Por
A. Prieto
Me decía una colega española que a los cubanos nos
había tocado la china. Quería decir con esa expresión
que como pueblo hemos tenido muy mala suerte.
Se
dice fácil, pero es casi medio siglo de salación.
Lo que tenemos es un chino atrás, le contesté en
cubano antiguo, como queriendo rectificarla. Aunque daba lo mismo.
Las palabras siempre se nos quedan cortas, mientras que el drama
nacional se nos vuelve cada vez más largo.
Luego
fue que me di cuenta. La amiga, sin querer, había dado
en el clavo. En el momento actual, es verdad que nos tocó
la china.
Son
muy pocos fuera de Cuba los que saben que a Raúl Castro
Ruz el pueblo cubano le dice La China (y, abreviadamente, Lachí
con acento en la i).
Y
se lo dicen no de ahora que funge de heredero en jefe. Desde que
lo vieron con el rostro lampiño y luciendo una coleta que
en mi pueblo llaman rabo de mula, el mismo día que los
barbudos hicieron su entrada triunfal en La Habana.
Cuando
habló por los micrófonos a toda la nación,
al aguerrido comandante se le afinaba la voz en un falsete poco
varonil para el gusto machista de un pueblo guasón. Se
le van sus plumas, decían hasta los revolucionarios más
comecandela.
Enseguida
le pusieron el apodo La China, porque no lo veían todo
lo macho que se decían los guerrilleros en el poder. Y
desde luego, por sus rasgos achinados, atribuidos a una aventura
extramatrimonial de su progenitora.
A
la pobre Lina Ruz le ha tocado la peor parte en las historias
que se tejen sobre sus dos hijos más conocidos y poderosos.
Pero aparte del morbo inevitable en estos casos, no mienten ni
exageran quienes afirman que Fidel Castro es hijo natural.
El
hecho está documentado y tiene una explicación humana
muy comprensible. Fidel nació siendo la madre cocinera
y amante de Ángel Castro, en vida de su primera esposa.
Lo
que sí no está probado es que Raúl sea el
fruto de un desliz de su madre, ya siendo la señora Ruz
de Castro. La única prueba válida y segura sería
la del DNA, pero para eso habría que esperar el dictamen
de los investigadores del futuro.
De
momento vale como conjetura plausible que no hay que descartar,
pero admitiendo que puede tener más de coña que
de dato biográfico fidedigno.
La
conocida versión de que el coronel Mirabal es el verdadero
padre biológico de Raúl, se basa sobre todo en el
escaso parecido de éste con el resto de los Castro. Y en
definitiva se podría atribuir a la aversión que
siente el pueblo
hacia esa figura desprovista del menor encanto personal.
El
poco atractivo físico de Raúl Castro se combina
con una personalidad desagradable y repulsiva. Quizás por
el afán de ocultar la pluma, se empeñó en
suprimir su lado más tierno. Se reinventó y se encalleció.
Empezó
a engolar la voz para que no hubiera confusiones por el tema de
la coleta, que resultaba demasiado andrógina para la moda
de aquellos años.
Luego
se la cortó, dicen que por orden directa de su jefe y hermano,
y se dedicó a perseguir a los homosexuales con una saña
homofóbica nunca antes vista en la Isla.
Aseguran
algunos que a veces se le va la válvula de seguridad, se
suelta y se echa a llorar como una magdalena. Pero eso sucede
entre sus íntimos y bajo los efectos del whisky.
Normalmente
no baja la guardia y sólo muestra la imagen blindada del
general postalita.
En
Cuba, caer pesado es por lo menos tan imperdonable como ser mala
gente. Raúl es las dos cosas a la vez.
Y
por más que últimamente se quiera mostrar como el
buen tío pragmático que controla la situación
y hasta suelta sus pujos en actos públicos, el pueblo no
lo mastica ni mucho menos lo traga.
Le
sigue diciendo La China. O Lachí, con acento en la i.
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