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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
Samaritanas del amor en la Cuba de hoy

Lucía se parece a las calles de la Habana vieja. Oscura y misteriosa como ellas, de noche se enciende con amortiguadas luces. Y después brilla todavía más, con su vestido amarillo, breve, enceguecedor. De pronto se para en el lugar exacto donde la Quinta Avenida casi se estrella con el Malecón. Y allí, recortada contra el fondo del mar, parece una hija de Yemanyá, la diosa que trajeron del Congo sus tatarabuelos africanos. Pero Lucía es jinetera. Está caminando sin escalas rumbo al Habana Libre. Y nadie ruega por ella.

Fue al día siguiente, en su escenario natural, cuando me dijo que una jinetera no es puta sino luchadora. Lucía, de 27 años, que de noche parecen veinte, vive con sus dos hijos en un solar de Guanabacoa, un barrio negro de La Habana. Un solar es una especie de palacio en ruinas, un conventillo de la Boca a punto de venirse abajo. Ahora el vestido amarillo descansa sobre una banqueta, más tranquilo y distendido. Descalza y con ropa de fajina, su dueña pasa el trapo al patio de la casa y luego cuelga una sábana en la soga mientras le grita a uno de sus hijos que juega con una botella vacía de ron, algo quebrada en el pico.

-¡Bota eso, chico, que te me vas a cortar!

El chico se llama Vladimir, como Lenin. Y mientras lo vigila atentamente, Lucía me vuelve a decir, hasta con cierto orgullo, que la jinetera es una mujer que lucha por la vida. Que no es una degenerada de esas que se ven en los países del sistema capitalista. Que lo suyo es otra cosa. Yo le creo, y hasta le cuento algo que me dijeron días pasados en un Comité de Defensa de la Revolución situado en el pueblo viejo de Varadero. Allí me explicaron ­le digo- que el término jinetear tiene por un lado una lectura evidentemente sexual. Pero que también alude por extensión al hecho más abarcador de "montar sobre el turista", llevado por distintos caminos a soltar sus dólares divinos.

Este "traspaso" puede concretarse de muchas maneras. Ya sea compartiendo unas horas o unos días con una mujer, comprando ron, habanos, o incluso un billete supuestamente firmado por el Che, o también contratando a un guía de esos que mejor perderlos que encontrarlos. Lucía me escuchaba en silencio mientras terminaba de barrer, y sólo después de un largo rato se anima a preguntar.

-¿Qué tu piensas?

Nadie sabe decirme cuántas son. Pero a los fines prácticos el dato resulta irrelevante. Uno las ve por todas partes ­en La Habana, Varadero, Cayo Largo o Pinar del Río-, sobre todo tras la caída del sol, cuando las sombras se tornan amigas confiables. Las florea nocturnas, como las llama Silvio Rodríguez en una canción de hace unos años, parten con aire veloz rumbo a los hoteles. Y allí se quedan, si tienen suerte, a pasar la noche con algún extranjero.

En el peor de los casos volverán pasadas las dos de la mañana, un poco alegres por el ron y un poco tristes por el escaso rédito de su esfuerzo. Acaso un peine, una remera, un jabón de tocador o un desodorante, que por supuesto nunca están de más. Las más afortunadas suelen ser directamente contratadas para acompañar al turista durante todo el tiempo que duren sus vacaciones. Cenicienta entonces va a convertirse por unos días en pretty woman. Piscina, tragos, playa, buena comida y la sensación de dormir y despertar sobre una nube. Después, cuando el turista se vaya y las carrozas recuperen su original condición de zapallos, habrá que volver a jinetear y esperar tal vez una carta de amor, o a lo sumo dos.

CADA DÍA UN PROBLEMA

A los revolucionarios de la primera hora el fenómeno les duele más que a nadie. Cuando los barbudos bajaron triunfantes de la sierra, había en toda la isla más de cien mil prostitutas, campesinas y analfabetas en su mayoría. Bajo la dictadura de Batista, Cuba se había convertido en paraíso del juego y lupanar favorito de los millonarios norteamericanos. El régimen de Fidel Castro cerró los burdeles, atendió a las mujeres y sus hijos, les dio oportunidad de aprender un oficio y de asistir a escuelas y centros de salud. Los proxenetas más recalcitrantes fueron encarcelados y, de hecho, la prostitución terminó siendo excluida del espectro institucional. Las mujeres dejaron la calle a cambio de estudios y oficios más estimulantes. Algunas se hicieron taxistas o empleadas de banco. Otras se recibieron de médicas o volvieron al campo con un título de agrónomas bajo el brazo.

Pero en la actualidad muchos de esos títulos se han devaluado miserablemente. Un funcionario del Instituto de Medicina Legal me dice que los mecanismos tradicionales de ascenso, como la educación y el trabajo calificado, dejaron de ser efectivos a la hora de querer alcanzar un cierto bienestar.

Tras el derrumbe de la Unión Soviética y los demás países de Europa del Este, Cuba se quedó sin auspiciantes, prácticamente sola frente al implacable bloqueo norteamericano y sola también ante sus impericias internas, casi endémicas. Hoy ni siquiera la llegada a Santa Clara de los restos del Che y sus compañeros de lucha alcanza para recomponer el fervor de los tiempos idos.

Cotidianamente y por fuerza mayor, la llama revolucionaria termina siendo relegada a cambio de resolver -palabra clave en la Cuba actual- cosas tan simples como la obtención de un jabón, una lata de aceite o un preservativo. Y a veces alcanza apenas un breve instante de "trabajo" para ganarse al menos los cinco dólares en que se cotiza el sueldo promedio de un cubano.

En semejante contexto las jineteras son vistas a veces como singulares heroínas del difícil presente. No las señalan con el dedo. Y cuando ellas vuelven al barrio, bien vestidas y mejor perfumadas, la familia suele recibirlas como a una hija pródiga. ¿Quién podría acusarlas?

Ahora recuerdo el caso de Loipa, una jinetera que en la noche anterior a mi partida se había acostado con un italiano que estaba alojado en mi hotel, a cambio de una mamadera de plástico para su hijo.

Su verdadero nombre es un misterio. Ella asegura que se llama Odeissy, pero después una amiga suya me contó que la mulata inventó ese nombre uniendo dos palabras: ¡Oh! Daisy... La conocí cenando en el Floridita de La Habana, mientras una orquesta formada por tres violines, un cello y un acordeón interpretaba una melancólica versión de El breve espacio en que no estás. Es un clásico de Pablo Milanés que, al igual que Hasta siempre, de Carlos Puebla, nunca falta en el repertorio for export de los músicos cubanos. Odeissy se acercó como sólo saben hacerlo las jineteras. Me preguntó si podía sentarse en mi mesa y le dije que sí. Me preguntó también si era argentino, italiano o español, y tras escuchar mi respuesta dijo que mis ojos le recordaban a alguien que ella había querido mucho. Ahora falta que me digas que fuiste bailarina en Tropicana, le digo en broma como para que entienda que ya entendí. Y ella, como si nada, me pregunta: "¿Pero cómo tu sabías, chico?".

GRANDES ARTISTAS

Casi siempre es así. Las jineteras incorporan un oficio actoral de primera línea como parte de su trabajo. Los papeles que desempeñan son muy diversos, y a veces los tienen que continuar en su propio ambiente, frente a un vecino, por ejemplo. Dos días después, y ya en confianza, Odeissy o como se llame me contó su primer regreso triunfal a su calle en Camaüey, su tierra natal. "¿Verdad que eres bailarina?", se atrevió a preguntarle una vecina que casi le quitaba los zapatos blancos con la mirada. "Sí, primera figura del Tropicana", se apuró a responder Odeissy. Y muy suelta de cuerpo le explicó como empezaba su actuación a las nueve de la noche, que desfilaba con un vestido apretado y lleno de lentejuelas rojas, que en la cabeza portaba un sombrero cargado de flores y frutas artificiales, y que bailaba tanto un vals vienés como un guaguancó bien cubano. Ya casi sobre actuando siguió diciendo que las coreografías eran tan difíciles que terminaba de madrugada, completamente rendida. "Y por la tarde hay tantos ensayos que ni novio tengo". Nos reímos juntos de su inagotable inventiva.

Claro que la mayor inspiración hay que aplicarla para seducir al turista o pepe que es como llaman en Cuba a los extranjeros. Si va vestida de rojo, le explica que eso se debe a una promesa que le hizo a Changó -divinidad del culto afrocubano- para que le siga dando sus fuegos y le traiga a un hombre bueno como usted, así de paso se olvida de aquel sinvergüenza que la trataba mal y para colmo, le robó todo.

También, haciendo dedo entre La Habana y Varadero, llegó a presentarse en la ruta como una maestra de escuela rural. Una vez en el auto los ojos del señor le recuerdan a alguien que quise mucho. Pero entre todos, el papel que más le gusta es el de bailarina. Baila tan bien que a veces le creen incluso que pertenece al Ballet Nacional de Cuba. Y el baile es de lejos su carta de triunfo. Todavía no conoció a un hombre que después de verla menear sus caderas, no termine rendido a sus pies con un !Oh Daisy¡ temblando en los labios.

En la sala de recepción de un viejo palacete de El Vedado, decadente pero no por eso menos hermoso barrio de La Habana, me recibe Nancy Iglesias, una dirigente de la Federación de Mujeres Cubanas. Me cuenta que antes de la revolución El Vedado había sido una especie de coto cerrado donde vivían los reyes de la aristocracia azucarera. Pero cuando le pregunto por las jineteras cambia el tono. Me dice que ellas quieren vivir con lujos de los que pueden prescindir los demás cubanos. "Todos tenemos problemas aquí -confirma-. Pero no por eso salimos a jinetear. La mayoría de las cubanas tenemos otra filosofía de vida y no priorizamos la última moda o tal o cual necesidad material por encima de los valores. Buscamos opciones mucho más dignas, más espirituales para solucionar nuestros problemas. Cuidamos la autoestima personal y no la cambiamos por un objeto o por una cantidad de dinero".

Sin ánimo de polemizar le digo que conocí mujeres al parecer muy normales y dignas que salían con extranjeros a cambio de jabones o peines. Ella, tajante, me responde que ese no es el camino para mejorar las cosas. "No luchamos tanto para llegar a esto", exclama por fin como rendida a la evidencia. Antes de despedirnos, Nancy me muestra unos papeles donde figuran los resultados de recientes encuestas oficiales sobre el tema. Una fue preparada en la capital cubana por el Centro de Estudios de la Juventud, y allí se apunta que la mayoría de las encuestadas aspiran a casarse con un extranjero italiano, canadiense o español, y salir de Cuba. Una proporción menor también quiere viajar, pero con la idea de volver. La encuesta confirma que las jineteras consideran denigrante el calificativo de prostitutas -con el cual no se identifican- y que para ellas jinetear es una forma de divertirse, conocer lindos lugares y "pelear la vida".

Casi todos los entrevistados -28 mujeres y cinco varones entre quince y treinta años- poseen instrucción, a veces por encima del nivel medio, lo que les facilita una conversación "desenvuelta y agradable" con sus clientes, con frecuencia menos cultos que ellas. Recuerdan su infancia con desagrado y en ocasiones, cuando el diálogo con los encuestadores se torna más íntimo, se describen a sí mismas como probables víctimas de una fuerte carencia afectiva. En esencia, las jineteras no son muy diferentes del resto de las personas. Aspiran a ser felices y dejar atrás una vida oscurecida por el sufrimiento.

Otros datos sugieren que detrás de la decisión de jinetear se esconde también un problema social o familiar. En el 66 por ciento de los hogares encuestados vive o vivió por lo menos un alcohólico; en el 42 por ciento se registra una persona con tratamiento psiquiátrico; y en el 72 por ciento de los grupos familiares ha estado ausente el padre o la madre. Casi todas las chicas entrevistadas asocian su adolescencia con incomprensión y soledad, escenas de violencia o, también, excesiva tolerancia de parte de sus mayores.

Ni la escuela ni las organizaciones juveniles y políticas consiguieron llenar esos vacíos. Algunas mujeres confesaron que muchas veces se involucran afectivamente con el cliente. Le cuentan sus problemas y hasta les reconocen virtudes que jamás encontraron en sus amantes locales. Este punto es particularmente interesante. Prácticamente todas las jineteras que entrevisté para esta nota coincidieron en su idealización de los extranjeros, a los que en general consideran dulces, cariñosos, amables, civilizados y románticos. En la comparación los cubanos a veces pierden demasiado. Nos es raro que a sus compatriotas las mujeres los califiquen de machistas y groseros, cuando no de borrachos, violentos, dominadores y jactanciosos.

En la encuesta, por último, hay otro detalle revelador. Mientras la prostituta clásica no besa al cliente porque esa es una inequívoca señal de amor, la jinetera raramente se inhibe de hacerlo. No es la única diferencia que señalan los estudiosos del tema.

Fidel Márquez, del departamento de Desarrollo Económico de la Universidad de La Habana, distingue entre el jineterismo como estrategia de sobrevivencia y la prostitución organizada casi de manera empresarial. En Cuba, por el momento, no hay burdeles ni cafishios. Las jineteras se manejan solas y según la conveniencia de cada una. Existe, sin embargo, una cadena de complicidades que con el tiempo puede llegar a convertirse en una red de tipo delictivo. Tienen que darle veinte dólares al custodio del hotel para que les permita subir a la habitación del cliente. Otros diez para poder usar una casa particular. Cinco más hacen falta para el taxi de regreso. Pero más allá de los dólares ­útiles en el momento pero no a la hora de pensar en una solución más permanente-, la mayoría de las jineteras busca amor, un novio, un marido, una oportunidad vagamente favorable y hasta romántica, que las libere de una vida signada por carencias y humillaciones.

SER FELIZ

El asombroso e injustificado endiosamiento del extranjero, sin embargo, produce a la larga no pocas frustraciones entre las flores nocturnas. Sucede que el turista tipo que viaja a Cuba por lo general no pertenece al jet set de ricos y famosos. Suele ser un hombre de clase media que juntó dinero durante todo el año, compró un paquete con todo incluido y llega a la isla con la idea de gastar hasta el último dólar en esa especie de burbuja a la que ingresa a lo sumo por quince días. Muchas jineteras ignoran que cuando ese supuesto millonario dulce y generoso regresa a su país, tiene que cumplir un horario, soportar las arbitrariedades de un jefe y cobrar un sueldo que apenas le alcanza para vivir. Si lo supieran, seguramente lo idealizarían menos y no creerían tanto en sus promesas. Pero a la vez perderían la ilusión de que alguna vez ese extranjero las invite a vivir con él en su país de amores y sueños imposibles. Y como dice el dicho, de ilusiones también se vive. O se sobrevive, que parece lo mismo pero no es igual.

Yo nunca he sido feliz. Lucía, la jinetera del Habana Libre, se sienta por fin en una silla desfondada y se dispone a contar su vida. "Yo nunca he sido feliz", insiste. Y me muestra con desgano el ventilador que le compró un español. Y también el frío: es un proyecto de heladera a la que todavía le falta el motor. "Con cincuenta dólares podría comprarlo", me dice con vos apagada. Sentado en el piso y como quien se lava las manos, enciendo el grabador y escucho.

"Yo nací en el barrio Playa de La Habana. Mi madre luchó clandestinamente junto a Fidel y al Ché en la Sierra Maestra. De esa época todavía le queda una bala metida en el cuerpo. Fui bailarina en Tropicana, auxiliar de limpieza y después de casarme y terminar el nivel preuniversitario, entré a la policía. Mi marido era albañil. Cuando tuve a mi segundo hijo, las cosas entre nosotros empezaron a andar mal. No teníamos dinero y nos peleábamos por eso. Así que me separé y me fui hacia Varadero. Allí empecé a jinetear. Me paré en un bar llamado Kahuama o algo así. Pero nadie se acercaba. Entonces me subí el vestido lo más que pude. Y funcionó. Un mexicano se aproximó y me invitó a salir con él. Creo que en esa primera salida gané trescientos dólares. Pero terminé en un calabozo, dándole la teta a mi bebé. Pagué la multa y me vine devuelta a La Habana. Traté de pedirle ayuda a mi madre, pero ella estaba enojada por el hecho de que yo fuera jinetera.

Me dijo que no entregó su vida por la revolución para que yo hiciera lo que estaba haciendo. Y yo le contesté: la revolución es la revolución pero yo soy tu hija y necesito ayuda. Ella no me la dio. Ni siquiera me anotó en el ejército sabiendo como a mi me gustaba y me gusta todo lo militar. Con mi madre no puedo contar para nada. Ella quiere a su marido y a los hijos que tuvo con él más que a mi. Aunque estaba cansada no me quedó más remedio que volver. Pasé primero por el hotel Kholy y terminé en el Habana Libre. No tengo mucha suerte. Casi todas mis amigas se casaron con extranjeros o viajaron a Italia, las Bahamas, la Argentina o Canadá. Yo soy la única que me quedé. Sólo una sola vez me enamoré. Creo que el muchacho era guatemalteco o algo así. Con él me sentía bien, y no solamente haciendo el sexo. El sexo es un deseo, un gusto, una especie de desquite que no agravia a nadie. Pero el amor es otra cosa, un gesto, la amabilidad, la forma de expresarse cada uno en la pareja. Ese chico de Guatemala me regaló muchos vestidos, pero cuando se fue los tuve que vender a todos. A todos menos este amarillo que tu ves ahí. Después ya no volví a enamorarme. Porque ahora no quiero volver a sufrir".

Como las calles de La Habana vieja, Lucía también se apaga, se oscurece y se pierde. Ahora está llorando, y sin dejar de llorar me ofrece un café tan cargado como sus lágrimas. Le pregunto por Daiana, su hija de doce años que me sonríe desde una foto colgada sobre el frío. "Ella es la luz de mis ojos ­se anima-. Está terminando el octavo año del nivel medio y ahora quiere entrar al preuniversitario, con la idea de estudiar Astronomía. Yo hablé muy claro con ella. Hago lo que hago para que tu no tengas que hacerlo cuando crezcas. Yo no quisiera que a ti te pasara lo que a mí. . Algún día a lo mejor yo me encuentre algún hombre que me guste y yo le guste a él. Entonces todos vamos a vivir mejor".

Lucía me dice que quiere envejecer acompañada por un hombre bueno y experimentado, sin tener que pasar por las necesidades de hoy. Y no sé por qué me cuenta la triste historia de una amiga llamada Lupe. "Empezó a jinetear hace dos o tres meses. Conoció a un español que le compró grabadora, batidora, arrocera y hasta zapatos finos. Pero de la misma alegría o de la emoción, vaya uno a saber, le dio un infarto y se murió. Yo no quiero terminar así. A mí me dio la mala suerte de escoger un camino que no me gusta. Pero es un camino del que alguna vez se sale. Si todas mis amigas han salido, yo voy a salir también".

Afuera la tarde cae como una máscara inútil. Antes de volver a convertirme en un turista de esos que recorren el Malecón, la Plaza de Armas, el Morro colonial y la Bodeguita del Medio.


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