porque el propio Fulgencio Batista contravino los planes del ejército
de mantener un cerco entre las montañas y la costa, para
lanzar a los expedicionarios al mar, y ordenó por el contrario
que los empujaran hacia las montañas, para que "se
murieran de hambre" en el monte.
Como genetista, Castro destruyó la ganadería de
Cuba, país que contaba con una cabeza de ganado por habitante
en 1959. Como ingeniero agrícola, destruyó los cultivos
menores de los alrededores de La Habana para sembrar café
caturra; despilfarró millones de dólares en la desecación
de la Ciénaga de Zapata, para sembrar arroz en un pantano;
paralizó la economía del país por casi dos
años para lograr una zafra de poco más de ocho millones
de toneladas de azúcar en 1970, la famosa Zafra de los
10 millones (cuando en 1952 el país había logrado
una zafra de más de 7 millones de toneladas, en solamente
90 días, con cortadores de caña habituales).
Como guerrero internacionalista envió a la muerte al Che
Guevara en Bolivia; dejó más de 10.000 cadáveres
de cubanos enterrados en Angola; fracasó con las guerrillas
en el Congo, en Argentina, en Venezuela, por solamente citar algunos
ejemplos.
Como estratega político le apostó primero al "socialismo
real" del siglo XX, para perder la partida al desmembrarse
la Unión Soviética en 1991, y ahora le apuesta al
"socialismo del siglo XXI", como si la persistencia
en el error fuera una virtud y el pueblo cubano no tuviera que
pagar sus consecuencias.
Todas las voces todas
Más allá de lo que digan ahora el Granma y la Fundación
Guayasamín, la lista de los desatinos de Castro es interminable;
el costo de oportunidad que ha tenido y tiene que pagar la nación
por sus errores es exorbitante; el sufrimiento y el dolor infligidos
a generaciones de cubanos no tienen precio. Es por eso que la
imagen de "héroe supremo y conductor infalible"
que nos muestran en La Habana quedará desmentida algún
día ante el mundo, cuando se puedan debatir sin miedo todas
las biografías del comandante en jefe, y se puedan escuchar
"todas las voces todas" de las víctimas de su
revolución.
|